Morfi Grei, la conciencia de las cloacas


Por: Kepa Arbizu 

Cuando Leopoldo María Panero dejó escrito en uno de sus poemas “salir de la cloaca es sólo un artificio, es nuestro destino vivir entre las ratas”, involuntariamente había redactado también, unos pocos años antes, la partida de nacimiento artística de Miguel Ángel Sánchez, conocido en el ámbito musical como Morfi Grei. Un apodo adjudicado porque sí, porque el caudillo del barrio decidió, ungiendo en cerveza y alquitrán, bautizar de esa forma a un joven llegado desde Melilla e instalado en el populoso barrio de San Ildefonso en Cornellá de Llobregat. A partir de ese momento, sólo quedaba la opción de cargar con dicho apelativo y “honrar” su nomenclatura hasta las últimas consecuencias, que no fueron sino construir toda una leyenda desde los suburbios bajo ese nombre. 

Una historia personal, llegada a su fin este 4 de enero con 64 años, que no se puede entender sin el apellido profesional que le otorga La Banda Trapera del Río, formación que en plenos años setenta, entre estertores franquistas y veredas democráticas cargadas todavía bajo palio, revolucionó la escena catalana proclamando una enmienda a la totalidad frente a los sonidos predominantes en el territorio, representados principalmente por el rock progresivo, la Cançó o el rock layetano. Un terremoto que se envolvió en la provocación como sistema genético, dislates que si bien buscaban soliviantar al público, lo que no dejaba de ser un vehículo para llamar su atención, escondían a su vez la consecuencia directa de un populoso entorno que respiraba bajo una perenne crisis económica y retumbaba al son del cansado caminar de extasiados trabajadores. Entre ellos el de ese adolescente que había atravesado el océano para integrar una amplia colonia inmigrante y que gastaba sus primeras horas laborales en una ferretería industrial mientras comenzaba a interpretar el mundo entre acordes y actitud pandillera.

Si hacemos caso al calendario, La Trapera fue punk antes de que el punk existiera, ya que su primera actuación data de 1976, un año antes de la invasión de imperdibles desde el Reino Unido. Pese a que su sonido era una degenerada manera de afrontar el hard-rock, una construcción en la que mucho tuvo que ver su excelente guitarrista, "Tio Modes", como en el ámbito conceptual la pareja de entonces de Morfi, Dores, su actitud respondía a esos dogmas que en poco tiempo se instaurarían como movimiento y que se delimitaban por una irracional oposición a la tutela de las generaciones previas, la  tensa relación con la industria musical y sobre todo al desaforado impulso por acortar la vida en un continuo galopar hacia el abismo. Pero además de ese gen autodestructivo, la naturaleza del grupo también acogía el impulso rebelde y contestatario, no obstante su salvaje currículum comienza a fraguarse en mítines de cariz político, donde las estrellas a las que teloneaban respondían al nombre de Dolores Ibárruri o Federica Montseny, siendo así espectadores y protagonistas de una Barcelona insurgente y creativa que el paso del tiempo y los pisos turísticos parecen haber tapiado. 

A pesar de esa vocación por ejercer la lucha de clases musical, posiblemente uno de los motivos que convirtió a Euskadi en un enclave predilecto para tocar y alimentar lo que sería el Rock Radikal Vasco, su discurso más que panfletario era asestado como un navajazo de hierro oxidado. Nada de condescendencias, su vocación por incordiar, como diría otro ilustre veterano llamado Rosendo, no entendía de bandos -al contrario que su conciencia particular- y priorizaban sus ejercicios de ofensas indiscriminadas vertidas por el showman desastrado y furibundo que era Morfi Grei. Actitud que serviría para que su nombre fuera trasladado de boca en boca tras acudir a alguno de esos espectáculos que escenificaban el propio reflejo de un itinerario vital de alto riesgo. Una estruendosa implantación popular que sin embargo chocaba con una errática carrera discográfica en la que el contenido de sus explicitas letras, en las que no hay que olvidar el papel específico que alcanzó la labor de Juan “Raf” Pulido, se convertían en pecado mortal para los medios de comunicación al igual que el interés surgido en discográficas, como CBS, terminaba anulado por su intentos de domesticar a una fiera que encontraba precisamente en su aullido incontrolable su principal razón de ser.

