“Bessie Smith” de Jackie Kay. En la casa del blues.


Por: Guillermo García Domingo 

Alpha Decay, la editorial catalana, ha vuelto “dar la nota” con la biografía de Bessie Smith, de Jackie Kay (traducida por Alberto Gª Marcos), después de haberlo hecho, justo hace un año, con “El chicle de Nina Simone”, escrito por Warren Ellis, el compañero de viaje de Nick Cave. Lo que pone de manifiesto que la editorial tiene buen oído para los libros musicales.

Escribir un libro significa adentrarse en un laberinto de decisiones. Anteponer una introducción al capítulo titulado “En la casa del blues”, es una mala decisión porque nos priva de un comienzo extraordinario: “Fui adoptada en 1961 y criada en una casa residencial del norte de Glasgow. Una casita Wimpey adosada. En el exterior de la casa hay un cerezo que tiene mi edad. No parece el lugar más apropiado para descubrir el blues, pero es que el blues llega allá donde los amantes del blues vayan. En mi calle y las calles adyacentes a la avenida Brackenbrae, no vi jamás a otro persona negra. Éramos mi hermano y yo. Y punto”. Es difícil concebir unas líneas iniciales más prometedoras. El desplazamiento de la narración hacia Escocia además de situarla en una época posterior a la que perteneció la cantante provoca esa clase de desconcierto que ofrecen únicamente los libros memorables. Después de leer algo así, nadie se acuerda de la introducción fallida.

El carácter de este capítulo determina el devenir de todo el libro. Nos avisa de que no estamos ante una biografía convencional y mucho menos académica, aunque Jackie Kay forme parte del mundo universitario, después de haber sido una poeta laureada de su país. Su trayectoria y la de la cantante se fundieron el día en que el padre de la primera le regaló, cuando tenía 12 años, un disco de esta “blueswoman”. La voz de la cantante de Tennessee la poseyó en la adolescencia. “No habría madurado igual sin ella”, se atreve a afirmar en el libro. Una de las historias de fantasmas más antiguas de la que se tiene constancia se la debemos a Platón. En el diálogo “Fedón”, Sócrates, poco antes de beber la cicuta, les cuenta a sus compungidos discípulos, de acuerdo con la doctrina dualista que Platón defendió, que los espectros insatisfechos buscan en los camposantos cuerpos disponibles en los que encarnarse de nuevo. El alma de Bessie Smith, materializada en su voz única, tomó posesión de una joven escocesa que tenía su mismo color de piel. Es la misma voz, que causó sensación en 1962 en algunos bares de Austin (Texas), y pertenecía Janis Joplin. Un año antes de morir, Joplin sufragó (junto a Juanita Green) el dinero para construir la tumba honorable, en Filadelfia, que la música le debía a Bessie Smith.

Bessie Smith llegó a ser conocida como la emperatriz del blues, pese a que nació en un lugar denominado “Goose Hollow”. El topónimo significa el “hoyo de los gansos”, un suburbio de Chattanooga (Tennessee), un sitio condenado, abandonado a su suerte por el supremacismo blanco. Sin embargo, Bessie fue capaz de emprender el vuelo desde un lugar tan inhóspito, reservado a los antiguos esclavos. El apellido de la cantante ha preservado la herencia maldita de los amos de sus ascendientes. Pocos días después del día de los difuntos visité en la Casa de México de Madrid una exposición de obras realizadas por Frida Kahlo. La artista mexicana sufrió a lo largo de su vida las consecuencias permanentes de un terrible accidente que sufrió durante su juventud al ser arrollado por un tranvía el autobús en el que ella viajaba. En el caso de Bessie Smith la culpa la tuvo un camión “estacionado y sin luces” en la autopista 61, contra el que su coche se estrelló, provocándole heridas mortales cuando ella todavía tenía muchas cosas que decir y cantar. ¿En qué otra carretera si no, podría haber muerto la cantante, que “llevaba el viaje en los huesos y en su blues” (p.48)? Tanto es así que llegó a adquirir, en el mejor momento de su trayectoria musical, un extravagante vagón para residir en él mientras viajaba a lo largo y ancho del país. No importa que sepamos de antemano lo que va a ocurrir, el capítulo dedicado a la descripción del accidente y la posterior agonía de la cantante, titulado “Mississipi 1937”, es sobrecogedor.

