Deer Tick: The black dirt sessions

Deer Tick es John McCauley III, su proyecto personal, su alma desgarrada y abierta de par en par en cada letra, en cada tema, en cada disco y en cada concierto. Sin el vocalista y compositor de Providence, la banda no existiría, o si existiese no sería ni la sombra de lo que es a día de hoy. Y no es que el resto de músicos que lo acompañan no hagan méritos para enriquecer su particular universo sonoro, triste y desangelado; pero son sólo eso, meros actores secundarios que sirven para dar un mayor empaque al genial compendio vocal y compositivo de este fuera de serie.

The black dirt sessions es el tercer largo del grupo tras War elephant (2007) y Born on flag day (2009). Después de un gran debut y la posterior confirmación de que lo de Deer Tick no era sólo producto del azar ni fruto de un solo día, con este tercer álbum han rozado ya la excelencia, firmando once canciones impresionantes y lo que es más difícil: atemporales.

La mayor virtud de John es sin duda haber conseguido crear unas estructuras que beben de las raíces del rock y el folk más primitivos (también con tintes de Americana e incluso bluesísticos), pero que tras pasar por su óptica personal e íntima, han sido escupidas desde sus entrañas, totalmente revitalizadas.

Desde el primer corte -“Choir of Angels”-, John McCauley III te atrapa con su desgarradora voz y su capacidad para imprimir un enorme dramatismo a todas sus canciones. Este medio tiempo exquisito es el primer resquicio por el que comienza a brotar el alma del cantante. La grieta se hace más grande con “Twenty Miles”, canción de rock con toques de Americana y cuidados arreglos, que de forma todavía un tanto soterrada muestra ese tono melancólico y triste que caracterizará todo el disco y que lo convierte en irresistible para espíritus convulsos como el mío. En “Goodbye, Dear Friend”, apoyado en un fabuloso piano, la puerta ya se acaba abriendo del todo, escapándose por ella el turbulento interior de un artista que con letras exquisitas como ésta, se muestra tan poético como el mejor Dylan y es capaz de convertir la tristeza en algo hermoso como sólo los más grandes -Leonard Cohen planea ora aquí, ora allá- saben hacerlo. En la misma línea sobrecogedoramente hermosa y capaz de hacer saltar en pedazos los corazones más graníticos se eleva esa oda “epopéyico-minimalista” que es “Piece By Piece And Frame By Frame”.

Con “The Sad Sun”, se produce un giro hacia la esperanza en el disco, gracias a la incorporación de la dulce, cálida y resucitadora voz de Elisabeth Rodgers Isenberg que sirve de contrapunto a la profunda, rota, triste y desgarradora voz de McCauley III, y forma con él un dúo exquisito. Esta primera ruptura acaba reventando con “Mange” el tema más dinámico del largo, de largo, cimentado en unas guitarras brutales que lo inundan todo con sus coloristas sonidos. Y continúa con un nuevo dúo Isenberg-John, en “When she comes home” (vuelve el folk) que quizás por pretender ser un tema más apacible que sirviese para cerrar el círculo que va de lo triste a lo alegre, del infierno al paraíso, acaba siendo el peor corte de The Black Dirt Sessions, por ser demasiado previsible. Algo que en cambio no sucede en la formidable “Hand in my hand” donde sí que se consigue poner el punto final a esta particular escalada vital de John hacia un oasis placentero que escape de su tormentoso y turbulento interior, con una canción muy stoniana en la que el cantante da toda una lección de cómo debe ejecutarse un falsete sin caer en el ridículo y recuerda a su vez los registros vocales de Mick Jagger, pero un punto más descarnados.

Es evidente que McCauley III no es de ese tipo de personas que logran fácilmente la paz interior y nuevamente con “I Will Not Be Myself” vuelve a dar rienda suelta a sus fantasmas en un nuevo giro hacia los infiernos, que es puro sentimiento, y donde parece transmutarse en el gran Billy Corgan de los menos grandes The Smashing Pumpkins. Ya metidos en harina (sanguinolenta) que mejor forma para acabar de desangrarse que la estructura bluesística de “Blood Moon”, preludio del impactante cierre del álbum, ese lamento descarnado de alguien que pide respuestas y no las encuentra que es “Christ Jesus” y que realmente podría traducirse como un “Oh, my God!”, porque realmente esta exclamación es lo que provoca tras ser escuchado, este increíble trabajo que recomiendo encarecidamente desde aquí.

Sin duda, uno de los mejores discos del año.

David "El Chulón" Lorenzo