MFC Chicken + The Hot Jivers: Al desencuentro por el reencuentro


Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 6 de diciembre del 2025. 

Por: J.J. Caballero.
Fotografías MFC Chicken: Antonio E. Molina.

Un desencuentro suele incluir connotaciones negativas, por definición. Si al término le acompaña el adjetivo “enemigo”, que también podría ser sustantivo y sustancia en el caso que nos ocupa, se transforma en sinónimo de comunión, sinergia y/o felicidad transitoria. Desencuentro reencarnado en reencuentro, enemistad vestida de conexión. Cuando se juntan ambas palabras hemos de ceñirnos a su significado más que al concepto. Y a la definición, que podría revertir a la original en su hipotética entrada en cualquier diccionario de nuevo cuño: “1. Encuentro fructífero y edificante”; “2. Concordia”. Y todo ello habría nacido por obra y gracia de los padres, primos y padrinos del evento, con Antonio Corduba al frente (horas y horas de mails, llamadas, mensajes y quebraderos de cabeza lo han hecho “alcalde” por derecho propio), Migue Pérez y todos los que rodeamos de alguna manera a la entente bicéfala llamada El Colectivo, y las salas y bares que acogen toda esta bendita locura que después de década y media regresaba a uno de sus territorios de referencia. 

Los números y los corazones no mienten, aunque estos últimos no entiendan de cuadraturas ni matemáticas: Casi doscientas cincuenta personas dejándose la piel delante y detrás del escenario de la canónica sala Ambigú Axerquía, que el sábado se convertía en su epicentro geográfico y cronológico. Todavía faltaba la culminación y la entrega del felpudo –sí, así de originales son estos sujetos-, que finalmente viajará a Villarreal, junto a la costa del Azahar, donde dentro de un año esperamos estar para vivirlo y contarlo con la misma emoción. Pero vayamos al grano, porque aquí hay poca paja que descartar.

No es habitual, sobre todo para quienes se desencontraban por primera vez, encontrarte nada más entrar con unos señores de cierta edad vestidos como si acabaran de terminar una actuación con Frank Sinatra en alguna de aquellas noches mágicas del Rat Pack, o directamente salidos de un fotograma en color de una vieja y mediocre película protagonizada por Elvis Presley, en las que lo único que importaba era la música. Los Hot Jivers son una anomalía en una escena variopinta donde lo moderno y lo antiguo conviven sin dificultad y con riesgo de contaminación. Un talludito Jesús Jurado, bragado en mil y una batallas, empecinado en perpetuar el legado de sus ídolos a base de duro entrenamiento (es probablemente el frontman más espectacular del género en la actualidad), presenta a su banda con la misma pasión con la que luce traje y cimbrea cintura y micrófono en el trajín de un rock’n’boogie ejecutado con sabiduría y experiencia. Versionan a Celentano, Bobby Darin, el “Tequila” original de The Champs, la década de los sesenta ya les queda lejos y rebotan su sonido chisporroteante en cada rincón de la sala y entre todos y cada uno de los enemigos íntimos que los rodean, a la espera de un plato tal vez mejor condimentado pero dudosamente más sabroso. La pimienta la pusieron ellos; el curry venía desde unos cuantos miles de kilómetros para que al menú no le faltara ni un perejil.

Si seguimos los dictados del motor de búsqueda de Google o a la dictadura de la IA, MFC Chicken podría ser el leit motiv de un capítulo de South Park en el que la ley de marihuana medicinal de un estado norteamericano es llevada a la sátira, o bien el nombre de una cadena de comida rápida célebre en la Norteamérica de los sesenta. No se sabe si por una u otra razón la banda de la que hablamos decidió bautizarse con la misma denominación de origen. Nunca mejor dicho, porque fue en Londres, en una freiduría de pollos de uno de los barrios donde reina la comida basura por excelencia, donde germinaron las primeras ideas de un cuarteto que ya es referencia de un sonido y básicamente de una actitud con escaso parangón varios años después. Spencer Evoy, el hombre del saxo y los ademanes de orate escénico, vino de Canadá, y Ravi Low-Beer, el baterista más encantador del mundo, es fruto de la inmigración hindú que aún hoy sigue bastardeando las calles de la capital europea. Zig Criscuolo, el bajista (pluriempleado como miembro de los no menos graníticos The Fuzillis) tampoco es dueño de un apellido británico pero su acento demuestra lo contrario, al igual que el de su hijo Dan, la última incorporación a la empresa de las aves de corral y guitarrista prodigioso en camino. Juntos y revueltos, adueñándose del suelo propio y los aires ajenos, consiguieron que la noche del sábado 6 de diciembre quedase grabada a fuego en el recuerdo de todos y cada uno de los asistentes, y a la vez en la historia ya veinteañera del Desencuentro Enemigo. 

Nunca, y cuando decimos nunca es nunca hasta ahora, habíamos visto y escuchado a esta sala incendiada por el sudor, dispuesta a derrumbar paredes si hacía falta, hermanada por las voces de canciones que casi no conocían, alucinados con lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Los hombres de la pollería, un tropo recurrente en sus temas, se habían apoderado del espacio y nos habían empoderado a todos con un par de soplos y tres o cuatro rasgueos. Cuatro discos como cuatro soles. Arrebatos de be-bop, trazas de soul ignífugo, rockabilly al punto, garage rock vestido de domingo, dosis de boogie contemporáneo… Todo lo que podamos imaginar, imaginémoslo. O mejor, hagámoslo realidad recordando pildorazos de poco más de dos minutos como “(Ain’t nobody) meaner than my baby”, “KFC called the cops on me”, “Voodoo chicken”, “Spy wail”, “Love (is gonna fuck you up)” o “Lake bears”, donde hacen mofa del amor, se abonan al caos y apelan al baile como única salvación posible. Destrozan a la vez que abrazan las convenciones de los géneros a los que se arriman, y basándose en sus últimas ocurrencias –en el tramo central incorporan “Milk chicken”, “Jackpot”, “Bargain bucket”, “Ain’t no fun”, “Heebie Jeebies”, “Sit down mess around”, “Chicken shack” y “Bad news from the clinic”- nos ponen patas arriba y además nos dejamos tocar lo que haga falta, con perdón. Estos tipos se suben a tocar a la barra, se confunden entre la multitud, no le temen a las escaleras ni para improvisar “La cucaracha” mientras cambian de ampli y vuelven a empaparnos en el aceite caliente de su sonido para darnos la respuesta a ninguna pregunta en “Chicken is the answer”, instarnos a volver a la playa con “Beach party” e invitarnos a su última locura, “Goin’ chicken crazy”, haciendo la enésima conga antes de rendirnos para siempre al poder del dios pollo, y no va con segundas. Dos horas después, aún estábamos mirando vídeos y fotos al azar como recuerdo de algo que apenas acababa de ocurrir. Con muy poco margen de error afirmamos, porque así lo sentimos, que lo de estos señores superó las expectativas, cualesquiera que fueran, de devotos, admiradores y advenedizos. Algo que, tal y como están las cosas, no está al alcance de muchos.

