Steve Earle & The Dukes: "J.T."



Por: Kepa Arbizu 

Uno de los los instintos naturales de los que hace gala el ser humano, por lo general, es el de intentar postergar el mayor tiempo posible la llegada, por otra parte inevitable, de la muerte. Un contrincante al que se sabe sometido de antemano pero que no le impide luchar para demorar su llegada. Por eso, cuando ésta entra en escena de forma inesperada alcanza unos tintes todavía más trágicos de los que ya carga por sí misma. Eso sucedió precisamente el día 23 de agosto del 2020, cuando conocimos la noticia de la muerte de Justin Townes Earle a sus 38 años de edad. La publicación de su último disco solo diez meses antes del deceso, un excelente “The Saint of Lost Causes”, bañado de exquisito aroma blues, representaba el síntoma inequívoco de que a su carrera todavía le quedaban muchos, y buenos, capítulos por escribir. Un recorrido que quedó truncado abruptamente por una de esas macabras piruetas que se empeña en practicar el destino y que en este caso se manifestó en una accidental sobredosis. Pese a los antecedentes conocidos a ese respecto, el suceso no dejó de sobrecoger y sorprender por igual a sus seguidores, y sobre todo a uno muy especial, su propia padre, el mítico músico Steve Earle.

Es de sobra conocida, porque así lo ha expresado tanto verbalmente como en varias de sus grabaciones el desaparecido autor, la difícil relación que históricamente ha existido entre él y su progenitor. Con una infancia marcada por la ausente figura paterna, que priorizó ejercer de corredor por el alambre de la vida pendenciera antes que ocuparse de sus tareas familiares, la lógica sensación de orfandad siempre ha quedado significada en su perfil creativo a través de un perenne tono melancólico y solitario. Unos erráticos lazos afectivos que pese a todo en los últimos años habían dado muestras de mayor entendimiento, proceso que por desgracia también quedó definitivamente aplazado en aquel maldito verano. 

La manera que el veterano songwriter ha encontrado para afrontar la repentina tragedia y articular un despedida ha sido la realización de un disco especial. Titulado “T.J.”, en clara alusión a las iniciales de Justin Townes, se trata de once canciones donde una sola de ellas pertenece a su puño y letra, siendo todas los restantes adaptaciones de temas extraídos de la carrera de su hijo. Una acertada decisión la de enfocar ese acercamiento bajo su propio lenguaje musical. Lo contrario carecería de sentido, tanto en un plano estrictamente artístico, ya que pese a manejar un legado común sus cualidades son casi antagónicas, e incluso analizado desde un punto de vista afectivo, porque si de algo se alimenta este álbum es de la pulsión surgida desde lo más íntimo para expresar por medio de sus propias palabras el reconocimiento y cariño hacia su creación, espejo en definitiva de su propia alma.

Para desarrollar tal misión, y llevarla a cabo de la manera más convincente, nada mejor que rodearse de su habitual banda de acompañamiento, The Dukes. Junto a ellos resulta más fácil, y alcanza mejores cotas, la traslación de la idiosincrasia de las canciones originales a ese sonido americano más tradicional y curtido que Steve Earle enarbola, como queda plasmado perfectamente en los temas “I Don’t Care”, que se mueve entre el hillbilly más vivaz con sus fulgurantes fraseos, no exentos a pesar de su paso ágil de un manto de nostalgia, o en “They Killed John Henry”, con vocación de fábula épica. Siguiendo esa misma estela uno de los temas estrellas del cancionero del autor estadounidense, “Harlem River Blues”, se envuelve aquí en un folk-country apuntalado sobre rotundas bases y espíritu, el mismo nervio que se desliza hasta el honky tonk de “Ain’t Glad I’m Leaving”, que despunta con su rasgado lamento. Unas sonoridades, ligadas a un tipo de iconografía, a las que no se les puede negar encajar a la perfección con unos textos repletos de desafección y soledad.

Si a los temas mencionados se les podría considerar como representaciones arquetípicas del género, y por extensión encargadas de sembrar el terreno sobre el que germine el álbum, será a partir de esa simiente de la que vayan aflorando diferentes ramificaciones, por mucho que siempre mantengan un hilo de unión con el imaginario clásico, como el que desfila por una “Turn Out My Lights” que sin embargo se zambulle ya sin restricciones en una interpretación mucho más intimista y reflexiva, capacidad de la que para nada se alejará, al contrario la extenderá más, un estremecedor y rudo soul, “Far Away In Another Town”, con el que de nuevo demostrará ejemplarmente ese anhelo existencial latente en la obra original. Recurrir al uso de la electricidad traerá réditos que por un lado apuntarán hacia un rock melódico y de apreciación romántica (“Maria”) como se encresparán para construir un paisaje minimalista y crepuscular donde recitar con desdeñoso crudeza “The Saint of Lost Causes”, sombríos espectros que no necesitarán de voltaje alguno en “Lone Pine Hill” para descender hasta pantanosos registros.

Una decena de canciones que quedarán coronadas por “Last Words”, única pieza inédita y que musica de forma desnuda y con quebrado susurro la última conversación (telefónica) que ambos mantuvieron, versos que delatan un todavía endeble y temeroso pero sincero amor y que conociendo el desenlace fatal adquieren una inconmensurable carga emocional. Sabiendo todos estos detalles resulta difícil evaluar desde un punto estrictamente artístico un trabajo de estas características, y no porque adolezca de cualidades, que las tiene sobradas, sino porque su verdadera relevancia va mucho más allá de una calificación o una opinión sobre su encaje en el resto de una discografía. Estamos, en realidad, frente a una carta mandada por un padre a su hijo desaparecido con la intención de ensalzar y honrar su legado, pero sobre todo de enviarle un gesto real de cariño, ese que en otros tiempos quizás llegó tarde, o nunca lo hizo, y que ahora quedará inmortalizado en la eternidad.