“Rock infernal”, a propósito de “Rompan todo”, documental de Netflix


Por: Guillermo García Domingo

En la misma plataforma que ofrece “Rompan todo” se puede ver un reportaje sobre la gira de los Stones por Latinoamérica que culminó con su histórico concierto gratuito en La Habana. Gracias a este documental descubrí a los “rolingas” en Argentina, seguidores incondicionales del grupo británico, que han convertido el rocanrol en su eje vital. La apuesta existencial de los rolingas da cuenta de la pasión con la que se vive la música en aquel continente. Por esta razón echo en falta la comparecencia de los seguidores en “Rompan todo”. Nadie le toma la palabra a Santiago Auserón cuando relata su experiencia (como vocalista de Radio Futura) en un recital en México. Parecía un seísmo de los que asolan este país con demasiada frecuencia. La ausencia del público llama más todavía la atención, habida cuenta de lo que declara su título: la voluntad del artista, Billy Bond, de entregar la iniciativa a la rabia de los seguidores durante el concierto fallido celebrado el día 20 de octubre de 1972 en el Luna Park bonaerense. La revista “Así” registró la noticia de esta manera: “Rock infernal. Hordas de hippies arrasan el Luna Park”. ¿Por qué no tienen apenas sitio en el documental los seguidores que han hecho de esta música una forma insurrecta, intempestiva, de afrontar la vida? Hay tres momentos del documental en los que se atisba el poder de los que escuchan, de los que están al otro lado, y los riesgos que están dispuestos a correr por defender su derecho a vivir de esa forma que sus antecesores censuran. Uno es la libertad salvaje que brilla en el festival de Avándaro (1971) en México; el otro, la descripción de los conciertos clandestinos en “garitos” infames durante la “prohibición” tácita del rocanrol en vivo en el mismo país de Centroamérica, y por último, la tragedia de la sala Cromañón en Buenos Aires en 2004 que causó la muerte de 194 asistentes. 

Los que sí están representados en esta miniserie, dirigida por Picky Talarico, son unos músicos gigantescos y el sabio David Byrne, quien da su visto bueno a todos. Los seis largos capítulos, realizados con el primor técnico al que nos tiene acostumbrados Netflix en sus producciones, que nos llevan de aquí para allá a través de las grandes urbes de América latina, dan pie a que se asienten varias certezas. 

La primera de todas es que cuando la pastilla “gringa” del rock se disolvió en la realidad latinoamericana causó una efervescencia inusitada que alarmó sobremanera a las gentes de orden. Las fuerzas reaccionarias no estaban dispuestas a consentir los sueños de libertad y justicia social que albergaban los jóvenes. La junta militar Argentina, el autócrata Pinochet y el partido único de México, el PRI, pretendieron amordazar al rocanrol en español. Las pruebas de esta enemistad son la censura de las letras, es extraordinario el testimonio de Charly García al respecto, viniendo de alguien además capaz de eludirla en canciones tan magistrales como “Nos siguen pegando abajo” o “Los dinosaurios”, y sobre todo, el exilio de multitud de artistas. Nuestro país recibió algunos creadores importantes como Alejo Stivel, Ariel Rot o Andrés Calamaro, que tuvieron un papel muy relevante unos años después en la escena española. El último resulta persuasivo en los cortes en los que aparece junto a su inseparable infusión de mate. Otros tantos músicos vivieron como “prisioneros” en su propio país. Así es como se llama también la magnífica banda de Chile que compuso en 1986 la canción “¿Por qué no se van?”, que la mayoría de los chilenos adoptó como un himno político que bien podía servir para exigir la retirada definitiva de Pinochet.

Entre los que se quedaron (en Argentina) destacaron varios “melenudos” cuya seña de identidad era su irrefrenable inquietud musical. Lo que en un principio parecería extravagancia resultó ser talento. Al espectador le queda suficiente claro que Spinetta fue un artista único. Sobre su trayectoria, se solapa la del citado Charly García, líder de varios proyectos musicales que lo transformaron todo, hasta que, después de la dictadura militar, emprendió su propio camino, casi al mismo tiempo que Soda Stereo daba a conocer su pop rock rutilante. Gustavo Cerati era uno de sus miembros y más adelante acreditó su valía en solitario, hasta que le sobrevino una muerte prematura. En la estela de Charly García, ya en la década de los noventa, se hizo notar Fito Páez, otro compositor superdotado, como quedó demostrado en su LP “El amor después del amor”, que determinó el rumbo del rock en el Cono Sur a partir de entonces.

Uno de los que se marchó de Argentina fue Gustavo Santaolalla, un personaje decisivo tanto en el documental como en el panorama musical latinoamericano. Este productor hizo posible que la ola argentina, de la que él formó parte, se prolongara en la orilla mexicana. La clandestinidad a la que se vio postergado el rock mexicano le hizo salir de sus catacumbas con un empuje desaforado, aliándose además con su vibrante folclore. Santaolalla está detrás de Maldita Vecindad y otros tantas bandas. La más sobresaliente y singular es, sin asomo de dudas, Café Tacuba. A la misma familia musical pertenece Aterciopelados, el grupo colombiano de Héctor Buitrago y Andrea Echeverri. Las intervenciones de esta última son certeras y denuncian la irrelevancia de las mujeres, que el documental, hacia el final, intenta remediar abordando la irrupción de Julieta Venegas y apostando por el futuro femenino del rock latino. Una vez escuchados los discos publicados el año pasado por Lucrecia Dalt (Colombia), Tulipa Ruiz (Brasil) e iLe (Puerto Rico), tal vez no le falte razón a esta apuesta.