VV. AA.: “La vida que amo. Un tributo a Rafael Berrio”


Por: Kepa Arbizu 

Hay músicos que desaparecen como consecuencia de la irreversible dictadura del paso del tiempo. Frente a ello, poco, o más bien nada, se puede hacer, y como tal, el dolor de su ausencia es paliado, dentro de lo posible, por la lógica de eso que se llama el ciclo de la vida. Otros sin embargo subvierten, en mayor o menor medida, esos ritmos existenciales y su fallecimiento se convierte en uno de los muchos designios inexplicables y caprichosos que el universo se empeña en guardarse bajo la manga. Pero hay otro tipo de artistas que no importa cuál sea la fecha de su partida, ya que dada su irrepetible naturaleza, siempre nos va a parecer premeditada e injusta. Rafael Berrio nos dejó un 21 de marzo del 2020, con tan solo 56 años de edad, y lo peor de todo, legándonos una orfandad respecto a un talento creativo que había depositado hasta sus últimos momentos, prueba de ello es el disco “Niño futuro”, editado poco antes de antes de su deceso, convirtiéndose a la postre, si obviamos su EP póstumo, en su epílogo vital, si es que en realidad no lo fueron todos sus trabajos de una manera u otra.

Más allá del lamento visceral que producen hechos fatídicos como la adelantada marcha del donostiarra, en su caso particular es inevitable no sumar a esa desazón la sensación de que poco a poco, aunque siempre más tímidamente de lo que su valía merecía, su figura iba consiguiendo paulatinamente por fin conquistar una audiencia más poblada. Por eso que ahora se presente un disco homenaje tan cuidado y exquisito como este “La vida que amo” significa el justo reconocimiento a la influencia -vestida de admiración- aportada a muchos de sus colegas como por supuesto la vindicación de una herencia sonora y literaria, al margen de consideraciones específicas, de carácter único en la música practicada en nuestras fronteras. Un álbum convertido en celebración a la que han acudido un florido ramillete de intérpretes que han tenido la oportunidad de adornar sus gargantas con los majestuosos versos del compositor vasco. 

Obviando por un momento los aspectos sentimentales y haciendo caso de los estrictamente técnicos, conviene erradicar cualquier debilidad por catalogar a este trabajo bajo ciertas características, algunas de ellas nada elogiables, que suelen abanderar el formato de naturaleza conmemorativa y colectivo. La tarea como canalizador llevada a cabo por Raúl Bernal, quien ha dado muestras de sus portentos instrumentales en proyectos como 091, en compañía de Lapido o bajo el pseudónimo de Jean Paul, junto al imprescindible apoyo logístico de Gema Amiama, pareja del músico desaparecido, son presencias que nos hablan del mimo y dedicación, no exento de calidad, depositada en esta aventura. Arropados en esta misión por una imponente banda completada por Dani Gominsky y Antonio Lomas,, la siempre difícil aspiración de recrear a lo largo del álbum un sonido identificativo, sin diluir en absoluto las huellas de Berrio, es solventada con extraordinaria naturalidad, lo que en este caso significa haber alcanzado el éxito.

Propiciado probablemente por tratarse de la última obra que grabase en vida, y pese a no ser en términos cualitativos el que mayores cotas alcanzaría, son un número considerable de temas extraídos de “Niño futuro” los escogidos para figurar en este tributo. Y por seguir esa teoría cronológica, es normal que la primera aparición, la de Santi Campos, sea para ponerse en la piel de precisamente la canción de la que deriva el título global, “Dadme la vida que amo”, como tantas otras una declaración de intenciones de este bon vivant de existencialista ironía, que en manos del ex Malconsejo, poseedor de un también paso recitativo particular, imprime un clima más épico a la original cadencia de vals. Curiosamente el despiece que se hace del mencionado disco recae sobre algunos de los nombres que encarnan con mayor clarividencia hoy en día el concepto del rock, por lo que no es de extrañar el buen uso que harán de las composiciones primigenias. José Ignacio Lapido se servirá del tono americano que ampara “Abolir el alma” para profundizar en él a través de un paisaje casi de western sobre el que cabalgar con su exquisita y perenne melancolía. Quique González probablemente represente una de las apuestas más transgresoras respecto al contenido de partida, haciendo que ese minué pop que encarna “Considerando” sucumba frente a un árido pero bellísimo espacio que parece sacado del mismo “Nebraska” de Springsteen. Y si el madrileño apuesta y gana, Chencho Fernández es al único que me atrevería a señalar como capaz de superar la original. Posiblemente Berrio y él confluyan en muchas localizaciones creativas, pero la capacidad del sevillano para convertir sus canciones, o en este caso ajenas como “Tu nombre”, en elegíacas crónicas noctámbulas es sencillamente sublime.