Así, sin más y sin menos, quedamos emplazados a un epílogo que no fue sino la culminación de unos excelentes augurios. Desencontrémonos más a menudo, queridos enemigos, porque la unión probablemente ya no hace la fuerza, pero sí la puede convocar. Y cuando procede de tantos puntos, acaba derribando todo tipo de obstáculos para conseguir sus propósitos. Los nuestros, y de esto tampoco cabe la menor duda, quedaron ampliamente satisfechos. Ya lo dijo el Loco: El futuro es una ilusión cuando el rock and roll conquista tu corazón.

Javier Corcobado: “Solitud y Soledad”


Por: Javier González. 

Celebrar cuarenta años haciendo música en un país tan desagradecido con la cultura como España es una efeméride de tintes épicos, qué duda cabe. Si dicha cifra se cumple sacando adelante una carrera coherente, capaz de unir tradición y vanguardia, dejando tras de sí una estela de absoluta independencia, convirtiendo al sufrido artista en orgulloso “rara avis” y en el arquetipo de crooner underground hispano por excelencia, no queda otra opción que festejar la cifra llevando a cabo un trabajo de lo más especial.
 
Un artefacto con el que dejar claro que mientras la mayoría tratan de sacar adelante sus carreras siguiendo las huellas del rebaño musical, existen unos pocos románticos que han decidido volar alto y libres. Y entre selecto grupo de francotiradores sobresale por su carácter indómito el bueno de Javier Corcobado. Un ave fénix musical que lleva esquivando la desidia años y años, ajeno a las trampas del sistema, aquellas que acaban imponiendo componer con el piloto automático activado, haciendo de los márgenes, allá donde por otra parte florecen normalmente las carreras más interesantes, su paraíso creativo donde solo tiene cabida la libertad radical. 

Días atrás acaba de editar “Solitud y Soledad”, otro maravilloso compendio de grandes canciones, un total de veinte, empaquetadas en formato doble álbum, con dos partes bien diferenciadas que a continuación desgranaremos, claro está, pero que parecen encerrar un hilo conductor que une presente y pasado. Nosotros las llevamos disfrutando sin medida ni control un par de semanas, porque tratándose de las composiciones de éste alemán de nacimiento y vallecano por crianza, no entendemos otra forma de atacar su prosa y ruidismo existencial que con la “excesividad” con la que un día con total acierto le definió su buen amigo, Edi Clavo, el siempre mítico batería de Gabinete Caligari, quien conoce a Javier desde la cercanía que dan las distancias cortas y las madrugadas que se tornan amaneceres regados en licor de los que brotan la sana camaradería.

Como decimos, el primer disco lleva por nombre “Solitud”, contiene diez canciones redondas donde la prosa tensa de Corcobado alterna viejas sonoridades con crudeza y vanguardia en el marco de una producción muy lograda, hasta el punto que mucho nos tememos que podemos hablar de uno de los mejores álbumes que ha firmado en este ámbito a lo largo de toda su trayectoria. Arranca con la titular “Solitud y Soledad”, un crepuscular medio tiempo, repleto de belleza, que crece a cada segundo, para continuar con la crudeza de “Que maravilla sería”, insinuando un bolero fronterizo, oscuro y sensual donde se viste con las pieles del enorme crooner que es; lanzando un directo al mentón en el muy autobiográfico pasodoble punk “No tengo remedio”, donde uno siente brotar la sangre caliente de España en cada fraseo y un innegable homenaje al sonido Caño Roto, cambiando a un registro urbano en “Ansiedad del tiempo”, en la que su poesía se lanza a pie de calle para moldear una composición cuasi funk, repleta de ritmo vacilón. 

El punk-rock industrial y abrasivo de “En la sombra de una copa” nos invita casi a un akelarre alcohólico, mientras nos retrotrae a viejos himnos como “La navaja automática de tu voz” y se despide de los “Caballitos de anís”, “Devorar la vida” es una invitación a vivir el momento con un arranque totalmente techno, continuando con la mántrica “Ying Yang Jung Venus”, arropado por los coros que le brinda con total acierto Aintzane con G de Gloria, antes de sorprendernos cantando en euskera por primera vez en su carrera en la rockera “Errigoitin”, un claro homenaje al terruño que después de tantas tormentas le ha brindando la calma que el bueno de Corco tanto necesitaba. Cerrando esta primera parte con “Inundaciones de Amor”, otra composición marca de la casa que será recibida con jubilo por su público que también parece escrita en primerísima persona, y cerrando en falso con el minimalismo a piano y voz de “Escúpeme”, idónea para cerrar sus próximos conciertos antes de acometer los bises. 

La sorpresa llega cuando nos enfrentamos al segundo vinilo, “Soledad”, donde para regocijo de fieles y neófitos asistimos a la regrabación de viejas grandes canciones de su discografía, por supuesto que no están todas las que son, pero sí una pequeña y acertada representación, arrancando con la fenomenal “Desde tu herida”, grabada originalmente para “Agrio beso”, que ahora ve mejorado ostensiblemente su sonido con nuevos arreglos y una producción más contemporánea, pero no será la única joya oculta del álbum. Avanzando en el cancionero disfrutaremos de un conjunto de acertados duetos que arrancan con la presencia de Jorge Martí, vocalista de La Habitación Roja, quien le acompaña en “La cárcel”, en una nueva toma que te arrastra, emociona y transporta a otro polo de existencia con sus veleidades a cantautor electrificado. 

