Jeff Tweddy: “Twilight Override”


Por: Àlex Guimerà. 

Jeff Tweddy es único en su especie, sólo hace falta leer sus libros “Vámonos (para volver)”, “Un mundo en cada canción” y “Cómo componer una canción” para comprender su mentalidad artística, sus influencias musicales y su afán creativo inagotable. Es lo que le lleva a seguir adelante con su banda a pesar de que, como mucho afirman, sus mejores días puede que hayan pasado; y es lo que le ha llevado a tirar adelante con una carrera en solitario que ya va cogiendo bastante envergadura. 

 Uno que es fan de Wilco desde el enamoramiento de “AM” en los noventa, comenzó con ese “Together at Last” (2017) por curiosidad, tras ver que en él Jeff abordaba en acústico algunos de los éxitos de su formación, grabados en su sacrosanto The Loft de Chicago. De hecho, ese disco era su segundo álbum tras su debut “Sukierae” en el que contaba con la batería de su hijo Spencer. Pero los toques de alerta respecto a que estábamos ante una carrera en solitario muy interesante llegaron con dos grandes álbumes como son “Warm” (2018) y “Love Is The King” (2020), en los que apreciamos algo más que versiones acústicas y descubrimos una cara nueva, distinta a la del líder de la banda de Alt-Country por antonomasia.

Precisamente junto a ellos le tuvimos por nuestros escenarios el año pasado y repasando la fornida trayectoria de la formación, pero también apostando por temas de sus últimas entregas: el doble “Cruel Country” (2022), "Cousin" (2023) y el EP “Hot Sun Cool Shroud” (2024). Y sin apenas descanso va y nos cae la bomba este año con su proyecto individual más ambicioso y arriesgado: un triple disco de 30 canciones. 

¿Era necesario? ¿Aporta algo nuevo? Pues me decanto por responder un sí rotundo a ambas preguntas y lo hago tras dar varias vueltas a las seis caras del disco. En primer lugar porque a estas bestias de la composición como Jeff Tweedy hay que dejarlas fluir, está en su ADN escribir y grabar canciones y lo van a seguir haciendo siempre. Mirad a Ryan Adams el año pasado que nos sorprendió el día 1 de enero publicando cinco álbumes muy aprovechables; o leyendas como Paul Weller, Van Morrison o Neil Young que van prácticamente a disco (o más) por año. Así es Tweedy y así necesita expresarse, creando y tocando. 

En segundo lugar me decanto por el sí porque tenemos que evitar la inmediatez que reina en nuestros días y poder degustar las composiciones poco a poco. Y es bajo esas premisas como el disco fluye y ofrece mucho, en lo musical donde transita por distintos ambientes de su universo sonoro, pero también en lo personal, pues el disco nos regala maduras reflexiones de la sociedad y del mundo en el que vivimos, del paso del tiempo o simplemente nos relata esas historias de esos personajes tan particulares a los que nos tiene acostumbrados.

Grabado, cómo no, en The Loft (Chicago) junto a sus hijos Spencer (batería y voces) y Sammy (sintetizadores y voces), más los músicos Liam Kazar, Sima Cunningham, Macie Stewart y James Elkington., el plantel se completa con la producción del propio Tweedy y Tom Schick, quienes realizan una gran labor puliendo los instrumentos, que se erigen en grandes protagonistas de este macro-álbum.

Arranca el álbum con la ensoñadora "On Tiny Flower" de tintes ecologistas y más de seis minutos de duración, es la entrada de un disco mayoritariamente acústico. De esta primera parte destacaría la melodía dulce de "Caught In The Past", el temazo "Forever Never Ends", digno de los mejores momentos de Wilco, la barroca "Love Is For Love", "Secret Door" con sus aromas Nick Drake, la rítmica "Betrayed" y la taciturna "Trowaway Lines".

Justo al cambiar de disco escuchamos "KC Rain (No Wonder)", de magníficos coros, aunque no tan inquietantes como los que se escuchan de fondo en "No One's Moving On", una canción que incluye solo de guitarra acústica, por cierto. El segundo disco es quizás el menos brillante de los tres, aunque en realidad a todos ellos los deberíamos analizar como una unidad. Sin embargo encontramos la pegadiza "Out In The Dark", los arpegios de guitarra de "Better Song" que no es tal, "Western Clear Skies", en la que Sammy dobla fantásticamente la voz, la etérea "Blank Baby" o la final y directa balada acústica "Feel Free", en donde se confirma que en lo sencillo está lo bueno. 

