50 años del “Pink Moon” de Nick Drake. La cara rosa de la luna


Por: Kepa Arbizu

Siempre se le ha otorgado al paso del tiempo el papel de juez infalible -inmisericorde a veces, otras reparador- a la hora de determinar la verdadera trascendencia alcanzada por las diferentes manifestaciones artísticas. Dicha cualidad no debería silenciar sin embargo los diversos cadáveres, en ocasiones en el sentido estricto de la palabra, propiciados por la ceguera con que los escribanos de turno y público en general recibieron a muchos de sus coetáneos. Uno de los ejemplos más sangrantes y dolorosos, tanto por el personaje en sí como por su obra, es el de Nick Drake, al que ni facturar tres discos absolutamente majestuosos le sirvieron para que sus contemporáneos vieran en él el genio que más tarde ha sido considerado casi unánimemente. La celebración -el pasado 25 de febrero- del medio siglo cumplido del lanzamiento de “Pink Moon”, su último trabajo publicado en vida, escenifica el final de una trayectoria marcada, en ese sentido, por la silenciosa tropelía a la que fue sometido repetidamente.

Editado en 1972, dos años antes del abrupto y fatal desenlace de su autor a la edad de 26, en el que no hay que eludir la importancia que tuvo su de nuevo casi nula repercusión, suponía la continuación de dos episodios previos, “Bryter Layter” y “Five Leaves Left”, que ya le habían mostrado, ante los ojos de todo aquel que se hubiera dignado a abrirlos ante él, como un singular músico en el que se daban cita con igual fuerza el desarraigo y la sensibilidad envuelto en un folk de bellas y recargadas estructuras instrumentales. Frente a dicho engalanamiento de sus canciones, su última referencia alteraría ese rumbo para orientarse en dirección contraria, acudiendo a un escenario de total desnudez, manteniendo inmutable el talento para canalizar su angustia interna -que acompañó y atormentó sin descanso- en un monumento a la excelencia.

Los momentos que antecedieron a la elaboración de este trabajo estuvieron marcados por un nivel ya preocupante de deterioro moral y físico en el que Drake se encontraba inmerso. Obviando su perenne carácter retraído, ya nada quedaba de ese chico tímido pero repleto de ilusión por sumergirse en un negocio musical donde convertir en idioma universal su único salvoconducto para expresarse frente a un entorno que siempre percibió como extraño. A los diferentes intentos frustrados por llegar a hacer realidad ese magnético talante que tanto compañeros como incluso él mismo eran conscientes de que obraba en su poder, se le sumaba por aquel entonces el abandono, percibido como un lazo paternal quebrado, de su, entre otras cosas, productor, Joe Boyd, quien al saber de la intención que albergaba el británico de realizar un disco de radical sobriedad, entendió que su trabajo estaba de sobra, decidiendo tomar las maletas y lanzarse a “hacer las Américas”. Con la sombra de la depresión acechando cada vez con más fuerza y acompañada de su ya desbocado consumo de cannabis, el futuro inmediato parecía de nuevo llamado a ser escrito con renglones torcidos.

Lo que en principio fue una cordial sugerencia de Chris Blackwell, fundador de Island Records, sello que acogió sus discos, de invitarle a tomarse unos días de descanso en una casa de su propiedad situada en Algeciras, a la postre iba a suponer una estancia liberadora para que Drake lograra bajar el volumen de sus demonios y le permitiera terminar su trabajo. Una lacónica llamada de teléfono tras su regreso de España a John Wood, ingeniero de sonido en sus dos anteriores álbumes y ahora convertido en productor, le citaba para comenzar la grabación. Fueron suficientes dos breves sesiones nocturnas, únicamente pertrechados de micrófonos, guitarra y su voz, a lo que solo añadiría una escueta línea de de piano, para registrar media hora escasa de lo que iba a ser su última, pero descomunal, obra de arte.

