Cazorla Blues Festival 2025: Leyenda y nobleza


Blues Cazorla, Jaén. Viernes y sábado, 4 y 5 de julio del 2025. 

Texto: J.J. Caballero. 
Fotografía: Blues Cazorla Festival. 

Volver a lugares donde has sido feliz no es como regresar a la escena del crimen, algo que dicen no sucede jamás. Como se decía en un viejo tango o en alguna canción del maestro Sabina, no se debiera intentar repetir lo que una vez funcionó a las mil maravillas ante el riesgo de que ni los colores, ni las personas, ni la música (motor y centro de tantos momentos de felicidad) nos resulten igual de brillantes ni cercanas ni arraigadas en la memoria. Como equivocarse y rectificar es de sabios y la naturaleza humana, si de algo sabe, es de errores, hay ciertos entornos que hacen obligatoria la imperiosa necesidad de reencuentro. 

Independientemente del balance final, Cazorla es uno de esos nombres repetidos en la agenda de cada año al caer de julio, cuando la canícula empieza a hacer mella en el espíritu vacacional y los días se acortan imperceptiblemente hasta que los amaneceres se unen con mediodías llenos de pistolas de agua y fuentes reparadoras. Sí, cuando descubres que merece la pena pasar por alto el hecho de que en un festival dedicado a la música más negra entre las negras no se disfruta igual cuando la temperatura supera los cuarenta grados y en un auditorio al aire libre es imposible aclimatar cuerpo y mente, o cuando sabes que en una plaza abarrotada de gente cuyo propósito no es precisamente el de descubrir y disfrutar de las bandas que tocan enfrente de ellos, sino más bien el de pasar un largo fin de semana de piscina, sierra y líquidos amables. La costra suele tapar la verdadera herida, y en este caso había poco que curar. 

Al caer la noche, cuando las respectivas anatomías balancean su cansancio y los grandes nombres, alguno incluso legendario, salen a escena, se precisa el abono de una tierra tan fértil para germinar en músicas atávicas, que nada inventan y a todos abruman a poco que se pare el oído y se encoja el corazón. Ahí, en dos jornadas nocturnas repletas de hallazgos –a la primera no llegamos con tiempo ni ánimo de disfrutarla-, se dibuja el perfil de un evento menor respecto a gloriosas ediciones anteriores, pero dispuesto a ofrecer la mejor cosecha del tiempo que le ha tocado vivir. 

VIERNES 4 DE JULIO 

El pesar por no haber visto las evoluciones escénicas, y básicamente disfrutado del bagaje musical de la gran Nikki Hill, sin duda el plato fuerte del cartel de la noche anterior, no impidió que llegáramos justo a tiempo de asistir a la liturgia rítmica de Robbin Kapsalis, una de las reinas del blues de Chicago y volcán escénico capaz de darle al soul una mano de pintura vieja y hermanarlo con la corriente más suave del Mississippi. Acostumbrada al público hispano –el año pasado fue una de las triunfadoras del festival de blues de Béjar-, su maestría vocal viene de la inspiración en personalidades igual de abrasadoras como las de Sharon Jones o Koko Taylor o, lo que es lo mismo, domina la tradición y la evolución a su antojo. 

En esta ocasión compartía cartel con Giles Robson, otro artista que conjuga pasado y presente en cada fraseo de su legendaria armónica. Si revisamos créditos de algunos discos de Mumford & Sons, Simply Red o Skunk Anansie encontraremos sus arreglos al servicio, como se puede comprobar, de gente variopinta y adscrita circunstancialmente a su virtuosismo. Al amparo de semejante dueto casi nada podría salir mal, aunque el grueso de la expedición anduviera aún algo perdido a la espera de la presencia de la otra gran dama de la jornada: La enorme, en todos los sentidos, Diunna Greenleaf.

De Chicago a Houston, en un viaje por territorio norteamericano patrocinado por la organización del festival. Parece mentira que esta mujer, iniciada en el góspel y corista del inmenso Pinetop Perkins, empezara a grabar hace menos de veinte años, aunque tal vez su labor como presidenta de la Houston Blues Society la tuvo a otros menesteres durante un tiempo. Su imponente presencia, sentada o en pie presta a arengar en pro de los derechos humanos y sociales, se desgrana en una garganta potentísima y versiones propias y ajenas. “Never trust a man”, “If it wasn’t for the blues” y otros estándares pasan por sus cuerdas vocales y la banda se rinde a sus pies con cada inflexión. Guitarra, órgano, piano, saxo, bajo y batería y ella, sin necesidad de más adornos porque ya tienen bastante, y media plaza jaleando la personalidad de otro de los nombres que lidiaba en plaza conocida. Veteranía y raíz, las claves de cualquier éxito. 

