Sala La Riviera, Madrid. Viernes, 21 de junio del 2025.
Texto: Guillermo García Domingo.
Fotografías: Marián Bujanda Bravo.
Después del concierto, mientras el público abandonaba la Riviera, numerosos relámpagos iluminaron la noche en el oeste de Madrid y se reflejaron en los ojos, brillantes de emoción, de los asistentes. Más de uno nos preguntamos si no tenían que ver con lo que había acontecido en el interior del recinto, con la energía eléctrica y emocional que se desbordó al final del recital y las puertas no pudieron contener. Una dama del rock, herida físicamente, en su camiseta negra había una daga estampada que le atravesaba el pecho, había incendiado el cielo de la sala madrileña. Creíamos que habíamos acudido a prestarle nuestro apoyo, cuando en realidad, fue ella quien vino a rescatarnos. Lo último que dijo antes de despedirse fue: “Don´t give up!”.
Los devotos de Lucinda que atestaban la sala en los momentos previos contenían la respiración. Y eso que los Reckless Kelly habían calentado el ambiente y nos habían trasladado al sitio correcto desde el cual esperar la llegada de la artista de Louisiana. A simple vista parecían un grupo despistado de leñadores de los Apalaches, perdidos en una ciudad europea, hasta que abordaron las primeras notas y sacaron de dudas al respetable. Teníamos delante unos músicos extraordinarios, a los que solamente les faltaba el sello caprichoso de la fama internacional, al igual que esos grupos nocturnos que se adueñaron de la pantalla en “Treme”, la serie de David Simon sobre la resistencia cívica y musical de New Orleans. Nos pusieron a tono, bien predispuestos a recibir a la heroína norteamericana que en los últimos años se ha visto obligada a enfrentarse a varias adversidades, y que inició su concierto a las nueve y media, justo en el lugar en el que ellos lo dejaron, en las entrañas musicales de su país, interpretando “Can't Let Go”.
El primer tema fue decisivo a la hora de disipar dudas. Lucinda, que necesitó ayuda para llegar a la parte frontal del escenario, fue la última en aparecer. Antes lo hizo un trío de colegas al lado de los cuales nada malo puede pasar. El guitarrista Doug Pettibone tal vez sea el que mejor conoce los secretos de las canciones de la Williams. El también californiano Marc Ford, que fue componente de los Black Crowes, impartió desde la tarima de su lead guitar una lección imposible de olvidar. Sus pasajes solistas fueron majestuosos. El tercer miembro del círculo de amigos de Lucinda es David Sutton, que ejerció de director musical del show. La influencia de su bajo fue determinante, y todas las miradas de los miembros de la banda, por alguna razón, convergían en él. No podemos hacerlo sin “la ayuda de los amigos”, sostienen los Beatles en la canción homónima que Lucinda ha versionado recientemente. Aunque la que Lucinda nos ofreció del grupo de Liverpool, fue “While My Guitar Gently Weep”, para mayor Gloria de George Harrison…y Marc Ford.
Pese a la inestimable contribución de los músicos que la acompañaban, el concierto se habría frustrado si no se hubiese manifestado el espíritu invencible de Lucinda, encerrado en un cuerpo aquejado por una severa parálisis. En la noche de ayer nos vimos obligados a replantearnos la antiquísima doctrina pitagórica que disocia el cuerpo del alma. Agarrada al micrófono, su voz, expresión de su alma, se abrió paso a través de un cuerpo irremisiblemente afectado por el maldito ictus que puso en jaque a su cerebro hace unos años. Era la voz de siempre, única, desde la primera canción hasta la última.
Ahora está bien arropada por hombres justos que honran el arte que ella atesora, pero no siempre ha sido así. A lo largo de la trilogía dolorosa formada por “Car Wheels on a Gravel Road”, “Essence” y “World Without Tears”, evocó de forma siempre compasiva las difíciles relaciones que ha mantenido a lo largo de los años con hombres atormentados, violentos, poseídos, en definitiva, por sus adicciones. Estas canciones, cuando llegaron a oídos de su padre, el poeta y profesor Miller Williams, le obligaron a proclamar que su hija se había convertido, por fin, en una verdadera poeta. Casi en la cincuentena, Lucinda había conseguido hacer realidad el sueño adolescente de convertirse en una “artista literaria del rock”. Para el concierto escogió cuatro de sus más hermosas creaciones: “Car Wheels on a Gravel Road”, “Drunken Angel”, “Lake Charles”, “Fruits of My Labor”. Qué sorpresa descubrir que la cantante guardaba en su garganta todavía un tono más alto que salió a relucir en “Drunken Angel”, la canción dedicada a Blaze Foley, el cantautor trágicamente desaparecido. “Lake Charles” y la terrible historia que rememora le ofrecieron la ocasión a Doug Petibone para sentarse frente a la “pedal steel guitar”. Es imposible no dejarse seducir por su misterioso sonido. Quiso el azar que una luz rojiza iluminara la parte final y puntiaguda del puñal que descendía por la camiseta de la cantante. Lucinda estaba sangrando por la herida, como si se tratase de una virgen milagrosa. “Fruits of My Labor” representa la canción mecedora en la que uno se sentaría y que los años, no importa cuántos, discurran por delante. Probé a cerrar los ojos, y cuando los abrí me sentí mareado, ¡había viajado muy lejos!
Lo que le convenía al concierto después de este particular “viacrucis” musical, era sacar el nervio, y si antes la banda de Williams había pactado con Dios, llegó el momento de pactar con el diablo del blues. El periplo comenzó con “Are You Down”, durante la cual se produjo un tremendo duelo a muerte entre el bajista y el guitarrista principal, en el que todos resultamos muertos, siguió con “You Can't Rule Me”, cuya letra habla por sí sola, y “Out of Touch”, que dio comienzo con un latigazo del baterista Brady Blade, que dejó noqueado al público. Al frente de todos estos escarceos diabólicos estaba la Williams, agarrada con las dos manos al micrófono.
Antes de atreverse con los Beatles, como antes lo había hecho con los Rolling Stones, Tom Petty o Bob Dylan, la cantante afincada en Nashville publicó un disco magnífico, “Stories from a Rock n Roll Heart” (2023), del que interpretó varias canciones en su gira española. Las letras y la cadencia de “Stolen Moments” y “Where the Song Will Find Me” asumen la nueva situación existencial de Lucinda, aunque ésta jamás esté dispuesta a firmar la claudicación mientras pueda subirse a un escenario como hizo en Madrid. Una de ellas fue “Rock n Roll Heart”, en cuya grabación participó su compañero “renegado”, Bruce Springsteen, que a la misma hora, estaba ofreciendo un concierto eminentemente político en San Sebastián. Hacia el final del concierto comprendimos que ella pretendía hacer lo mismo, habida cuenta de la situación desesperada de la democracia estadounidense, presidida por Donaldo, el emperador, que había dirigido sus siniestros aviones hacia tierras lejanas esa misma noche. ¿De qué otra manera se puede interpretar la elección de “So Much Trouble in the World” de Bob Marley, “Joy”, y “Rockin' in the Free World” de Neil Young antes de despedirse? En esta última, alentada por el fervor del público, Lucinda levantó su brazo y cerró su puño, realizando un gesto simbólico que revelaba que en el “viejo horno” de Lucinda todavía arde la llama de la libertad, y de paso ahuyentaba cualquier rastro de paternalismo que pudiera quedar entre los seguidores de la cantante. “No os rindáis” fueron sus palabras de despedida. Podéis estar seguros de que no será su testamento.