En “cruz de respiración” cuenta con la colaboración de Marc de Dorian, tirando de Nacho Vegas para recuperar “Cine de verano”, otro bombazo que sienta al asturiano como anillo al dedo, rescatando de “Corcobator”, aquel trabajo en el que afloró el yo femenino de Javier; en otro trallazo como “Dame un beso de Cianuro” está acompañado por Alaska, en una versión down tempo y repleta de languidez que vuelve a sonar una vez más oscura, decadente y peligrosa, con ese particular cierre que invita a la locura; dejando a su buen amigo Andrés Calamaro “Susurro”, original del álbum “Editor de sueños”, a la que esta nueva mano de pintura en fenomenal compañía sienta a las mil maravillas, cerrando, ahora sí de forma definitiva, el capítulo de colaboraciones con su cercana Aintzane con G de Gloria en “El mar es mi corazón”. Pero cuidado que hay más, porque intercaladas entre las ya mencionadas en este segundo disco incluye revisiones en solitario de hitazos como “Carta al cielo”, poco que añadir a una de las letras más bonitas y crudas de nuestro rock, “Secuestraré al amor” y “A nadie”, contando con que todavía podría haber sacado lustre a su discografía que incluye otros temones como “Caballitos de Anis”, “Coches de choque” o la ya mencionada “La navaja automática de tu voz”, entre otras muchas glorias ocultas, este disco habla muy a las claras de quién es Javier Corcobado en nuestra cultura alternativa y dentro de nuestro panorama de autores libres de ataduras. 

Corcobado vuelve a destapar el tarro de las esencias con “Solitud y Soledad”. Su música, siempre distinta, sinuosa y atrayente, como casi todo lo prohibido, sigue manteniendo el embrujo de lo que es auténtico, visceral y vital, aquello que desprende tanta energía como una tormenta basada en la crudeza de una existencia sin tregua, un abismo que él conoce como pocos en nuestro rock. Cada uno de los pasos de su carrera llevan la etiqueta de “no aptos para todos los públicos”, sus andanzas, excesivas y dramáticas, hablan de todo aquello que importa y lo hacen con la crudeza y sinceridad de aquel que tiene un compromiso con el arte. Si en este país hubiera un mínimo interés por la cultura y una dosis justa de coherencia, Corcobado sería un artista de masas, como no las hay, se trata de un artista de culto con una discografía a sus espaldas que haría caerse de bruces a más de uno moderno de tercera, carente de riesgo y que solo saben de trucos publicitarios para oídos fáciles. “Solitud y Soledad” simplemente refrenda lo que ya sabíamos, puesto que la grandeza de Javier Corcobado es infinita, como la estupidez de aquellos que a estas alturas de la película todavía no le escuchan. Más claro, el agua. 

Hoy no hay sonrisas, el último adiós a Jorge Martínez


Por: Javier González. 

Foto: Iván González.

Recuerdo con exactitud aquella fría mañana de hace casi 16 años en la sala “El Sol” donde tuve el placer de encontrarme cara a cara con Jorge Martínez por primera vez en mi vida. Hasta allí nos desplazamos parte del equipo de “El Giradiscos” para asistir a la entrega del disco de diamante que acreditaba las ventas millonarias por parte de su banda de siempre, Ilegales

La ceremonia transcurrió con los ritmos habituales de este tipo de actos, donde pudimos disfrutar de una pequeña actuación de Jorge acompañado para la ocasión por El Gran Wyoming

Al acabar la misma, no sin cierto temor puesto que su fama le precedía, nos acercamos a pie de escenario con la intención de pedir a Jorge una fotografía y un autógrafo. En ese momento nos miró con esos ojos que destilaban un chispa especial, como de niño travieso, para colocarnos entre sus brazos, mientras bromeaba con nosotros, quienes sorprendidos ante la cercanía del trato que nos dispensaba no dudamos en pedirle una entrevista, la cual accedió a concedernos mientras facilitaba su número personal de contacto con absoluta cordialidad. Tras hacerlo, invitó a todos los presentes acercarse a la barra para “abrevar sin medida”, mostrando su descontento por la negativa del personal a servirle un cubata mientras soltaba unos cuantos exabruptos que tuvieron su continuidad esa misma noche en el marco de un concierto que decidió recortar ostensiblemente, molesto todavía por lo que él entendía un trato fuera de lugar en el acto acontecido esa misma mañana. 

Aquel día se abrió para la gente que hacía posible “El Giradiscos” una puerta que no se ha cerrado hasta hoy con su doloroso deceso. Allí pudimos ver la doble dicotomía que siempre ha caracterizado al bueno de Jorge. En apenas unos minutos mostró su maestría y toda su actitud a la guitarra, regalando unos cuantos himnos que seguimos disfrutando en innumerables conciertos por toda la geografía nacional a lo largo de años posteriores, y también nos hizo participes de la cercanía, inteligencia y peculiar sentido del humor del que estaba dotado; mientras que en paralelo, apenas unos segundos después, pudimos ver el fuego del infierno arder con el cabreo monumental que se agarró, dejando claro que el suyo era un carácter especial que le granjeó una merecida fama de “enfant terrible” de nuestro rock, algo que no siempre jugó a favor de la popularidad comercial de la banda. 

Evidentemente, la historia musical de Jorge Martínez comenzó mucho antes de esta breve anécdota. Él mismo se ha encargado de contarlo en la fenomenal biografía en formato entrevista que le firmó Carlos H. Vázquez, “Jorge Martínez. Conversaciones Ilegales”, obligada lectura para cualquier aficionado al rock español que se precie. Allí se recogen historias y aventuras desde los tiempos de su infancia hasta el momento en que se enamoró de una guitarra eléctrica que había en un escaparate, anécdota que solía contar en los directos la gira “La lucha por la vida”, por cierto, acabó consiguiéndola gracias a su buena mano como pintor de cuadros, una de las opciones que pudo haber abortado su carrera musical, la otra era haber seguido con su estudios en la facultad de derecho, pasando por los tiempos en que tocaba en aquellas abominables orquestas de las que siempre echaba pestes hasta los primeros pasos en bandas como Madson, germen del proyecto con el que alcanzó la merecida fama y el estrellato. 