 No se me ocurre mejor homenaje a un músico que "Lou Reed Was My Babysitter", con ese plagio con el que el bueno de Jeff nos hipnotiza aporreando esa guitarra rítmica y sacando su lado salvaje al gritar en medio del estribillo. Es el arranque del tercer disco que incluye una de las joyas de este "Twilight Override", se trata de "Stray Cats In Spain", con esos violines maravillosos y esa melancolía preciosa. También tenemos experimentos raros como "Wedding Cake" con las cuerdas de las guitarras acústicas distorsionadas, la solemnidad celestial de "Too Real", las perezosas "Ain' t A Shame" y "Cry Baby Cry", la balada Country "Saddest Eyes" y la final y animada "Enough", con la que nos viene a decir que ya tiene suficiente de escribir canciones. 

 Con esa proeza Jeff Tweedy no sólo sale airoso si no que recoge el testigo de los más osados rockeros. Hablo del George Harrison de "All Thing Must Pass" (1979), de Yes y su "Yessongs" (1973), de los Clash del "Sandinista!" (1980), de Prince con "Emancipation" (1996), del "69 Songs" de los Magnetic Fields o incluso podríamos incluir el "Triplicate" (2017) de Dylan. A diferencia de ellos, el de Chicago ha arrojado los tres vinilos sin hacer apenas ruido, sin pretensiones, sin querer complacer a nadie más que a sí mismo y a su familia -su proyecto en solitario es su vehículo para poder hacer música con sus hijos- , pero que acaba complaciendo a los seguidores del cantautor.

El próximo febrero lo tendremos por Madrid (11 febrero, sala teatro Eslava) y por Barcelona (12 febrero Sala Paral·lel) para podernos deleitar de su visión más íntima después de gozar de la potencia de su banda. Son las dos versiones de un artista que no cesa en crear nueva música, para acabar saliendo siempre vencedor con los dos puños en alto. 

Rubén Pozo. "50town"


Por: Javier Capapé. 

Nuestro vampiro juega en casa. No lo vamos a negar. Es nuestro brother y le queremos. Porque Rubén Pozo sabe darnos siempre lo que necesitamos, la dosis justa del rock de siempre y esos versos canallitas tan cotidianos. Si nos pregunta "hola, qué ase?" nos tiene en el bolsillo. Si arranca con ese estilo tan personal su acústica o su stratocaster ya sabemos que se suavizarán las curvas. Y encima, esta vez, viene a cantarnos a toda una generación que hemos crecido al abrigo de los últimos Stones, de los cantecillos de Kiko Veneno o del verbo castizo de Los Rodríguez. Los que estamos más en los cincuenta que en otro lado y que reivindicamos éste como un momento de gloria, no de pesar. La experiencia es un grado y "50town" un estadio de felicidad. Así, con la seguridad del que afronta una segunda vuelta con confianza y todo el mundo en la mochila, se lanza el madrileño con sus mejores armas.

La canción titular, con la que abre el lote, es puro clasicismo rock de buena factura. Con un hammond que le da cuerpo y una guitarra eléctrica que dibuja con gusto los arreglos justos, así como un solo final contenido y casi perfecto. "50town" es además el leit motiv de un disco en el que la experiencia gana por goleada y donde la sensación de sentirse seguro y en paz con lo realizado nos sostiene en esa especie de refugio en la ciudad madura, pero en la que no se renuncia a seguir exprimiendo la vida. Ricky Falkner, un auténtico maestro en la producción, ha dirigido el cotarro en el estudio Casa Murada con los músicos grabando en directo y Jordi Mora a los controles. El multiinstrumentista y productor ha impreso una factura más contundente a los temas, sin perder la frescura que siempre ha caracterizado a Rubén, pero buscando más cuerpo, conseguido esta vez por el mentado hammond y las teclas de Valdehita, así como por una línea rítmica serena pero contundente. Loza y Falkner se encargan de ella, mientras que Rubén se desenvuelve nuevamente como pez en el agua con todas las guitarras, da igual si son eléctricas stonianas, acústicas que nos llevan de la mano o españolas con las que serpentear y dar color. Guitarras, que son lo que de verdad le tiene enamorado, compañeras que le siguen hipnotizando, como él mismo asegura.

