Joe Henry: La vida de las canciones


Sala BBK, Bilbao. Viernes, 15 de septiembre del 2023 

Por: Kepa Arbizu 

Tiene algo de paradójico que el multinstrumentista, intérprete y productor de exquisito manejo de la ornamentación, Joe Henry, haya escogido un formato casi espartano para acercar al público su último disco, el excelente “All the Eye Can See”. Una siempre arriesgada desnudez escénica dado su implacable papel como examinadora de las verdaderas cualidades de una canción, ofreciendo el visto bueno sólo a aquellas que mantienen sus virtudes intactas incluso sostenidas únicamente por su esqueleto primario. Un reto que por descontado tiene más que superado el premiado músico estadounidense, que acoge en grandes cantidades composiciones realmente sobresalientes en su trayectoria. Pero más allá de reafirmar el exquisito sustrato sobre el que se asientan sus creaciones, su actuación adoptó una naturaleza instructiva a la hora de descubrir el proceso vital e inspiracional que se esconde tras su música, aspecto que redundó en el magnífico resultado global.

Las notas de jazz que servían de espera completaban una fotografía fija en la que sólo se veía un elegante piano de cola flanqueado por un taburete y un micrófono, instantánea interrumpida por los pasos sobres las tablas de un intérprete que se aposentaba en su lugar guitarra en ristre. La coqueta decoración de la bilbaína Sala BBK, sumado a los ingredientes de los que se iba a nutrir el concierto, nos predisponía a un ambiente alejado de la algarabía roquera para someterse a la intimidad y el recogimiento de un recital. Joe Henry, con un lacónico saludo, estrenaba su repertorio con “Song That I Know”, perteneciente su último álbum, canción que nos advirtió de que su guitarra poseía el suficiente cuerpo como para valerse por sí misma para administrar sentimientos a demanda y que su poderosa y particular voz, que retumbaba con eco casi sobrenatural, estaba dispuesta a ejercer de ilustrada narradora.

Superado dicho primer momento, y tras la presentación de su “orquesta”, que no era otra que su hijo, Levon, al clarinete (aunque también ejercería de pianista ocasional), la actuación se iba a convertir en todo un emotivo y reflexivo peregrinar -donde incluso la afinación de los instrumentos se intuía como parte de la liturgia- por la biografía de cada pieza interpretada; a veces desvelando su intrahistoria, que incluía desde dolorosos pasajes personales hasta irónicas anécdotas, como explayándose en disertaciones sobre la naturaleza misteriosa que se acurruca en el instinto compositivo; la siempre problemática cohabitación con la realidad de su país o por supuesto sus mitologías musicales. Discursos explicativos que lejos de ser la excusa que muchos encuentran para rellenar el incómodo silencio, en este caso, y siendo de sobra conocida su talento para la escritura, se convertían en prácticamente un instrumento más a la hora de dar colorido a cada canción.

Convirtiendo a su vástago a veces en la mano tendida que reforzaba el sentimiento imperante en la canción y otras revoloteando libre a su alrededor, las diferentes piezas, procedentes de diversas épocas aunque acumulando un número significativo de las pertenecientes a su más reciente publicación, evidenciaron que son el resultado de un proceso abastecido por el extenso crisol de las músicas tradicionales estadounidenses y habilitadas con precisión para generar un estilo propio. Eso no impidió que su carácter juglaresco tomara mayor relevancia en “This Is My Favorite Cage”, como si de un trovador primitivo, pero versado en el lenguaje de los ritmos afroamericanos, se tratase o de invadir suelo campestre con el folk country de “Mule”, retocada con un uso de los vientos de carácter casi pastoral. Frente a esas connotaciones más delicadas la pulsación de las cuerdas de “Like She Was a Hammer” exhibían músculo roquero y una imponente “Sold” salía al encuentro de la rasgada esencia del blues.

Si en sus locuciones abundaban los recuerdos para aquellas influencias o referencias que han marcado sus gustos, ese acento más conmemorativo se presentó explícito en “Karen Dalton”, sobre la que se cernió un sonido oscuro procedente del imaginario que reina en Los Apalaches, o en el tema homónimo de su nuevo disco donde aglutinó la cadencia clásica de "songwriter" bajo una plácida melancolía que en "Eyes Out for You", y haciendo propulsar su voz bajo una cadencia especialmente recitativa, decoró su orografía con los nombres y apellidos de Bob Dylan o Phil Ochs

Los momentos en que el músico cambió su ubicación para colocarse frente a las teclas devinieron en un paisaje más intimista, aunque fuera a través de un envoltorio épico en su “himno nacional” propio, “Our Song”, o en una “God Only Knows” que descendió a ras de suelo para impresionar con sus líneas armónicas a lo Randy Newman. Y si de dedicatorias personalizadas se trataba, el bis, introducido por una historia conmovedora e ilustrativa sobre Cole Porter, atrajo hasta su territorio el clásico “I’ve Got You Under My Skin”, cerrando una actuación que se encontró con una espontánea reacción donde los aplausos, vítores y algún asiento vacío por el ímpetu de su dueño por aclamar en pie se juntaban con los conmovidos silencios.

Joe Henry no sólo se dedicó a desvestir instrumentalmente sus canciones para mostrarlas en su más estremecedora esencia, sino que desveló algunos de los secretos que se ocultan en su génesis para situarnos frente a su alma. Fue al encenderse la luz, y sentir que salíamos de un estado de realista ensoñación, cuando pudimos ser conscientes de haber sido espectadores de un intimista y primoroso concierto donde la palabra, contada y cantada, tejió un dialogo directo y sin intermediarios con la inmensidad.