Mientras que su disco homónimo de presentación tardó en ser editado casi un año desde su grabación, más inverosímil resultó el itinerario interrumpido durante más de una década al que fue sometida su continuación, “Guante de guillotina”, un máster original perdido en un laberinto de deudas, menudeos y otras tramas carcelarias. Pese a que nunca la banda quedó conforme con el resultado final de su álbum de debut, al que culpaban de ofrecer un sonido demasiado aseado para envolver temas como su oda a la menstruación (“La regla”); el pegajoso relato de frustración onanista, “Meditacion del Pelos en su paja matinera”; el opresivo determinismo social que esconde “Nacido del polvo de un borracho y del coño de una puta” o la incendiaria declaración de principios vertida en “Curriqui de barrio”, dicho trabajo significó una detonadora carta de presentación capaz de seguir provocando explosiones décadas después. Una capacidad que reside en su representación realista y sin edulcorantes de la historia de su barrio, contada desde dentro y por sus protagonistas, ellos mismos, donde la droga, la violencia o la imposibilidad de escapar de ese subsuelo social no eran historias leídas ni vistas en revistas sino observadas desde su cotidianidad, de ahí que “Ciutat podrida”, escrita por EstherVallés , supusiera un himno, primero por su condición de ser cantada en català, pero sobre todo por ese retrato local pero con vocación universal y atemporal que alberga.

Una caótica biografía, grupal y personal de su cantante, dictada sobre aquellos elementos recurrentes en la crónica negra del rock and roll (adicciones, fallecimientos, luchas de ego...) para dibujar una existencia efímera y repleta de desplantes y reencuentros. Alteraciones constantes en las alineaciones que derivaron en un postergado segundo álbum en el que las tensiones también arreciaron por las nuevas artes escritoras de Morfi Grei, alejado, o por lo menos no embebido en su totalidad, del puñal discursivo pretérito, condición que entroncaba con una representación sonora menos áspera. Un álbum, a pesar de ello, exento de delicadezas, tampoco líricas, ya que el cada vez más descontrolado uso de las drogas obtenía su manifestación en títulos como “A mi dosis” o “Monopatin”, donde seguían sobresaliendo contundentes envites registrados en “El Saco” o “No me mola tu pistola” que cohabitaban con piezas que no claudicaban ante su necesidad de extenderse en el minutaje.

Un segundo trabajo que paradójicamente fue editado durante el primer gran hiato de la formación, mientras Morfi Grei realiza su propia andadura bajo proyectos como Zona Grei y Vox Animal. Fue su éxito, y sobre todo el alcanzado por la reediciónn de su predecesor, lo que azuzó de nuevo el veneno para reunir al grupo y realizar una gira con la intención de ser recogida en disco, aspiración que sería cumplida finalmente de la mano del sello vasco Munster bajo el "bucólico" nombre de “Directo a los cojones”, consiguiendo tirar abajo la puerta de las nuevas generaciones que acogieron con agrado el espíritu “trapero”. Lo que gracias a la publicación de un nuevo y digno trabajo, “Mentemblanco”, parecía suponer el regreso a la actividad no fue sino una demostración más de la entelequia en que se había convertido el reto de la continuidad, casi tan complicado como no seguir cayendo seducidos por la necesidad de juntarse, y desligarse, de manera ocasional. 

Como siempre, la historia de esos renegados que esquivan la posibilidad de convertirse en una sombra anónima entre la gris rutina realizando un salto al vacío poniendo en peligro su presente para apostar por la eternidad se suele escribir en retrospectiva o recurriendo a su herencia, y La Banda Trapera del Río, y concretamente Morfi Grei, han podido ser reconocidos gracias a la tarea desarrollada por aquellos que se negaron a dejar enterrado entre la bruma del olvido su nombre. Una prioridad que asumieron en primera persona Jaime Gonzalo, con su libro “Escupidos de la boca de Dios”, convenientemente ilustrado y ampliado en formato por audiovisual en el documental "Venid a las cloacas, la historia de la Banda Trapera del Río", de Daniel Arasanz, o recientemente Paco Pérez depositando una nueva semilla bibliográfica a través de “Historias Trapérez de La Banda Trapera del Río". Sumado a las diferentes reediciones y algún que otro álbum de reunión contemporáneo como el muy estimable "Quemando el futuro", fruto de una regenerada banda alimentada de veteranía y juventud, todo ello ha significado un goteo constante a una memoria colectiva musical que ha ido aceptando como parte de su historia más anárquica y visceral a una banda que, antes de anglosajonizar -con el “Do It Yourself”- la necesaria arrogancia de ser uno mismo frente a todos, ya había demostrado que unos jóvenes situados en una parte del mapa al que no se le otorga porvenir fueron capaces de dejar su huella incandescente.

Nunca nacieron ni vivieron para ser ídolos, y quizás tampoco estuvo en sus planes ser adulados casi medio siglo después de su creación con motivo del triste obituario de Morfi Grei, pero la única verdad es que, ese lenguaraz cantante y compositor que ahora se ha colado disimuladamente entre las torpes noticias que señalan a ese mundo que el despreció, posiblemente nunca protagonice los ejercicios de nostalgia con olor a naftalina, porque lo suyo es perdurar de la manera más digna imaginable, dejando un legado que, mientras los gritos de los perdidos demanden su visceral banda sonora, seguirá siendo inmortal.