Al siguiente invitado tampoco le vendrían mal ambos sustantivos, porque pese a sus escasos veintisiete años ya es una de las figuras del blues rock más ortodoxo. Cuando ves y escuchas una trompeta y un saxo sabes que algo bueno va a acontecer. Respaldado por la potencia de una banda impecable, D.K. Harrell conquista por su simpatía y su movimiento de cadera mientras lanza riffs siderales desde las canciones de su disco de debut, el brillante “The right man” y piezas deslumbrantes como “Grown now” o “I just want to make love to you”, en las que llama al jazz y el rhythm & blues para que sirvan de colchón a su base. El resumen perfecto de su comparecencia podría escucharse en boca de algunos de los asistentes cuando afirmaban que si nadie lo sacaba de allí podría estar tocando hasta casi el amanecer. Tanto es así que el tiempo se quedó corto para que su oronda presencia lo inundara a conciencia. Uniendo bises prácticamente con el torbellino que lo sucedió en escena, significó el gran descubrimiento del festival, como ya lo fue para quienes en su Louisiana natal tuvieron el placer de asistir a su nacimiento como figura emergente del blues.

Concluir por todo lo alto una jornada en plena madrugada, cuando las idas y venidas del personal en busca de un lecho o un remanso de paz tras el exceso y el calor de las horas más tempranas era toda una responsabilidad. La programación la puso en manos de Alba ‘La Perra’ Blanco, linense de nacimiento y valenciana de adopción, y a ella le sirvió para elevarse a la categoría de primera figura de la música de raíz americana, fuera y dentro de nuestro país. No en vano acaba de tocar en festivales por media Europa y parte de Sudamérica, y sus poderes se enmarcan en una producción discográfica aún escasa para el inmenso talento que exhibe. Lo suyo no es exactamente blues, porque bascula entre el género y el rockabilly, aunque sitúa a Muddy Waters entre sus ídolos más cercanos y es capaz de seguirle el pulso a su amigo D.K. Harrell, al que invitó en los bises de su set para divertirse y sorprender a partes iguales. 

Su punto fuerte, aparte de lo estrictamente musical, está en su locuacidad al introducir la mayoría de temas. Cuenta cómo un “amigo” la sometió al más estricto ostracismo después de un acercamiento prometedor en “What’s wrong with you”, se muestra vehemente en el rompedor inicio con “Treat me (like a man should do)” e impertérrita en “So blue and so sad” y baja al ruedo con su saxofonista para entregarse en cuerpo y alma a la pasión de sus canciones. Su banda la entiende a la perfección y sus conciertos empiezan a ser todo un espectáculo en los que el country y el rhythm & blues se abrazan sin rubor para celebrar el advenimiento de una nueva diva. Sin duda, el colofón perfecto para un viernes de expectativas no tan altas.

SÁBADO 5 DE JULIO 

No había consenso absoluto sobre quién o quiénes compartirían el dudoso título de cabeza de cartel en esta edición. El debate seguía abierto a pocas horas de la apertura de puertas y los favoritos en las apuestas se alternaban entre los nombres de Bobby Rush y North Mississippi Allstars. Claro que, visto el currículum de ambos, la duda casi ofendía. Hablamos de una leyenda viva y de una realidad palmaria con visos de trascendencia. Si a estas alturas eso de ganar un Grammy es símbolo de prestigio, este señor ha ganado tres, y ha tocado con bandas de funk, girado con otros mitos como The Blind Boys Of Alabama y cumplido 91 años en mitad de un escenario. El Blues Hall Of Fame exhibe la placa con su nombre en lugar destacado, y a sus innumerables discos acuden muchos que quieren saber dónde radica el secreto de la longevidad. 

Todavía se las apaña para dar un concierto acústico, únicamente acompañado por su voz y su guitarra, más ajada la primera y mejor afinada la segunda, que no llega a la hora de duración y que provoca más de una ceja arqueada entre el grueso de rezagados que no miran el horario desde la hora del almuerzo. Este superviviente de la pandemia y de las imposiciones artísticas y discográficas se aferra a las seis cuerdas y a la armónica que luego compartiría con los hermanos Dickinson para recordarnos quién es y por qué sigue aquí. “I’ll do anything for you” y “You’re gonna need a man like me” son rotundas declaraciones de principios, o de amor si se prefiere, que al final es lo mismo. Un icono que se divierte en escena y apadrina a todos los que vendrán después. 