Con Ilegales, inicialmente junto a David Alonso, batería, e Iñigo Ayestarán, bajo, destapó el tarro de las esencias en la década de los ochenta, firmando algunos de los mejores trabajos de nuestro rock. Para la historia quedarán el inicial “Ilegales”, en cuya gira ya entraría a formar parte de la banda el gran Willy Vijande, “Agotados de esperar el fin” y “Todos están muertos”, tres manuales vigentes hoy día que hablan sobre la vida y la muerte, sobre la conflictividad social, los peligros que acechaban a ras de calle a la vuelta de cualquier esquina y la reconversión industrial tan dura que nuestro país vivía en una década donde la estabilidad pendía de un hilo; acompañados de una giras salvajes, donde los tópicos del sexo, drogas y rock and roll quedaron pequeños ante el empuje Ilegal, quienes sin embargo sintieron en primera piel las consecuencias del duro camino por los años de excesos, motivando cambios en la formación que serían casi constantes en su andadura. Y también lo notaron en cuanto a su relación con otras bandas, puesto que en ocasiones eran repudiados por algunos compañeros de profesión por la latente visceralidad y violencia de sus presentaciones en vivo, la cual en muchas ocasiones traspasaba los límites de unos directos donde la banda, provista de ingentes cargamentos de sustancias químicas y alcohólicas, siempre demostró ser la más potente del panorama musical estatal, una pasión por el sonido y la calidad en el instrumental más perfecto que no les abandonó en ningún momento de su singladura. 

No podemos afirmar que en la discografía de Ilegales haya un mal trabajo, básicamente porque eso sería faltar a la verdad, pero sí es cierto que  les costó más de lo debido encontrar el paso en la década de los noventa. El propio Jorge nos confesó en alguna ocasión que durante aquellos años se dedicó más de lo debido a disfrutar de los placeres de la vida. Tampoco ayudaron las apariciones del gigante astur en programas de dudosa calidad cultural como “Moros y Cristianos”, donde, con su peculiar carácter, daba bastante juego qué duda cabe, un juego que le apartaba del verdadero don y propósito de Jorge que no era otro que la labor creativa y ser un animal de directo. Dicho esto, vistos hoy día algunos de los trabajos de aquel período como “Todo está Permitido”, “Regreso al sexo químicamente puro” y “El corazón es un animal extraño”, se colarían ahora mismo en muchas listas como parte de lo mejor del año musical. 

Hubo que esperar bastante para volver a disfrutar de material Ilegal, ya que desde “Si la muerte me mira de frente me pongo de lao”, editado en 2003, la relación discográfica de la banda se limitó a reediciones y la edición de trabajos en vivo, acompañados siempre de giras en nuestro país ante audiencias menores de las debidas, siendo Latinoamérica un terreno siempre fértil para ellos, pues allí el fuego de Ilegales seguía vigente en países como Ecuador donde su popularidad nunca decayó. 

En este receso discográfico, Jorge Martínez decidió apostar a doble o nada, parando la actividad de la banda con una gira de despedida y la posterior edición del dvd, “Ni un minuto de silencio”, mientras en paralelo fundaba Jorge Ilegal y Los Magníficos, con quienes publicaría un primer álbum homónimo (2011), “El Guateque del Hombre Lobo” y “Nos vimos en el Psquiátrico” (2015), un curioso trabajo en directo rodeado de compañeros donde repasaba buena parte de su repertorio histórico. Bajo dicho nombre rescataría géneros tan denostados en ocasiones y alejados del rock como el tango, bolero y chachachá, en una aventura que acometía por ser una de las pocas personas en directo que podía permitírselo, tanto por conocimiento de dichos estilos como por ser la única banda en España capaz de afrontarlos gracias a la gran diversidad instrumental con que contaban; cabe recordar que la colección de guitarras del bueno de Jorge superaba las sesenta piezas, alguna de ellas de incalculable valor.

El rock seguía latiendo fuerte en el corazón de Jorgón, por lo que decidió rescatar a Ilegales del cajón. Y vaya si lo hizo. Desde 2015 a 2025, entregó cuatro discazos, “La vida es fuego”, “Rebelión”, “La lucha por la vida” y “Joven y Arrogante”, además de sendos documentales, “Mi vida entre las hormigas” e “Ilegales 82”, en lo que muchos interpretamos como una carrera contra el tiempo, donde al talento habitual de la banda se acompañó una capacidad de trabajo estajanovista que plena de acierto volvió a situar la popularidad de la banda en un estatus que jamás debió haber abandonado. A cada disco le acompañaban las mejores de las críticas, colándose en las listas de lo mejor del año para muchos medios especializados y los conciertos se contaban por “sold outs”, mientras que en el escenario la banda compuesta en estos últimos tiempos por Tony Tamargo, a la guitarra y teclados, Jaime Belaustegui, encargado de la batería y el mítico Willy Vijande al bajo, junto al inconmensurable Jorge Martínez, volvía a hacer las delicias de los viejos fans y de nuevas generaciones que no dudaban en responder que Ilegales eran su banda favorita. 

Lamentablemente en plena gira de presentación de su último trabajo, “Joven y Arrogante”, un maldito cáncer se ponía en el camino de Jorge. Tocó parar la maquinaria Ilegal y confiar en una recuperación que tristemente no se ha producido. Ayer tarde gente muy allegada a la familia nos comunicaba el empeoramiento de su estado y hoy, con lágrimas en los ojos, hemos leído la noticia de su triste fallecimiento. 