En el otro extremo, temporalmente hablando, lo que significa retroceder hasta aquellos proyectos en los que todavía no había emergido en solitario la figura de Berrio, son los elegidos, quizás por una cuestión de proximidad geográfica, por Mikel Erentxun, que recibe el guante lanzado por el pop reluciente de “La misma mujer distinta”, firmado por Amor a traición, para, manteniendo ese empaque grácil y melódico, implementar su intensidad en una realmente convincente adaptación. Jairo Martín será el otro representante que, en esta ocasión, escarbe en los mismos orígenes para, vía Tom Petty, llevar ese espíritu gamberro de “No pienso bajar más al centro” hasta un resultado ágil y pegadizo; mientras que Diego Vasallo, otro originario de la Bella Easo, sacará del olvido a Deriva para cubrir de un manto sombrío el achispado deje afrancesado de “No solo de amor” hasta presentarlo como un intimista y cavernoso folk de sepulcral entonación.

Al igual que la discografía de Berrio acumula tonadas mucho más encrespadas, sobre todo contenidas en el maravilloso “Paradoja”, absorbiendo el crudo ánimo de indie rock clásico, este álbum no obviará dicha existencia, siendo Toni Brunet quien libere algo de la tensión que eriza “Mis ayeres muertos” para dotarle un lenguaje de "songwriter". Raúl Bernal, con buen tino, desoirá ese terreno más escabroso de “El mundo pende de un hilo” para amoldarla a lo que podría ser perfectamente parte de su repertorio bajo su alter ego, Jean Paul, lo que es sinónimo de una interpretación minimalista de hechuras “cohenianas”. Una decisión, la de sumergir la herencia de Berrio en las modulaciones propias del intérprete de turno, que será adoptada, especialmente, por aquellos dotados de un personalidad identificativa; de ahí que Tulsa embriague “Amanece” con su espíritu etéreo y nebuloso; Daga Voladora actualice con gusto exquisito el descubrimiento de la esperanza que esconde la chanson de trepidante recitado “Cómo iba yo a saber”, mientras que Fino Oyonarte insufla un eco más vaporoso y sutil al trovadoresco origen de “Simulacro”.

Uno podría caer en la tentación de pensar que ejecutar un cancionero tan especial como el de Berrio es una bendición, y en parte lo es, porque poder adentrarse en sus innumerables valores es todo un lujo, pero al mismo tiempo supone una enorme responsabilidad tener entre las manos un tesoro de esa magnitud y encontrar la manera de manipularlo sin llegar a desfigurarlo. Por suerte, nadie ha sido tan osado de intentar replicar los característicos y exclusivos ademanes estilísticos del donostiarra, ya que además de un error sería toda una imposibilidad. La elección tomada, cada uno desde su perspectiva y alejándose más o menos de la obra original, por la totalidad de músicos invitados a este homenaje ha sido la de asumir su papel de invitados a una celebración que persigue demostrar los diversos acentos, tonos e interpretaciones que esos temas pueden llegar a conquistar. Entre el recuerdo por su figura desaparecida y la universalidad que su legado representa, este disco logra de manera sobresaliente hacer que la fotografía del propio Berrio que adorna la portada se convierta en un retrato trazado por todas las voces recogidas a lo largo de trece composiciones; una pequeña -en extensión pero enorme en significación- muestra de un sublime repertorio que nació para emocionar, doler o clavarse con filo irónico, constantes que han sabido mantener, cada uno a su forma, los variados nombres que desde ahora mismo también deberán estar inscritos en ese amplio capítulo que todavía le debe la historia de la música hecha en nuestras fronteras a la majestuosa figura de Rafael Berrio.