Tras ese arranque que conecta con el Rubén pirata de toda la vida, refugiado en esa ciudad que destila energía y ganas de vivir, encontramos "Efímero", una canción que roza el rock duro, casi el heavy, con un recitado que nos arrastra y nos lleva al precipicio de un estribillo tan sencillo como efectivo. Viene a decirnos eso, que somos efímeros, siguiendo con esa temática del disco en la que el camino nos lleva hasta la paz de "50town", pero con rabia y actitud. "Cantar" vuelve al mejor Rubén, con ese rollo macarra que le sale tan natural para defender aquí la necesidad de buscar en las canciones el sentido para seguir. Mientras podamos cantar la vida sigue y el retiro ni se plantea. ¡Ese es Rubén Pozo! Luchando contra viento y marea, atravesando desiertos y obstáculos, pero seguro y firme con lo que le sostiene, con la cabeza bien alta, porque él sabe mejor que nadie que nada detiene a la música ni a la necesidad de cantar lo vivido.

"Fuera de quicio" me recuerda a Los Rodríguez, con ese riff inicial contagioso y su toque castizo, mientras que "Garabato" me lleva hasta Kiko Veneno, con esa guitarra española arreglando las estrofas. Ya lo comentaba al principio de esta reseña, pero que estas canciones me traigan estos dos nombres a la cabeza no es casualidad. Es fruto de la experiencia y el reflejo de aquellos que hemos crecido con los clásicos, tomando prestado lo mejor de ellos para incorporarlo en nuestras quebradizas sendas. En el caso de nuestro protagonista, no sólo nos recuerda a esos músicos y a esa época, sino que él mismo ha formado parte y es ya uno de ellos. Su sonido pertenece también al de esos clásicos. Es una referencia. Algo que ocurre con "Dispárame", uno de sus representativos e imperecederos temas con todos los tics a los que nos tiene acostumbrados, o "Los que ya no están", que desde su emotividad da sentido a toda la colección. Antes de éstas, ha sido una descarada e irónica "El puto amo" la que ha subido las revoluciones, y justo después de las mismas "Estamos como queremos" nos ha llevado de vuelta al redil, a esos sonidos marca de la casa. Una maravilla que reivindica nuestra suerte. Esa frase que nos lleva a reconocer que nuestra "vida es un ensueño" y que ese ensueño es "un estado mental" que nos demuestra que todo es posible, que estamos de suerte, vivitos y coleando, porque "toda la lluvia no es un caladón". Pura poesía de barrio. Se entiende que fuera su primer adelanto, porque condensa todo el espíritu de un disco positivo desde el primer acorde, feliz de conocerse. Un perfecto manual de la buena vibra y de la gratitud por formar parte de este regalo que es la vida. No hay sitio para el lamento solo para el agradecimiento por estar como queremos.

Este disco, que es casi una manera de encarar la vida, se despide con "La última canción" que, a pesar de su título, no parece una despedida. Un cierre contenido y emocionante en el que la electricidad se diluye y el piano le otorga solemnidad a un mensaje que invita a dejarse llevar. "La vida nos lleva por caminos raros", como decía Diego Vasallo, pues en este caso, Rubén Pozo nos dice simplemente que "la vida es así", que no podemos detener su deriva, así que nos invita a "dejarlo rodar" y seguir adelante. Sin prisa pero sin pausa, siendo conscientes de nuestro sitio.

Esto es "50town", quizá el disco más pegado a la superficie de Rubén Pozo, el más cercano a nuestra realidad. No hay juegos efímeros, ni episodios fugaces. Estas diez canciones están cargadas de realidad y una actitud honesta y más que acertada ante lo que se nos va viniendo encima, que no son solo años, que son experiencias con las que construir nuestra particular ciudad, con cuarenta, cincuenta o los años necesarios. No hay límite para entrar y cobijarse bajo las sombras de los edificios que construimos en nuestro largo caminar. Edificios que son equipaje, canciones y momentos, que encierran acción y emoción. En los que ponemos todo el corazón y que nos mantienen a flote entre idas y venidas. Rubén Pozo sabe mucho de esto y por eso mismo ha hecho de estas diez canciones un auténtico manual de resiliencia y vida compartida entre acordes de guitarra y contundentes riffs de rock.

Robert Finley: “Hallelujah! Don't Let The Devil Fool Ya”


Por: Kepa Arbizu.

