Conde: “Ser sin sitio”

Por: Kepa Arbizu 

A pesar de los innumerables espacios de encuentro que a priori existen entre la música (también popular) y la poesía, nunca ha sido la suya una relación puesta en práctica con la copiosidad que se podría esperar. Una falta de entendimiento posiblemente alimentada desde ambas orillas, ya sea por el desaforado énfasis juvenil de la cultura pop (rock) o por el escaso interés de las musas en los decibelios. A pesar de esas -artificiales- trabas, hay intérpretes que nunca han renunciado, de una manera u otra, al ingrediente lírico en sus composiciones. Tal es el caso de Francisco Conde, veterano de la escena andaluza que, tras su paso por diversos proyectos grupales (Santos de Goma, Los Mosquitos...), ha hecho de su noble apellido emblema de una carrera en solitario que llega ahora a su tercer capítulo. Precedido por "Reverbville" y "El deshielo", "Ser sin sitio" es un álbum que ya desde su título, tomado de la obra del poeta Álvaro García, adelanta un contenido basado en los textos provenientes del libro del reconocido escritor.

Nunca es una empresa cómoda para un creador trabajar sobre ideas ajenas, salvo, como es el caso, que se trate de una decisión acordada conjuntamente y, sobre todo, se sepa enfocar de tal manera que se consiga respetar la idiosincrasia del germen original como ofrecer un resultado perfectamente imbricado en el universo propio. Una pirueta que este disco alcanza a ejecutar con precisión y brillantez gracias a su capacidad para, dotando de una destacada especificidad a cada uno de los elementos presentes, conjurarlos con vistas a un fin común de impactante identidad. Así, el componente lírico que inunda el conjunto, la no menos llamativa manera de interpretar de Conde, dirigiendo su eterna querencia de crooner hacia un tono más delicado y a la vez profundo, y por supuesto el profuso y magistral manejo de la ornamentación sonora, pese a su misión integradora,  nunca quedarán desdibujados y/o diluidos por ella.

Sería fácil calificar el contenido musical de este álbum como un pop orquestado. Una definición que no mentiría -y que propiciaría mentar a propuestas que abarcan desde Scott Walker a las producciones de Van Dyke o Parks pasando por contemporáneos como The Divine Comedy- pero que al mismo tiempo ocultaría ciertas singularidades que a la larga resultan esenciales en la configuración. Porque hay una particularidad en el riquísimo, y siempre acústico, aporte instrumental escogido, y es que éste no se presenta únicamente como aporte decorativo o complementario, sino que se manifiesta bajo una entidad singular, presentándose casi como piezas de música barroca extraídas directamente de los grandes salones propiedad de algún déspota Rey para ser integradas en una composición pop. Bajo esas premisas, que conceptualmente nos acercan a ciertos episodios llevados a cabo por el añorado Rafael Berrio, se presenta la inaugural “Tiempo”, impulsada por una vibrante sección de cuerdas que desembocará, paradójicamente, en un dibujo mucho más melódico y dulce, no alejado incluso de la calidez característica de bandas como La Buena Vida. Sin riesgo a parecer pretenciosos de un "minuet" contemporáneo podríamos tildar a “Sueño” y su recitado “lewiscarrolliano”, siendo, en el otro extremo, “Altura” la representación más desnuda y por momentos majestuosa.

Siempre teniendo en cuenta sus -bienvenidas- particularidades, este es un álbum que no deja de estar enclavado en la tradición norteamericana, lo que se trasluce, aceptando la laxitud de dicho término, en la existencia de una base predominantemente folk latente en buena parte de su esqueleto. Un sustrato al que nunca le faltará su aditamento en forma de aderezos orquestales, ingrediente que a la larga determinará con sus detalles el devenir del tono alcanzado por cada canción. Una variabilidad que traerá consigo la lógica apertura de registros y la ampliación también de esa inevitable lista de nombres con la que se pretende servir de brújula referencial, y que en este caso se podría extender desde Diego Vasallo a Julio de la Rosa pasando por Luis Auserón. Un recorrido que se irá plagando paulatinamente de matices y acentos hasta crear un paisaje en el que poder hacer escala tanto en la reflexiva ensoñación de “Nuestro amor” como dejarse cautivar por una sensualidad no exenta de épica (“Dientes”). No faltarán espacios perfilados por una enigmática tensión (“El acero”), agitados con la crudeza de un Nick Cave pasado por el tamiz de Santi Campos (“El espejo”), embebidos del sugerente aroma a jazz-blues (“En tu viaje”) o coronados por la romántica placidez que marca el punto y final de “Muerte”.

El primer mérito atribuible a Conde en este disco es haber sabido recopilar una serie de elementos de alta calidad, desde la base literaria de Álvaro García hasta la composición de un equipo de trabajo de excelso nivel instrumental. Pero también sabemos que se necesita algo más que unas cartas ganadoras para hacerse con el triunfo, y es en esa nada fácil tarea de canalizar todas esas -a veces contradictorias- piezas en pro de una obra particular y sorprendente, donde recae su mayor mérito. Por medio de sus canciones ha sido capaz de condensar, y transformar en propio, todo un poso poético que planteaba alcanzar, y posiblemente superar, lo trascendente (el tiempo, la vida, la muerte...) a través de la experiencia cotidiana y terrenal, haciendo de “Ser sin sitio” el fascinante y original envoltorio donde música y escritura se convierten en esa fuerza, ajena a fronteras, donde se sublima la experiencia humana.