Habrá tiempo de homenajearle y seguir defendiendo el legado de uno de los músicos más divertidos, directos, inteligentes y elocuentes que nunca nos hemos echado en cara. Un tipo de los que de verdad exprimió la vida. Sus discos y proclamas, los mensajes llenos de certezas y la claridad para exponer situaciones vitales que incluyó en sus letras seguirán maravillando dentro de unos años, puesto que sus discos siguen sonando hoy misteriosamente vigentes, actuales y peligrosamente ciertos. Sin embargo, para muchos que tuvimos el placer de conocerle en las distancias cortas, una vez que la grabadora se apagaba, la sensación es muy dolorosa. Muchos intercambiamos esta mañana mensajes llenos de rabia, tristeza, dolor y una sensación común de orfandad, ante la pérdida de un mito, pero también conmovidos por decir adiós a una persona que nos había llegado muy dentro. 

Jorge era muchas cosas, demasiadas, algunas de ellas desconocidas para la gran mayoría más allá del estereotipo del rockero que dibujó un personaje que a veces le devoró. Existía un Jorge cercano y amable. Educado y profundamente generoso. Un Jorge que daba sin necesidad de recibir. El rockero nos dejó huella, nos puso a pensar, nos hizo contestatarios y rebeldes, mientras nos ponía a bailar pogos descontrolados. Sin embargo, el Jorge Martínez que se humanizaba nos hacía verle más grande de lo que era en su cuerpo hercúleo, cada frase o consejo, se quedaba retumbando en tu cabeza, mientras pensabas que delante de ti había alguien sensible y culto, además de extremadamente inteligente. 

Hoy su colección de guitarras guarda un doloroso silencio y su ejército de soldados de plomo se ha quedado sin la figura del general que les comandaba en la batalla. Apuesto a que el palacio de Bolgues, La Casa del Misterio, habrá amanecido distinta hoy, presta a admitir a un nuevo morador, el más ilustre de toda la familia y el que habrá dejado mayor huella en la historia de nuestra cultura popular. 

Con sumo dolor y una tristeza que no nos cabe en el pecho, despedimos a Jorge Martínez. Sospecho que él intuía algo desde la gestación de este último trabajo, escuchar y ver el vídeo del single “Joven y Arrogante” me ha puesto desde el primer día el nudo en la garganta. Creo que pasarán meses antes de que vuelva a verlo. Gracias por todo, Jorge. Ni en mil vidas olvidaré/olvidaremos tus enseñanzas. Gracias por el trato dispensado y la sensación de camaradería que sentí/sentíamos en cada encuentro contigo. Joder, Jorge, cómo duele despedirse de ti. Buen viaje, macarra. Arma una buena allá donde estés y no cambies nunca. Y perdona esta cursilería de la que te reirías seguro: te queremos. D.E.P.

Guadalupe Plata + P. A. Barham: Vuelta al pantano, negro sobre rojo


Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Viernes, 5 de diciembre del 2025. 

Texto y fotografías: J.J. Caballero. 

Puede sorprender, e incluso indignar a más de uno, que un evento que se ha estado llevando a cabo durante la friolera de veintitrés años por diferentes puntos de la geografía hispana aún no sea de dominio público. A la probable indiferencia de un grueso de público potencial al que, queda demostrado, no se dirigen los esfuerzos de la organización ni el programa de festejos, se contrapone una multitud apabullante de fieles venidos de prácticamente toda España que hacen mucho más ruido del que podríamos esperar. La lista oficial de inscritos para participar en las diversas paradas del cartel superaba las ocho decenas, y si añadimos los nombres y el ímpetu de quienes decidieron sumarse a la causa en el penúltimo momento, las bendiciones y los parabienes se multiplican y el ánimo se hace grande y luminoso. Lo que ha conseguido Antonio Corduba gestionando conciertos, alojamiento, recorrido turístico, almuerzos y fin de fiesta posiblemente no llegue a ser una gesta, pero se le acerca mucho. Lo mismo que la complicidad y el sustento logístico de El Colectivo, con Migue Pérez al frente, otro nombre esencial en la escena local y el cerebro en el origen de todo esto allá por los albores del nuevo siglo, cuando La Percha, referencia del underground granadino, se erigió como templo y oratorio básico para el desarrollo de lo que devino en el Desencuentro Enemigo actual. 

Las raspas de pescado que la banda madrileña hizo eternas en miles de camisetas se fundían con el diseño insignia de la nueva edición, inundada de marrones futboleros, blancos contaminados y negros de militancia irredenta. El desfile de sonidos no hacía más que comenzar, previa parada gastronómica en el entrañable Cuatro Gatos, la noche del viernes más esperado de diciembre cuando el británico, que ya es más cordobés que cualquiera, Paul A. Barham se subía al escenario de la sala Ambigú Axerquía para ejercer de honorable maestro de ceremonias. Su currículo se lo permite y su destreza lo merece, todo hay que decirlo. Un músico vocacional que pelea con su suerte constancia mediante y pureza en la mezcla de sonidos salidos de su estudio. Hay mucho ahí de new wave británica, aunque él sea un hijo bastardo del punk y del blues, un matrimonio teóricamente imposible y eventualmente infalible. Ha armado una banda con visos de estabilidad, The Varlets, con la que después de mucho tiempo se le acumulan bolos en la agenda con toda la naturalidad del mundo. Sigue haciendo lo que sabe y con las armas que controla, que cada vez son más precisas y apuntan mejor al blanco deseado. Dos guitarras, bajo, batería y teclados, tocados por algunas de las mejores manos de la escena cordobesa y aledaños, en un set impecable de clase y conocimiento: “Intoxicated”, “Same old star”, “Red alert” –cada una de su padre, que es el mismo, y de su madre, que podrían ser varias ateniéndonos a sus matices-, procedentes de diversas etapas y remozadas para la ocasión, culminan en la personal cover de “Shakin’ all over”, el original de Johnny Kidd & The Pirates cientos de veces escuchado en otras voces- y en dos de las piezas más recientes, “Down in the valley” y “Pink stucco house”, donde se apuntan direcciones interesantes si es que el tiempo y la autoridad permiten que su carrera continúe como debiera. Una semana antes ya había probado algunas de ellas en formato acústico, ahora sólo tenía que rearmarlas y mutarlas en mucho más que unos apuntes. Tenía que ser él y los suyos quienes abrieran el fuego de los justos.

