Por: Kepa Arbizu.
Si excluimos de la ecuación las interpretaciones místicas y escogemos las científicas, menos desternillantes pero normalmente más efectivas, existe una teoría, enunciado por Jean-Pierre Garnier Malet, que sitúa al ser humano actuando en el tiempo presente mientras en paralelo lo hace en otros muchos intervalos desconocidos para él, generando desde allí una información totalmente válida para su realidad. Un desdoblamiento que perfectamente nos podría servir para ilustrar los condicionantes que han propiciado el nuevo disco de Johnny B. Zero, “Pequeños calvarios”. Y es que su principal mentor, Juanma Pastor, ha sido capaz de componer la banda sonora de la película homónima, dirigida por Javier Polo, mientras que su “gemelo”, por mantener la terminología del físico francés, se encargaba de montar las piezas de un disco que, casualidad o premeditación, compartía también fecha de publicación -separadas únicamente por un mínimo desfase de 48 horas- con la mencionada cinta en una suerte de extensión de sus vidas paralelas. Pero sin duda toda esta duplicación alcanza su sentido simbólico más relevante en la propia condición del disco, donde la inquietud existencial sirve de maná para el instinto creativo -ilustrado metafóricamente a la perfección en su portada- y la melodía puede ser la mejor aliada del rugido eléctrico. Representación de esa lógica, aunque a veces invisibilizada, convivencia entre sensibilidades dispares aquí expuesta bajo una enérgica exquisitez musical.
Como si de una obra en constante proceso de construcción se tratase, la banda valenciana ha atravesado, y probablemente lo siga haciendo, con su discografía toda una ruta de exploración artística delimitada en todo momento por un claro rasgo identificativo. Un desarrollo, encarnado por ejemplo en la traslación del inglés al castellano y el entallamiento de la formación hasta quedar en un trío, que ha desembocado con su actual publicación en uno de sus puntos culminantes, conquistado tras encomendarse la formación a una fórmula sustentada en la naturalidad. Sin obviar su impenitente compromiso por el noble arte de la indagación más allá de los caminos concurridos, su mejor descubrimiento se ha manifestado reduciendo su prestidigitación instrumental -por otra parte elogiosa y exitosa en pasados episodios- y rebajando la negatividad de sus discursos previos en favor de la asertividad que contienen sus nuevas piezas. Diferencias que más bien son minúsculos matices pero que, como esos pequeños calvarios que alude el título de este trabajo, acaban por configurar decisivamente la propia mirada.
La escasamente habitual presencia de hasta tres productores diferentes, Íñigo Bregel, Carlos Ortigosa y Roger García, en la gestación de un trabajo, más allá de la interpretación logística que de ello se pueda hacer, sale ilesa del más que probable riesgo de generar una inconsistencia global. Frente a esa hipótesis, desterrada gracias al sobrealimente resultado obtenido, emerge al contrario la virtud de dotar al repertorio de una bienvenida flexibilidad, brújula para este particular proceso de mutación que parte de los cánones convencionales -siempre relativizando este término cuando de Johnny B. Zero hablamos- de la canción pop para derivar en un paisaje mucho más ecléctico y cosmopolita. “Pequeños calvarios” transita así bombeado por la sangre de un cerebro creativo que encuentra en la tradición los vocablos necesarios para entonar un nuevo idioma.
Intentar agrupar el repertorio de este disco entorno a la idiosincrasia que rodea a cada uno de los productores sería restar méritos al ejercicio de efervescencia que caracteriza al álbum pero sobre todo al proyecto en sí. Una multiplicidad de registros que no solo se cita a lo largo de todo el álbum, sino que, lo más importante y reseñable, muchas veces llegan a compartir domicilio en un mismo tema. Podríamos caer en la tentación de asignar, porque tanto su trayectoria grupal como en su tarea de malabarista en los estudios así lo certifica, a las tres composiciones firmada por el miembro de Los Estanques esa condición innata de melódico embrujo, y si esas constantes son aplicables a una “Fuerza de león” que anuncia una pegadiza naturaleza pop por la que planea sutil un zumbido eléctrico, e incluso a una “Peli de terror” que, como fiel deudora de su “pavoroso” título, alterna “escenas” de envolvente sonido acústico con brotes de alto voltaje, en una alteración de emociones trabajada con tino por bandas latinas como Café Tacvba, sin embargo “Diamantes” agarra de la solapa a los más vertiginosos y entonados The Black Keys para confeccionar una arrebatadora obra maestra que desde su aparente sencillez encumbra a sus autores. Los mismos que se muestran extremadamente hábiles en "Número 3" para aplicar un calendario contemporáneo a esas clásicas tonadas que podrían pertenecer a Los Brincos de haber nacido en este tumultuoso siglo. Ése que parece anidar en una garganta de Juanma Pastor que no solo interpreta las canciones, sino que se convierte en actor de ellas, modulando sus cuerdas hasta el punto de demostrarnos que no canta sus composiciones, sino que las vive.
Para quien, tras el primer tramo transcurrido del disco, ose a pensar que estamos ante un disco pop, que en cierta manera lo es, carente de apellidos ni efectos secundarios, es que no conoce bien a la banda valenciana ni a su honorable afán por contravenir planes preconcebidos. Es en una segunda parte del trabajo, que encuentra su línea divisora en la aterciopelada “Una vez más”, un neosoul con el que opositan a representar un nuevo eslabón en esa línea temporal que va desde Prince a Frank Ocean pasando por D’Angelo o Curtis Harding, cuando su identidad vira hacia un contexto más abrupto e iconoclasta. Un paisaje donde reinan las guitarras enunciadas con la distorsión propia de Jack White, un sortilegio asumido también por bandas afines como The Kills, que se presentan sinuosas entre arabescos en “Ojos brillantes”, estallan bajo nueva conjugación del blues en “El día de los muertos” o empujan al tema homónimo, también de la película a la que sirve de banda sonora, a una dislocada épica. Será el insinuante funk, al que su actualización se hace llamar R&B, de "Regresión" quien anteceda al cierre con “Fiasco”, onírica y delicada pieza que sin embargo acoge a ese destructor realismo que en forma de tromba de agua borró las calles que conducían hasta el baile.
Si en un juego seductor nos empleásemos en desvestir y retirar las prendas y ornamentos que hay en este disco, que no son tampoco muchos ni ostentosos, su cuerpo desnudo sería el de un trabajo pop con el que cantar, bajo una aparente adorable ingenuidad, a esa incertidumbre romántica que nos zarandea de manera incontrolable, sumergiéndonos tan pronto en un pozo de lamentaciones como nos invita a ser eufóricos talladores de un corazón sobre nuestro árbol favorito. Johnny B. Zero lleva años demostrando que han aprendido, y sobre todo saben ejecutar con perfección, aquella máxima que sentencia que el medio es el mensaje. Tanto han afinado esa enseñanza que su nuevo -y probablemente mejor- disco, “Pequeños calvarios”, convierte la cotidianeidad en un universo caleidoscópico, un sobresaliente ejercicio de alquimia sonora que convierte en espacios fascinantes e inéditos aquellos caminos salpicados de rutina.
