The Smile: "Wall of Eyes"


Por: J.J. Caballero.

Si aún queda alguien que eche de menos a Radiohead, supongo que ya sabrá que han pasado casi ocho años desde que publicaran “A moon shaped pool”, hasta el momento la última entrega de la mítica banda de Oxford. Y si también hay algún alma en pena que sigue poniendo velas a la deidad que proceda para propiciar su regreso al estudio, tal vez debería prestar atención completa, si es que no lo ha hecho ya, a los dos discos que Jonny Greenwood y Thom Yorke han grabado bajo el paraguas de The Smile, la reformulación de algunas de las propuestas originales abordada en la lujosa compañía de Tom Skinner, miembro de los marginales y exquisitos Son of Kemet. En el proyecto -¿paralelo o definitivo?- caben las mismas disquisiciones que desde “Kid A” o “In rainbows” situaron a estos músicos en el difuso filo del rock experimental, aunque nadie podría asegurar dónde están los verdaderos límites de una creatividad que en este “Wall of eyes” rebosa y brilla con una presencia abrumadora.

Encontramos canciones que rodean los pasajes acústicos y se sumergen en aguas sintéticas, algo más melódicas que las inmediatamente precedentes y con un calado más sólido, llenas de poso emocional y frágiles sólo en apariencia. Con la voz de Yorke en el punto habitual de cocción, las cuerdas acolchadas de ese canto a la hipocresía coral que es “Friend of a friend” o el piano celestial de “You know me” marcan el destino final de este recorrido por el lado más salvaje, si conviene la expresión refiriéndose a quien se refiere, de una banda que nació como divertimento y se encamina a la grandeza. 

El ilustre Sam Petts-Davies, que ya fue compinche de la voz cantante en la banda sonora de “Suspiria”, toma el mando de la producción en sustitución de Nigel Godrich, nombre de referencia y cabecera de un sonido ciertamente único. Sus jugueteos con la electrónica y los ambientes sólo ayudan a una conjunción perfecta de sonidos, como el krautrock de “Under our pillows”, motorizado por las guitarras robóticas y cambiantes de Greenwood, o el tormentoso aire de nana de “Read the room”, aliviando lo siniestro del ambiente con un vaivén rítmico absolutamente magistral. Al clima progresivo, entre el aire y el fuego, lo real y lo irreal, lo humano y lo digital, también contribuye paradójicamente la versatilidad de la London Contemporary Orchestra, que se encarga de la base de varios temas y a la que se cede especial protagonismo en la mezcla final. No es un signo de pomposidad como podría parecer, sino un síntoma de convivencia pacífica entre el colchón orquestal y las guitarras furibundas, patente en maravillas de orfebrería pop como “Bending hectic” o la exhibición armónica de “Teleharmonic”, con la flauta como hilo conductor. 

Asumir riesgos para ganar batallas, de eso parece ir el guión establecido en un disco de contrastes en el que el rock cósmico se mezcla con una suerte de electro psicodelia y el ambient copula con el post punk sin perjuicio del resultado. Hasta en la más dura “I quit”, donde llevan al límite su capacidad de experimentación, se puede adivinar la intención primordial de “Wall of eyes”: Dejar al oyente en los huesos sin que la piel transpire demasiado.

Impresiona la manera en que en un mismo disco puedes seguir la huella de The Beatles, Can, King Crimson o Flying Lotus, a veces al mismo tiempo y sumándose a la orgía sonora que supone la escucha continuada de un álbum que puede marcar un antes y un después respecto a la hipotética resurrección de la-banda-que-todo-el-mundo-reivindica. Con este presente tan sólido, quién querría mirarse en la evanescencia del pasado.