La iniciativa de afrontar sus nuevas canciones bajo un entorno totalmente despejado de cualquier acompañamiento, al margen de una decisión creativa, suponía por encima de todo el reflejo de su deriva personal, apartado de casi todo lo material, lo que también incluía las relaciones humanas, y envuelto en un estado de ánimo deplorable, espejo de su aspecto físico. Tanto es así que la portada que iba a ser ocupada por algunas de las fotografías tomadas durante una sesión, fueron desechadas por ser consideradas poco “estimulantes”. Como en tantas ocasiones, la casualidad se convierte en dicha, y el dibujo de imaginario dadaísta, a medio camino entre Dalí y Magritte, realizado por Michael Trevithick, ocuparía ese lugar, convirtiéndose en parte de la iconografía del rock. Y es que si en “Pink Moon” a priori todo parecía surgir de la inestabilidad, el salto sin red que para muchos supondría el tratamiento sonoro elegido, propicio a dejar al descubierto debilidades y fallas, en el caso de Drake no hizo si no exponenciar su destreza con la guitarra, en ocasiones pasadas más escondida entre la florida instrumentación, y que aquí maneja alternando afinaciones, ritmos o pulsaciones, transformándose en todo un complejo acompañamiento para una forma de cantar que pese a su tono intimista y vaporoso no se muestra en absoluto endeble y sí extraordinariamente sensible.

No solo esa absoluta concreción a la que somete sus canciones alcanzará al ámbito estrictamente musical, sus letras, igualmente, prescinden de cualquier esquema narrativo para dibujar con concisión un ánimo doliente y vagabundo, expresado a través de una simbología plagada de referencias al mundo medioambiental, lo que por un lado delata su pasión por poetas como W.B. Yeats, Dylan Thomas, William Blake o John Keats, y por otro un pensamiento proclive a otorgarle valor máximo al hábitat natural. Un aspecto especialmente visible en el tema final del álbum, “From the Morning”, por el que se puede vislumbra un leve, y excepcional respecto al resto de contenidos, rumor vitalista. Así, el grueso de las piezas nos conducirán hasta un estado de profunda melancolía, ya sea rasgando con impulso su guitarra en la canción homónima o en una “Place to Be” que plasma el doloroso tránsito entre la lozana juventud y el decrépito presente. La técnica del fingerpicking, asociado a una línea vocal más sinuosa, entabla una relación con la que aportar una dinámica melodía en “Road”, siendo en ese plano “Things Behind the Sun” el corte con mayores altiajos armónicos y de alguna manera la composición más asequible, no por ello menos imponente, del lote. 

En el otro extremo, donde toma connotaciones realmente mortuorias esa sobriedad, resalta el acongojante instrumental “Horn”, que con sus escasas notas parece imposible lograr alcanzar tal nivel de embrujo; el minimalista blues “Know”, donde incluso su tarareo alcanza cotas penetrantes, o una “Parasite” que su repetitivo esquema con las seis cuerdas resulta la angustiosa puerta de entrada a un crudísimo y explícito autorretrato.

“Pink Moon” escribió el epitafio artístico de Nick Drake, llegando el vital poco más de dos años después. Su dramática desaparición, consecuencia de la ingesta de una alta cantidad de medicación contra la depresión, supuso el final de su existencia, pero al mismo tiempo significó el nacimiento de una leyenda. Probablemente sea poco consuelo para alguien que siempre cargó con la frustración de no haber encontrado en su única -pero majestuosa- forma de expresarse con el entorno la atención deseada y merecida. Pero la realidad es que personas como él, nacen con la misión de trascender, teniendo que soportar en no pocas ocasiones la cruz de la incomprensión de su tiempo. Sería fácil concluir diciendo que simplemente su reino no es de este mundo, aunque la realidad demuestra que su música está tan apegada al sentido trágico de la existencia que -pese a la descomunal belleza que transmite- produce vértigo lo fieramente humana que resulta.