Por: J.J. Caballero.
Los basamentos del rock independiente patrio se remontan a la endiosada década de los noventa. Y digo endiosada porque de aquella cosecha recogimos frutos de variada jugosidad, algunos injustamente podridos antes de tiempo y otros afortunadamente lozanos a través de las subsiguientes épocas de vacas cada vez más flacas. En el hueso de toda aquella pequeña revolución se instaló sin fecha de caducidad un sonido que recogía la esencia de las diversas bandas que la inspiraron y la dotaron de personalidad y sonido propios.
En Albacete surgió un músico llamado Fernando Alfaro cuya tendencia al exceso sonoro y personal articuló Surfin’ Bichos, una entente creativa sin parangón por los siglos de los siglos. De ahí surgieron con el paso del tiempo y la divergencia de sendas otras asociaciones artísticas no tan relevantes pero igualmente memorables: Chucho, Burrito Panza, Mercromina, Travolta… El talento de Joaquín Pascual como secundario estelar tuvo y tiene mucho que decir al respecto, mientras que el resto de actores implicados en el reparto se distribuyen méritos y aportaciones varias e imprescindibles. Juan Carlos Rodríguez y Javier Hernández, los socios más aventajados, tienen gran parte de culpa de la grandeza.
En esta intrahistoria que es “Prehistoria, demos y demonios” hay mucha historia que contar. Resumir la de una banda esencial en apenas unas cuantas muestras primerizas de su legado es mucho más fácil de escuchar que de escribir. Queda constatado cuando revisas demos como las de “Perruzo”, “Cerca del animal” y “Magic” –su éxito más palpable, aquí en una escuálida toma con apenas un secuenciador como acompañante a la voz de Alfaro-, más próximas al tuétano y el fluido vital de un sonido arrastrado y expandido en posteriores producciones. Pero también cuando vuelves a piezas incendiarias del corte de “Piedras de Palestina”, título encomiablemente clarividente, hasta ahora sólo incluida en un recopilatorio de la revista Rockdelux, o “Tres filas de dientes”, algo así como la cara B del CD “Sal” publicado en 1997.
Esmeraldas sin pulir que se complementan con la falsa dulzura de la versión de Family “En el rascacielos”, el sucio temporal de “Huracanes con nombre”, como si Johnny Thunders hubiera invadido por sorpresa la mesa de mezclas, las ráfagas de punk furioso encajadas en “El bala”, la infección provocada por el blues de la fantástica “Jaime y el malestar de sus células” y la rabiosa deconstrucción emocional de “Cabeza de lobo, piel de serpiente”.
Un recorrido no tan aleatorio (las sesiones de grabación pertenecen al período inmediatamente anterior o coetáneo al primer EP de la banda) que acaba remezclando una “Sin piel” a la que no le hacía ninguna falta el traje big beat que le diseña Nathan McCree. La nota discordante –o no- que pone el punto final a una zambullida arqueológica tan interesante como apabullante, con las catacumbas del sonido Chucho en su punto justo de restauración. Un regalo inesperado y digno de agradecimiento.