En la exposición dedicada a la pintora llamó especialmente mi atención un cuadro en el que esta representa el pie que le amputaron (debido a las numerosas secuelas sobrevenidas a partir del accidente), un año antes de fallecer, en 1953. Debajo del dibujo incluyó unas palabras que había escrito en su diario: “pies para qué los quiero, si tengo alas pa´ volar”. Lo mismo que decidió Bessie Smith, quién se elevó desde el “hoyo” en el que le correspondió nacer. Se quedó huérfana enseguida, y, con apenas siete años, se ganaba la vida cantando en un cruce de calles de su ciudad. Los transeúntes se detenían a escucharla. 

No estoy seguro de que las grabaciones que hizo para Columbia, realizadas a partir de 1923, a las que Kay dedica el capítulo denominado “Cera”, que alude a los cilindros de cera en los que las agujas, activadas por la voz, dejaban sus marcas, hayan sido capaces de registrar el talento de Bessie Smith. No obstante, sus discos concitaron una aprobación entusiasta y masiva. Su voz resultaba menos enérgica en el estudio que en el escenario, donde abusaba de su poder como una déspota. El guitarrista Danny Baker, uno de los que se rindió ante ella se acuerda de que ella “era capaz de provocar una hipnosis colectiva. Cuando actuaba, podías escuchar la caída de un alfiler”. Si la que habla es la verdad, no queda nada que añadir. Esta es la razón, la ausencia absoluta de impostura, por la que los aficionados a la música han apreciado el blues. La propia Bessie relató las vicisitudes de su vida mediante sus canciones. Kay lo resume a su manera, con una sentencia más, igual de eficaz que las otras, sembradas a lo largo del libro: “La vida de Bessie y sus blues son dos caras de la misma moneda”. La biografía escrita con la cadencia de un blues por Jackie Kay no deja ningún resquicio a la duda, Bessie se lo gastó todo, no se guardó ni una sola moneda. La cantante se hizo a sí misma en la carretera, a la sombra de Ma Rainey y su “minstrel”, otra mujer de armas tomar, de la que aprendió que no hay más ley que el deseo. 

La vida intensa y salvaje que Bessie Smith eligió vivir y beber, labró, como la aguja en la cera, un regusto áspero en sus interpretaciones, que pueden verse y oírse, sin apenas esforzarse en buscarlas, en la Red. Su porte era imponente y su libertad, salvaje. Su gran estatura artística seguramente mermó su equilibrio emocional, y la hizo más vulnerable de que lo que ella misma estaba dispuesta a admitir. Así que, la Smith, que tantos días se había despertado entre los dulces brazos de una mujer, no pudo evitar caer bajo el influjo perverso de los hombres. Un vestido rojo, comprado gracias al empeño de un reloj, la vinculó a Jack Gee, un sinvergüenza oportunista que se aprovechó de su éxito. Bessie Smith se convirtió a su pesar en otra de tantas “esclavas del esclavo” a las que John Lennon dedica la canción, “The Woman Is The Nigger of the World”. Pero no hay herida que no pueda cauterizar el blues, aunque no conceda anestesia alguna, como mucho un trago de licor casero en el tiempo de la Prohibición. Ni siquiera la herida peor puede resistirse a la medicina del blues, la que te infligen otros seres humanos que te escatiman la condición humana que sabes que te corresponde por derecho. El éxito de sus canciones y su celebridad acabaron sumidos en el agujero que la depresión del año 29 provocó en la economía estadounidense (y mundial). 

Bessie Smith volvió a la casilla de salida, porque “nadie te conoce cuando no tienes donde caerte muerto”, como apostilla un blues al que ella prestó su voz. Bessie, que se había repuesto de tantas “resacas” después de fiestas desenfrenadas, volvió a la carretera (con un contrabandista de Chicago, que la hizo mucho más feliz que Gee), hasta que un maldito camión se interpuso en su camino.