Pelo Mono + The Flying Cumbias: Una noche en la selva


Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 20 de noviembre del 2021

Texto y fotografías: J.J. Caballero

Cuando asistes a un concierto sin ninguna expectativa respecto a cómo debe sonar una banda que ves y escuchas por primera vez, lo mejor es desatascarse bien las orejas –algo que uno está acostumbrado a hacer, física y figuradamente- y dejarse llevar. Así, sin clasificaciones previas ni prejuicios sonoros que afecten a géneros, procedencia o incluso ambiente. La sala Ambigú, en una noche que amenazaba diluvio y se quedó, nunca mejor dicho, en agua de borrajas, presenció el esperado debut de una de las bandas locales que más ha promovido el boca a boca en los últimos meses. Sin grabación oficial ni apenas altavoces en la escena alternativa local, no sabemos si los propios músicos esperaban recoger un fruto tan abundante para una simiente tan poco esparcida. La sorpresa fue mayúscula; el sonido, abrumador; la esperanza, infinita. Con un material mínimo, recreando temas del cancionero popular latinoamericano y centrándose fundamentalmente en las décadas de los sesenta y setenta, su propuesta “satánico-amazónica”, según la propia auto descripción de The Flying Cumbias, se plasmó en una hora escasa de concierto abriendo con su tema más expansivo, “El diablo llegó”, ya con las guitarras afinadas en modo tropical y las percusiones a punto para arropar el resto de la presentación. Le cantan y tocan a un “Guapo” subido a un escenario (difícil, con esas pintas, dilucidar si se atribuyen dicho calificativo), a su inspiración básica que no es otra que el propio “Satanás”, aunque disuelto en los placeres del caribe terrenal, a una tal “Patricia” que los (y nos) obliga a bailar a su vera, y a acomodar en punteos de guitarra los teclados originales de “Ya se ha muerto mi abuelo”, un tema tradicional popularizado hace medio siglo por los peruanos Juaneco y su Combo. Un despliegue de talento, conocimiento y confianza en las posibilidades de una propuesta fresca, aún en pañales pero con todos los trazos de persistir en el intento. Lo dicho, una forma inmejorable de calentar motores y cuerpos para el desenfreno casi lisérgico que se cerniría sobre el escenario minutos después. Este ya algo más previsible, pero igual de intenso.

Hacía apenas dos semanas que el hombre de la máscara de luchador mejicano visitara este mismo emplazamiento para dar buena cuenta de que su banda madre, Guadalupe Plata, aún sigue siendo avanzadilla en eso de devolverle al blues el camino que le corresponde, el de la música verdaderamente popular. Lo que hace con el enmascarado de gorila Antonio Pelomono, otro buscador de tesoros arcaicos como miembro de El Osombroso y Sonriente Folk de las Badlands, es otra cosa. Con puntos de conexión evidentes, pero con la diferencia que marca el divertimento, la autocomplacencia y el saber que te mueves en un terreno aún más pantanoso que el que habitualmente transitas. Y esta vez no hablamos de la música en sí, sino de la capacidad de asimilación de sonidos procedentes del surf, del folk de diversas partes del mundo, de la psicodelia californiana o de cualquier otra atmósfera brumosa y propensa al desfase instrumental. La distorsión dada por el stylophone de Pedro de Dios, las guitarras dobladas y la batería low cost pergeñada con botes de pintura, cubetas de basura y otros complementos a la base, contribuyen a que el ambiente sea a cada momento más oscuro, más enroscado en sí mismo y apenas aliñado por gruñidos guturales y bufidos de flauta nunca mejor insertados en un discurso menos lineal de lo que parece a simple escucha.

Pelo Mono tienen un disco más o menos reciente, “Gibraltar”, grabado en un respiro de la pandemia hace un año (¿alguien sabe cuántos alivios temporales nos quedan?), y no son precisamente los sonidos fronterizos que se le suponen a tan geográfico título los que abundan en un recorrido frenético, sin pausa ni prisa, en el que se detienen sin solución de continuidad en acortar límites sonoros tocando “Blues 79”, “Gnosiene”, “Tarántula”, “Mono rabioso” y “Malagueña”, campando a sus anchas por paisajes peligrosos al límite de la resistencia tras las máscaras. Admirable paradoja, ahora que transitoriamente las mascarillas pueden permanecer en los bolsillos y bolsos en aras del disfrute perdido durante meses. El verdadero “Sonido amazónico” llegó después, disfrazado de distorsión, y el traslado temporal a otras latitudes como “Transilvania country” acompañado de los correspondientes exabruptos (“Waaargh”) culmina en un homenaje a su arcángel “Big Bill Broonzy”, un “Bala perdida” de los que les gustaba frecuentar cuando decidieron unirse en esta aventura que se inició bajo el paraguas de la espontaneidad y la falta de pretensiones y se ha convertido con el tiempo y los kilómetros en el chute complementario para que sus respectivas maquinarias sigan engrasadas y hasta arriba de fuel. Así seguirá siendo, porque el motor no tiene visos de detenerse por el momento. En cambio, todo apunta a que los nubarrones que se otean en el horizonte en forma de nuevas dificultades solo servirán de mecha para que en la selva musical que habitan ciertas almas en constante lucha contra los elementos se encienda una nueva llama. Lo único seguro es que nos encenderá a todos. Otra vez.