Lo de después ya estaba escrito en el guion con tinta indeleble, y no éramos nadie para borrar alguna línea o incorporar otras innecesarias. Los ubetenses conocen perfectamente el terreno que pisan, y en esta ocasión ayudaba el hecho de volver a una segunda casa donde se les reconoce y aprecia como lo que verdaderamente son. Cuando Pedro de Dios y Carlos Jimena encienden las luces rojas y dejan escapar la humareda comunitaria la ceremonia del pantano, la gran misa negra a la que Howlin’ Wolf o Robert Johnson podrían haber asistido, el abismo nos engulle y el fango nos acoge con la misma facilidad de siempre. Suponerles docilidad, en cambio, sólo es admisible si revisamos un set list casi clónico al de su última visita hace casi un año, del que sólo se desmarcan para rescatar un “Champú de foie” inédito rescatado de unas grabaciones a las que ni siquiera llegaron a dar forma. Fue el gran momento, el guiño, el gran regalo que se trajeron al Desencuentro Enemigo. Por lo demás, siguen reconociendo la valía de la gran semilla que plantaron con su primer disco y la enormidad de temas como “Baby me vuelves loco”, “500 mujeres” o “Lorena”. Van sobrados de leyenda y su proverbial humildad los hace seguir siendo inconscientes de un nombre que los asocia a una especie de institución, casi siempre asociado a su inmensa capacidad instrumental y a clásicos de vientre oscuro y dentadura pestilente como “Milana”, “Cementerio”, “Jesús está llorando”, “Gatito”, “Huele a rata”, “Demasiado”, “Hoy como perro”, “Funeral de John Fahey”, “Tormenta”, “Serpientes negras”, “Mecha corta”, encadenadas sin palabras que interrumpan un discurso tan inexistente como apasionante. Sin púas ni protección alguna ante las simas de folclore reinterpretado como las de “Al infierno que vayas”, “Calle 24”, “Lo mataron” o la seminal “El cóndor pasa”, pasada por el habitual tamiz de western music, pero sobre todo conmoviendo con el minimalismo crudo de “La cigüeña”, una pieza inmemorial de la tradición juglaresca convertida en música popular sui generis. Sin explicaciones ni adornos, salvo el de las maracas, panderetas y botella de anís (el costumbrismo obliga) que el guardaespaldas Luis Aróstegui les trae para el mínimo apuntalamiento de unos temas que se regocijan en su esencia y habitan el rincón más alejado de la insustacialidad. Sí, también debían ser ellos los que marcaran el camino correcto según los parámetros indicados.

El primer capítulo de la nueva temporada del Desencuentro Enemigo no sólo se saldó sin bajas, sino con varias e inesperadas incorporaciones. Los datos hablan a voces: Más de doscientas personas fueron testigos de ello, y alguna que otra sonrisa y abrazos poco habituales entre bambalinas daba fe de que todos la tenemos. Esperen a leer el resumen del segundo, el final será el "cliffhanger" más comentado del año en la ciudad.

Oasis: 30 años de "Morning Glory" y una gira para la historia


Por: Javier Capapé. 

La experiencia terminó. La gira de reunión de Oasis puso su punto final hace menos de un mes tras cuarenta y un conciertos entre julio y noviembre recorriendo las Islas Británicas, Japón, Corea del Sur, Australia y una buena parte del continente americano. Noel y Liam Gallagher no defraudaron y dejaron la puerta abierta a una futura nueva vuelta a los escenarios con lo que ellos llamaron una pausa seguida de un periodo de reflexión.

El año 2025 ha sido sin duda para ellos. La tan esperada reunión se hizo realidad y convocó a una buena legión de seguidores de todas las partes del mundo para volver a abrazarse en comunión con un cancionero imperecedero e infalible. No hubo nuevas canciones ni concesiones para los fieles más exigentes. Sus conciertos fueron una sucesión de clásicos incontestables que demostraron el por qué Oasis ocupan un lugar muy destacado en el Olimpo del rock.

Además, esta gira se produjo coincidiendo con la efeméride de uno de los discos más importantes del rock británico. "(What's the Story) Morning Glory" cumplía treinta años desde su publicación y como símbolo de su etapa dorada ocupó la mayor cuota dentro del setlist de estos conciertos. Un álbum que siempre ha estado entre mis discos de cabecera, que se convirtió en referencial desde su primera escucha y que me ha acompañado muy de cerca desde entonces.

En el segundo trabajo de los de Manchester, sus canciones estaban en las cotas más altas, tanto a nivel compositivo como interpretativo. Noel recopiló varias de sus composiciones más redondas (y eso que venía de entregar tan solo un año antes una cosecha tremenda) y la banda, con un Liam inspiradísimo al frente, las presentó con gran contundencia y calidad en su ejecución. Lo que faltaba por pulir en algunas canciones de su debut aquí se perfilaba con mucho más tino para no dejar espacio al descuido. Todos y cada uno de los diez temas (más un par de extractos instrumentales) que se paseaban por sus surcos eran dignos del mejor disco de rock para las masas. Sucesores de los Beatles, pero con el descaro de los Who o los Stones, Oasis sembraron una colección de obras maestras de las que evidentemente no han podido prescindir en sus presentaciones en vivo de este 2025. Treinta años después, pero tan necesarias y urgentes como entonces. Su arranque, con el descaro particular que desprende "Hello", les ha servido para abrir sus directos más recientes, como queriendo decir: "¡qué grande es estar de vuelta!". Pero a este particular himno que pone todo patas arriba le seguía una acelerada "Roll with it", con un Liam provocador y desbocado, y el que fuera su single más celebrado, la acústica y sublime "Wonderwall". No hay nadie que conozca que no haya entonado los versos de este estribillo en alguna ocasión. Simplemente perfecto. Por eso no podía faltar en la recta final de estos conciertos, al igual que ocurría con la muy Beatle "Don't look back in anger", quizá la mejor interpretación vocal del bueno de Noel, a un nivel tan intenso y sobrecogedor como su hermano pequeño. 