Dura pugna, pues, aunque con pronóstico claro, teniendo en cuenta que los North Mississippi Allstars son al blues actual lo que Led Zeppelin fueron al heavy o los Beatles a la psicodelia, y que cada uno lo interprete como quiera. Cody y Luther forman la hermandad más diabólica de la escena actual. El primero a la batería y exhibiéndose con el washboard, una tabla de lavar que suena como un sintetizador moog capaz de hacerte reventar los oídos de gusto, y el segundo alternándose a la guitarra dando una clase magistral de matices y armonías ancestralmente modernas, si eso es posible. La presencia de Carwyn Ellis al bajo, una incorporación esencial por la profundidad de campo que aporta, redondea una formación ganadora en formato trío que en esta ocasión prescindió de teclados, percusiones y vientos para empezar como banda de apoyo de Bobby Rush y prolongar su actuación hasta el éxtasis provocado por sones añejos (“Shimmy, ship, up and Rolling”), revisiones inteligentes (“Preachin’ blues”), versiones amplificadas de clásicos (“Poor black Mattie”, original de R.L. Burnside) o canónicas aproximaciones al blues espacial (“Goin’ down south”) en un espectro de acordes y solos destinados a la más rendida admiración. Una banda asombrosa que pese a lo espeso de algún tramo de su set sigue dejando boquiabierto a todo aquel que se atreva a acercarse a su universo. 

Era el momento de derivar otra leyenda, esta más insertada en la historia del rock sureño que del blues propiamente dicho, en la voz y la guitarra de su descendiente más atrevido. Devon Allman Jr. se prodiga en la sabiduría historiográfica de su señor padre, el ilustrísimo Gregg Allman, es decir, controla los resortes básicos del instrumento y está avalado por una amplia trayectoria con su banda propia o como invitado en discos ajenos (Javier Vargas grabó un muy interesante disco en alianza con él), y en su encarnación actual se presenta vestido de blanco, como si de unos avezados pintores se tratase, alineado con un grupo de músicos agraciados con el don del virtuosismo y adolecidos de la falta de emoción. 


Más orientado al jazz y al ensanchamiento de arreglos y ritmos en más de un tramo de concierto, es en su afiliación latina en la onda de Santana donde parece encontrarse más cómodo. A ello ayuda la expresividad del percusionista David Gómez, que además toca el saxo como si le fuera la vida en ello, con lo que el lote se despoja del halo plomizo que amenaza con echarse sobre una audiencia ya en vísperas de retirada. “One way out”, “I’ll be around” o “Ramblin’ man”, el lógico homenaje al progenitor, remontan el rumbo de un concierto más plano de lo esperado. Menos mal que aún no estaba todo dicho.

Hendrik Röver ya sabía cómo se las gasta el público diurno. Estuvo tocando con sus míticos GTs en una plaza más pendiente de otros menesteres mientras él, a lo suyo, se lo tomaba con filosofía. Si con estos mira más al power pop más forzudo, con los Deltonos, ya es sabido, hace lo que lleva haciendo toda la vida: Canciones como panes. Con su masa, su fibra y su alto contenido proteínico. La harina de su costal se cocina en una de las mejores guitarras del rock español, y eso que tiene unas cuantas. 

Decir que se decantaron por el lado rocoso de su repertorio es no decir nada, porque sus riffs lucen como acantilados y las estrofas suenan como piedra pómez de la que rasca y sana. “Qué podríamos hacer” era la pregunta adecuada a esas horas; “Buenos tiempos” la apelación que hace que superen cualquier adversidad; “Correcto” la respuesta irónica a tanta ignorancia persistente; “Soy un hombre enfermo” el clásico que les hizo sobrevivir; “Gasolina” el combustible a punto de agotarse; y “Listo” la conclusión final después de ver cómo está el patio. Esto no es experiencia sino insistencia. Contra viento y marea, sobreponiéndose a todo y a todos, directos al hígado y pateando modismos y conformismos. El broche frente al brochazo para que la cosa se cerrara como dios manda y los cánones ordenan. Punto y aparte. Sí, tenían que ser ellos los que nos mandaran a casa sin que quisiéramos. Nobleza obliga. Y si el año que viene volvemos, cosa más que probable, buscaremos a otra banda como ellos para seguir resistiendo. O al menos, y pase lo que pase, lo intentaremos.