Por: Kepa Arbizu.
Pese a que la producción en solitario de este músico nacido en Nasvhille casi cuadruplica en número a la editada al frente de la banda surgida durante la década de los noventa, Grant Lee Buffalo, resulta prácticamente inexcusable no realizar su presentación aludiendo a su presencia en dicha formación. Un grupo que, posiblemente por su nacimiento en un momento histórico que demandaba una ruptura radical con el pasado más inmediato, nunca logró que su simultánea militancia en el rock clásico y en aquellos ambientes más sombríos encontrara una merecida mayor relevancia, obteniendo por igual una escueta respuesta desde las dos orillas en las que podría haber sido acogida. Un relativo anonimato, en absoluto directamente vinculado con sus extensas virtudes, que sigue acompañando a quien fuera su principal valedor y que suma ya una docena, incluyendo su más reciente publicación, de trabajos auspiciados por su propio nombre. Una firma reproducida desde ese involuntario sótano mediático que sin embargo sigue resonando imponente bajo la caracterización de un "songwriter" sobrio y decidido a continuar escribiendo, o en este caso sería mejor decir pintando, emotivas y reflexivas postales.
Resaltar el cariz paisajístico y cinematográfico de sus composiciones no es solo dar par bueno el reflejo proyectado de los primerizos intereses artísticos, luego olvidados o relegados por el protagonismo del formato sonoro, despertados en Grant-Lee Phillips, supone sobre todo reconocer la brillante actitud para lograr que sus historias alojadas en el pentagrama adquieran una corporeidad evidente. Un don creativo que asume mayor protagonismo si cabe en un disco, “In The Hour Of Dust”, que alude y tiene su origen en la fascinación surgida tras observar un cuadro donde se reproducía, el hecho muy simbólico para la cultura india, del traslado de las vacas de regreso a casa, un momento que anuncia la llegada del crepúsculo dejando un rastro de arena levantado a su paso. Una poderosa imagen, trasladada a la portada del álbum bajo los propios trazos pictóricos del compositor, que se alojó en su mente hasta el punto de funcionar como metáfora común sobre la que hilvanar unas canciones que, al igual que dicho rito ancestral, deslizan su paso hacia un destino que resulta difícil de ser vislumbrado por la polvareda levantada a su alrededor.
Una incertidumbre existencial, a la que no le faltan hechos y actitudes en el día a día para ser regado, que escoge como escenario para ser expuesto un sonido especialmente intimista y acústico que entronca a la perfección con la ilustración que presenta el disco. Un espíritu contemplativo, para nada exento por otro lado de un fuerte expresividad melódica, que acorde a dicha naturaleza germinó en unas primeras grabaciones caseras que, manteniendo ese formato recatado, pasaron por la observación e intervención de la “magia” del estudio con el fin de aportarles mayor corpulencia. Un trabajo en el que mucho y bien han tenido que ver músicos de mareante currículum como Patrick Warren, en los teclados, y Jay Bellerose, en la batería, aliados en el cometido de sacar adelante un disco que bajo su ánimo reposado se revuelve incómodo en un tiempo donde el constante y cercano aliento del abismo parece ser la única norma fiable.
Al contrario de lo que suele suceder en otros discos, en éste, su tema introductorio, “Little Men”·,
no resulta el ejemplo más estrictamente identificativo del clima musical predominante en el álbum, siendo este medio tiempo de hechuras majestuosas pero recatadas, trenzando una línea de comunicación con el Chuck Prophet menos eléctrico, uno de los repuntes de mayor intensidad a la hora de alentar el ánimo sonoro. Una -relativamente anómala- condición instrumental que sin embargo en su faceta conceptual se volverá primordial a la hora de desvelar la naturaleza política de un álbum que se inaugura bajo este grito humanista contra el déficit de derechos actuales. A partir de ese instante, se extenderá un velo casi hegemónico en el resto del repertorio imponiendo un sentido más envolvente en una puesta en escena que por el contrario sigue vibrando líricamente.
Incluso las armonías más melódicas y pegadizas aparecen aquí vestidas bajo ese estado de duermevela que hace de la embriagadora “Did You Make It Through The Night Okay”, una disputa entre el impulso natural por cantar al cielo despejado y la necesidad de reflejar la constante amenaza de tormenta, o de la dulzura exhalada por “Stories We Tell” delicados episodios anunciados desde una vigilia compartida por Ray Davies, Paul Kelly o Will Oldham, una terna a la que se podrían sumar en el caso de la encantadora timidez con la que habla "She Knows Me" los nombres de Damien Rice, M. Ward o incluso un Nick Drake que se destapa como referencia prioritaria en “Last Corner of the Earth”, ruta por ese caótico paisaje del que no hay que perder de vista un horizonte que en “Dark Ages”, y sus bases de piano y cuerdas que parecen reclamar la presencia de Mark Eitzel, sitúa en un cercano futuro desvestido de mortajas.
Un mapa de la incertidumbre que si tiene su clímax de estremecedora hondura, propia de almas errantes como las de Bill Callahan o Vic Chesnutt, en la imponente “Bullies”, que incluso su percusión resuena como los pasos amenazantes de eso abusones infantes hoy convertidos en mandamases del planeta, también acoge en esa cartografía del desastre paradas donde apaciguar el alma. La absoluta elegancia con que se expresa “Closer Tonight”, la luminosa nostalgia de una bellísima “No Mistaking”, que parece escrita por la sombra crepuscular de los Beach Boys, o incluso el letargo atmosférico de “Someone” adoptarán en ese sentido el indispensable papel de asidero romántico que impida sucumbir ante el susurro de los fantasmas.
“In The Hour Of Dust” encuentra su expresividad a través de un sentido rítmico que parece brotar de una larga noche de desvelo, como si de un retrato bajo el trazo insomne de quien observa su alrededor encontrando más dudas que certezas se tratase. Para ello, sus sonoridades ligadas a la tradición americana se deslizan volátiles, con los párpados a medio cerrar pero sin embargo cobijando en su interior imágenes de poderosa lírica y melodías que despliegan sus exuberantes alas con sigilo. Estas canciones querrían haber nacido sonrientes para homenajear los sueños serenos, pero acaban poniendo música al desasosiego cotidiano, una banda sonora que hechiza con su afilado recato mientras rastrea los orígenes del errático destino bajo el que amanecemos a diario.