El espíritu de los Stone Roses también se dejaba notar en su segundo largo, particularmente en "Hey Now!", aunque ésta sea una de las pocas canciones que han preferido no rescatar en su vuelta al ruedo. Algo que no ha ocurrido con "Cast no Shadow", una tonada delicada y con cierta repetición de patrones que la podrían emparentar con "Wonderwall", pero que siempre ha funcionado por mostrarnos su cara menos agresiva. Dedicada desde su concepción a su compañero y amigo músico Richard Ashcroft que, además, les acompañó como telonero en su round británico, muestra toda su energía contenida en un estribillo que presenta unas armonías vocales sobresalientes que se apoyan en unos arreglos de cuerda apabullantes. Es soberbia y épica, aunque quizá demasiado bien resuelta para un grupo al que también le gustaba revolcarse en el barro y buscar sonoridades más ásperas, algo que sí ocurre en "Some might say", que enarbola la actitud más descarada y directa de los hermanos con un estribillo redondo y una estructura perfecta para alzarse como himno. 

El disco contenía una pequeña delicia sesentera llamada "She's electric" que quedó también fuera de los setlist de este verano, pero que no debería faltar en ninguna fiesta de la década dorada del pop británico, a pesar de que fuera compuesta muchos años después de ese escenario. Es fresca y cada vez más atractiva, aunque pasen los años, porque es totalmente atemporal. Por el contrario, "Morning Glory" tuvo siempre una actitud más ruda, buscando cierto punto de desasosiego y arrebato bien manejado por sus rugientes y distorsionadas guitarras, algo que quizá haya hecho que la canción se mantuviera en sus directos a pesar de su crudeza.

Tal vez el cénit de su carrera se encontrase al final de este disco, en la lisérgica y siempre necesaria "Champagne Supernova". La canción eterna, cuyo solo de guitarra desearíamos que no terminase nunca y cuyo estribillo contiene los versos que mejor definen a una generación. Apadrinados y acompañados en esta obra maestra por Paul Weller, "Champagne Supernova" se ha convertido en su canción reverencial, la que pervivirá por siempre. Es perfecta, y por eso mismo ha servido una vez más para cerrar los conciertos de esta gira que quizá tenga continuación, pero que en este año que termina nos ha regalado la actualización de unos clásicos imperecederos. Aunque Oasis se han limitado a reproducirlos tal y como eran. Reactualizarlos no ha significado cambiarlos, porque estas canciones se sienten y disfrutan mucho mejor tal y como son. Sin florituras ni arreglos del siglo XXI. Directas y con el mismo semblante de la cuna a la tumba.

"How many special People change?" Tal vez los mismos Noel y Liam hayan cambiado en estos más de quince años en los que aparcaron a su banda madre, pero su música nos acompañará siempre, como así se ha demostrado al resucitar al monstruo. Esta reciente gira no sólo ha sido un éxito en todos los sentidos, arrastrando nuevamente a masas enfervorecidas de fans a lo largo y ancho del mundo, sino que ha despertado de nuevo las ansias del rock de siempre, la necesidad de compartir esta música eterna, imprescindible e imperecedera.

Hace no demasiado tiempo trataba de explicarle a un amigo por qué son tan importantes Oasis para mí, y aunque no podía describirlo con facilidad sí que llegué a la conclusión de que son una de las pocas bandas que escucho prácticamente todas las semanas del año. ¿Añoranza o magnetismo? No puedo asegurar si es la nostalgia la que me lleva a esto, pero es un hecho. Por eso mismo, me dolió no volver a ver a los hermanos Gallagher encima de un escenario, pero también sé que siguen tocando en mi escenario particular con asiduidad y que sus canciones (tal y como me encanta escuchar en sus versiones originales) no han perdido ni un ápice de su autenticidad inicial. No estoy seguro de si escribo esto para rememorar el éxito de la gira de Oasis de 2025 o más bien por el treinta aniversario de su disco más laureado, pero lo que sí sé es que lo que me mueve a escribirlo es mi ferviente pasión por unas canciones que nunca han dejado de ser mis compañeras de viaje y una banda que, pase lo que pase, nadie podrá negar que han escrito una parte de nuestra historia.

Natalia Lafourcade: “De todas las flores”


Por: David Vázquez. 

Llegó a un punto en que necesitó parar, encontrarse y regresar al jardín de su infancia, en Veracruz. Este proceso corresponde a un tiempo anterior a "Cancionera", donde la mexicana fue consciente de la vida como tránsito y cambio: "En cada día estoy naciendo. En cada día estoy partiendo de mí", canta en "Vine Solita". Este tiempo es el "De todas las flores". Desde la creación hasta la escucha, el disco empuja a la silla, apartando de la prisa a quienes se zambullen en todo el puzle que es este trabajo. Así, Natalia Lafourcade documenta el proceso en un mosaico inacabado, desmenuzado en el hoy, con la distancia y la perspectiva del tiempo, con el fin de explicar cómo se llega al resultado final. Y compartir, haciendo que el proyecto pase de pertenecer a uno a ir siendo parte de cada colaborador, músico, ingeniero y oyente. Una invitación a cruzar el puente desde la grieta al jardín, como explica la veracruzana.

La presente lectura abre las puertas al proceso de creación del disco, a los intervinientes. Recorre "el dónde nace" hasta su liberación, transitando el proceso, las dudas... de una manera visual, en silencio, completando la trama el lector (para lo que añade los espacios entre sus páginas donde tomar sus propias notas cada uno). Por eso, la narración se encuentra en lo visual, en lo que transmite, en los silencios. Característica que resalta la relevancia de este proyecto hermano. Es por ello que este volumen es inseparable, no sólo del LP, sino de la parte audiovisual que acompaña las canciones; en un énfasis sobre la multidisciplinaridad de la obra. Al que añadir para ser completada, un podcast.

«Al final parece que todo fuera muy fácil, pero en realidad cada paso toma mucho tiempo, dedicación, pasión y amor». Lafourcade confronta así su yo y lo despoja, o se despoja, de su lenguaje, de sus preguntas. Sin embargo, dado el el extracto usado en la introducción, la entrevista a cargo de Elvira Liceaga queda falta de profundidad, de detalles. Y, si por espacio fuese, se podría haber omitido la parte en inglés, no tan necesaria.

