The Bevis Frond: “Focus on Nature”


Por: Kepa Arbizu. 

A raíz del accidente de moto sufrido a mediados de los sesenta por Bob Dylan, surgió el enunciado de todo un relato mí(s)tico que pretendía tejer interpretaciones sobre su vida y obra a partir de aquel hecho. Quince años después, cuando Nick Saloman se vio también inmerso en un grave percance con su vehículo de dos ruedas, se convirtió en un mero hecho anecdótico que no despertó literatura alguna que descifrara la relevancia en su carrera, a pesar de que dicho altercado, que puso en duda su movilidad para poder tocar la guitarra, sirvió como -involuntario- acta fundacional de su, en un principio, solitario proyecto, The Bevis Frond. Una disparidad en la resonancia de ambos sucesos, sustancialmente iguales, que ni mucho menos responde a una proporcional distancia en cuanto a los talentos artísticos de sus protagonistas, sino a la caprichosa, y tantas veces injusta, dirección con que apuntan los focos de la fama, capaces de convertirse en la luminosa aspiración de Ícaro o de ejercer como tenues farolas ubicadas en alguno de esos barrios por los que nadie quiere transitar y que sin embargo, en este caso, contiene una extraordinaria banda sonora amasada entre el folk, las ensoñaciones psicodélicas, la maestría eléctrica setentera o el enturbiado nervio que dictó el nacimiento del indie-rock y herederos.

Bajo estas circunstancias, y hay que suponer también que debido a las restricciones que inevitablemente impone su estrenada condición de septuagenario de su factótum, la publicación del nuevo disco de la banda nace en paralelo al anuncio de una gira que hará las veces de ceremonia de despedida. Un adiós que probablemente cargue con el mismo sigilo, en materia de repercusión, que desgraciadamente ha distinguido a su carrera. Una noticia que por otra parte nos induce a descifrar su actual cancionero dotando de nuevos significados a la particular melancolía, o descreimiento, que se encarama a ese habitual verbo ácido que suelen destilar algunas de sus creaciones, y que en este caso no esconden su relato coral sobre el colapso, individual y global, en el que andamos sumergidos, a pesar de que nuestros modos de vida se esfuercen en emitir bajo frecuencias coloristas y de impostadas sonrisas que pretenden disuadirnos del estruendo.

Lo que para cualquier otro músico sería un dispendio inusual de canciones con las que conformar un álbum, quedándose en esta ocasión a una de a la veintena, en la biografía de Soloman, esculpida a base de un ritmo productivo y una dedicación estajanovista al arte de la creación, supone un simple afiche más en su caudalosa trayectoria. Torrencial masa inventiva a la que se ha entregado ya fuera desde sus primeros movimientos, bajo esta nomenclatura, convertido en un alquimista encerrado en su propia taller y grabando de forma autárquica sus ensimismaciones sonoras, como en la actualidad, cuando su proyecto ha mudado hacia una expresión grupal que asume, por supuesto, su absoluto liderazgo. 

Cualquier disco que discurre bajo una considerable extensión acepta como primer y esencial reto conseguir trazar un recorrido lo menos rígido posible, con la intención de no entorpecer o convertir su listado de temas en una prueba de esfuerzo insuperable para el oyente. Una aspiración que para ser superada por el británico cuenta con dos bazas realmente importantes: una buena cantidad de talento y un manejo versátil y efectivo de diversos géneros. Dos elementos que en su perfecta comunión hacen de este repertorio justo lo contrario de un engorroso catálogo de composiciones demandantes de concreción; un espíritu abreviado que ni anhela ni necesita este proyecto. Porque es precisamente ese derroche procreador lo que otorga a The Bevis Frond esa natural peculiaridad de estar fuera de cualquier coordenada regida por el mercado y sus (inexplicables) leyes, convirtiendo su idiosincrasia en toda una declaración de intenciones a la hora de entender como innegociable cualquier estorbo, en forma de fútil decoración, que enturbie el vínculo entre intérprete y oyente.

Hay en la música de este inglés un carácter vocacional, casi amateur y juvenil si se prefiere, que le sitúa como una representación orgánica y atemporal, lo que en paralelo le facilita desenvolverse anárquicamente por diversas épocas, logrando que temas como "Heat", en la que a base de tensionados riffs hace que supure la herida que asestamos diariamente al medio ambiente, se acomode entre el rock clásico y una escenificación noventera, ecuación asumida con derroche de solvencia por bandas como Pavement. Vigor eléctrico y nostalgia melódica, propiedades asociados a Lemonheads, que hacen de vehículo para arrojar a través de "A Mirror" el reflejo turbio donde en tantas ocasiones ángel y demonio comparten estancia. Un incremente en términos de distorsión que hace de "God’s Git", y su aguerrida aflicción grunge, una enmienda a la “divinidad” con que se envuelven ciertos seres humanos, mientras que el tumultuoso encuentro celebrado entre el garage y el punk en “Empty”, dulce hogar para, por ejemplo, The Stooges, se retuerce entre la agonía derivada del asedio de propósitos con que es ungido el individuo del siglo XXI, o “Hung on a Wire” se vale de una recitativa interpretación y juguetones rifss hardroqueros para recordar que la mezcla entre Jimi Hendrix y los más atinados The White Stripes puede engendrar un delicioso y rabioso vástago.

No hay mejor escenario sonoro para acompañar a esa necesidad por observar e interpretar las revelaciones que nos ofrece la naturaleza que el proporcionado por el intimismo herido de Neil Young en el tema homónimo, una huella que se extiende igualmente por varios momentos como "Vitruvian Man". Abatimiento con que entona un críptico -entre lo evangélico y apocalíptico- "Leb Off" por medio de ese lenguaje que encuentra vocablos tanto en el plano acústico como  eléctrico, compartiendo escuela anímica con Elliot Smith. Emociones de corte trágico que ponen en pie una caustica "Happy Wings", retrato de esa adicción a la comida rápida que lejos de ser esbozada como herramienta del progreso  se presenta como simbólico ejercicio del consumismo más apático. Si los insinuantes teclados que hacen flotar a "Here for the Other One" tienen su enclave de origen en los lisérgicos devaneos emitidos por la California de los setenta, la psicodelia casi mística, heredada legitimante por Love, diseña una explicita "I Can't Breathe" a la hora de auscultar la asfixia existencial.

Al igual que esa flor de rimbombante y salvaje nombre, diente de león, que ocupa la portada de este extraordinario disco es capaz de quedar desvestida con tan solo un soplo humano, con la misma fragilidad define este cancionero de Nick Saloman el ecosistema, interno y externo, que soporta nuestros pasos. El colapso, no como premonición futura ni lanzada cual anestesiante miedo atávico, sino como realidad para ser conjugada urgentemente en el presente, se desliza en un repertorio que asume todavía un mayor clamor apocalíptico al convertirse en la coda final de lo que ha sido una extensa e impoluta carrera firmada bajo el nombre de The Bevis Frond. Sabemos a ciencia cierta que su desaparición, artística, al igual que ha sucedió con su existencia, no congregará llantos populares ni será objeto de reuniones en la redacción de los medios de comunicación. Pero ese no fue nunca su propósito, o no por lo menos el prioritario, el suyo fue concederle todo el crédito y la honorabilidad a ese pequeño animal, a veces rabioso otras candoroso, que son las canciones. Pequeños trozos de vida que a partir de ahora se hospedarán en el único lugar donde nunca caducan, la memoria musical y humana del oyente, el verdadero destino para el que fueron creadas.