Este libro es una mirada incompleta a la intimidad de la grabación, si bien el contraste de las fotografías, entre la parte artística del libreto y las Polaroids, dotan de valor las notas y, además, abren una serie de ventanas a distintas perspectivas. Se hecha en falta alguna nota más, un texto que desgrane o hable del proceso, de lo vivido. Fuera del proyecto que conforma junto a las partes mencionadas: el podcast, el LP y la parte audiovisual, "De todas las flores" (el libro) es un cuaderno bonito, pero inacabado. Quizá la esencia de la vida, sentir que siempre dejamos partes incompletas, pese a que como canta "Me tomé de mis propias manos, para nunca más soltarme" y, en ese inicio, este libro se esclarece cuando se es consciente y uno empieza a sanar el corazón y limpiar sus raíces. Esta es la clave para la reinvención, como concluye Elvira Liceaga.

Gracias a The Waterboys vemos la luna entera en la orilla de la Riviera


Sala La Riviera, Madrid. Lunes, 1 de diciembre del 2025. 

Por: Guillermo García Domingo.

No hay que subestimar los lunes, la música tiene la capacidad de trastocar el calendario. Los lunes también ocurren acontecimientos relevantes. Teníamos una cita a la orilla del Manzanares, e hicimos bien en acudir a ella. Desde la primera nota The Waterboys se levantaron de las aguas, como el famoso monstruo marino de las tierras escocesas de las que es originario el líder absoluto de la banda, Mike Scott, inundaron de limo y aguas pantanosas hasta el último rincón de La Riviera. La versión de Willie Nelson y “Glastonbury Song” viciaron de densidad musical el ambiente de la sala repleta de seguidores. La organización del concierto y el orden de las canciones del recital no pudo ser más acertado. Empezaron muy fuertes, dándose dos descanso, relativamente, porque se trataba de “How Long Will I Love You?” y “Knockin' on Heaven's Door” del laureado Dylan, antes de abordar las proverbiales “Medicine Bow” y “Be My Enemy” de su época dorada de los ochenta, con una intensidad inusitada en músicos tan veteranos. La guitarra acústica que el técnico le acercó a Scott, anunciaba el himno que se avecinaba “Fisherman's Blues” y la siguiente obra maestra, “This Is the Sea”. Considero honestamente que ninguno de nosotros estábamos preparados para semejante belleza. Confieso que en un momento, perdí de vista el escenario, cerré los ojos, y, sin embargo, ví a mi alrededor el misterio de la música; convertido en roca, estaba rodeado de agua por todas partes. Esta canción y la última del concierto definen mejor que cualquier otra tema de su trayectoria la vocación poética de Scott, la sensibilidad de su vocabulario, la fuerza de sus contraposiciones. El músico de las Islas, debajo de sus gafas oscuras posee los ojos azules de los mejores poetas irlandeses y de las Tierras Altas

Todos los músicos imprimieron su carácter a esta canción que por desgracia concluyó después de muchos minutos. En realidad, la personalidad de todos los músicos presentes en el escenario se plasmó en cada una de las canciones. “Bro” Paul Brown y James Hallawell, forman un trío solista con Scott y su virtuosa guitarra eléctrica. El primer teclista es de Memphis, no lo puede negar, representa la tradición americana sureña, la decisión con la toca el hammond deja huella. Es, tal vez, algo exhibicionista, pero es disculpable porque no se le escapa una nota. El de Cornualles es un pianista más clásico, no obstante, se sumaba a la fiesta con idéntico entusiasmo. Las manos de ambos recorrieron kilómetros de teclas. Estaban situados uno enfrente del otro, cada uno en una orilla opuesta del Océano Atlántico, y en medio el gigante Scott, haciendo las veces de patriarca bíblico. Detrás de ellos estuvieron soberbios el bajista Aongus Ralston y sobre todo el batería Eamon Ferris.

Disfrutamos cada minuto del recital, aunque no todos los asistentes lo hicieron, a tenor de lo que vino después de “This Is The Sea” y un pequeño descanso. Hay espectadores que acuden a ver artistas embalsamados, y se sienten desconcertados cuando estos se levantan del ataúd y demuestran que están más vivos que ellos. The Waterboys se empeñan en reinventarse, qué le vamos a hacer, y como Mike Scott no ha perdido un ápice de su inquietud musical, The Waterboys ha publicado un disco formidable, “Life, Death And Dennis Hopper”, un repaso musical a la apasionante trayectoria vital del actor de Kansas que falleció en 2010, no sin antes contribuir con sus actuaciones a algunas de las películas más deslumbrantes y perturbadoras de la historia de este arte. El disco contiene 25 episodios de la intensa vida del actor, de las que interpretaron 9 canciones, “Blues for Terry Southern”, “Hopper's On Top (Genius)”, “Ten Years Gone”, “I Don’t Know How I Made It”, “Golf, They Say” y alguna más. Todas ellas introducidas por el propio Mike Scott mientras una de las cantantes traducía, y acompañadas por vídeos psicodélicos, porque Hopper tiró abajo las “puertas de la percepción” durante un período de su vida, o por escenas de películas. Canciones tan breves como hermosas, que demostraron ser mucho más que piezas de estudio.

El talento del cantante y el de sus colegas nos hicieron levantarnos varios palmos del suelo de la pista de La Riviera. Todavía faltaban treinta minutos durante los cuales dejó de regir la ley de la gravedad, como había venido ocurriendo desde el comienzo de la velada. En la canción extra caímos en la cuenta de lo que pasaba. Mike Scott y su banda se empeñaron en que el satélite cupiera en el interior de la sala madrileña. Antes de enseñarnos “The Whole of the Moon”, con Scott al piano, que, a veces, se transformaba en “Everyday People”, el clásico de 1969 de Sly & the Family Stone, sostenida por un formidable coro femenino, recrearon como si no hubieran pasado 120 minutos, “Don't Bang the Drum”, ”A Girl Called Johnny”, “Spirit”, que despojada de arreglos y adornos sonó a gloria, y “The Pan Within”.

El lunes se guardó lo mejor para el final del día de la mano de The Waterboys, que una vez más demostraron que, mientras el resto solamente vemos la luna creciente, ellos contemplan la luna entera, incluido su lado oculto.