Los primeros episodios biográficos de Robert Finley riman casi a la perfección con los vividos por muchos de sus coetáneos, descubriendo las artes musicales por medio de invocaciones religiosas entre las paredes de la iglesia y convirtiendo posteriormente las calles, y su audiencia de viandantes, en centro neurálgico de su expresividad. Es en este punto, donde ya se han intercalado un buen número de trabajos realizados para subsistir, cuando este relato toma su propio, e incluso pintoresco, camino, postergando hasta pasadas seis décadas de existencia su inaugural incursión profesional en un estudio de grabación. El resultado se trataba de un debut, “Age Don't Mean a Thing “, que despertó ese radar arqueológico que Dan Auerbach orienta dispuesto a revitalizar y descubrir viejas glorias, convirtiéndose desde ese instante y hasta la actualidad en su potentado artístico. Una alianza que llega hasta su cuarta referencia conjunta, un álbum, “Hallelujah! Don't Let The Devil Fool Ya “, que muestra al veterano compositor en una suerte de regreso a su primeriza pasión, recuperando aquellos ritmos y melodías dedicadas a glosar la gracia divina. 

Del mismo modo que la primigenia música popular estadounidense tiende sus lazos tan cerca del diablo como de Dios, no es menos evidente, y hasta cierto punto identificativo, la vigencia de ese binomio en la propia idiosincrasia cultural del país, que con una mano extiende la Biblia como salvación humanista mientras que con la otra introduce más balas en su revólver. Un encuentro de contrastes que hace que el blues y el gospel lleguen a compartir muchos más lugares de encuentro que de disenso. Un paisaje de antagonismos aparentes que sin embargo son la sustancia esencial de todo un legado que, el ahora ya septuagenario autor de este álbum, decide volcar hacia esa orilla desde la que clamar por la vida eterna y la comunión entre hermanos. Una capacidad laudatoria nunca esquiva a escribirse sobre esos renglones torcidos en los que, por mor de aquel pecado original, nos hemos convertidos los seres humanos. 

Reflejo de ese espíritu enarbolado por el buen feligrés que emana del disco, el vínculo familiar cobra especial trascendencia, y no solo en el verbo declamado, sino porque una parte sustancial del acompañamiento vocal recae sobre su hija, Christy Johnson, quien no ejerce de mera corista, siendo su presencia la escenificación del contrapunto vocal al rasgado y hosco timbre de su progenitor, un diálogo constante entre el rugoso predicador y la emisión de un canto dulce. Ingredientes de un modus operandi global en la confección del trabajo más cercano a una lúdica congregación de fieles que a la pautada rigidez profesional, peregrinando los músicos al estudio de grabación para escoltar a la desatada improvisación de Robert Finley, al que dos sesiones le bastaron para hacer de interlocutor de la palabra santa. Espontaneidad que sin embargo no acabó de llenar de gozo al miembro de The Black Keys, a su manera "postiza" también perteneciente a la prole del veterano músico, de hecho basta una palabra suya para abrirle las puertas de su casa, el estudio Easy Eye Sound, quien aplicó una tarea más “humana” para revestir y agrandar el recorrido de las canciones. La línea directa con el altísimo no está exenta de retoques terrenales cuando de hacer más profundo su mensaje se trata. 

El hecho de que este álbum no ejerza de mimesis respecto a clásicos mandamientos y adopte un clima turbio, donde la hibridación de géneros es expuesta sobre un tensionado escenario, propicia una condición mucho más atractiva que, pese a su vetusta ascendencia, se relaciona directamente con el presente. “Hallelujah! Don't Let The Devil Fool Ya” genera, de esta manera, un abrazo sonoro de tremenda envergadura, ofreciendo cobijo a adeptos de ritmos que fluyen desde Mahalia Jackson a Black Pumas. Una heterodoxia aplicable también al bienvenido protagonismo compartido con la arrolladora banda, que no dudará en tomar durante varios momentos la batuta de mando. Un paso adelante que no siempre es fácil formular cuando se cuenta con una voz, rasgada hasta el sufrimiento, colmada de sentimiento y dotada de una capacitad de transmisión capaz de convertir en beato al ateo más irredento. Encarnando más el legado de Al Green, Otis Clay o Bobby Womack que el representado por Reverend Gary Davis, las insinuantes trazas sureñas de "I Wanna Thank You" respaldan un casi omnipresente sentido épico, sin presencia de impostación alguna, que disimula, pero no disipa, su huella entre la envolvente elegancia de "Praise Him". Como si de un orador repleto de fuego al que cuesta controlar se tratase, la esbelta sutilidad de "I Am A Witness" o ese etéreo ambiente, cincelado a medio camino por Isaac Hayes y Charles Bradley, que exhibe "His Love", son el aliento necesario inhalado desde un púlpito que, ya se cuando atruena o se anuncia comedido, se manifiesta cual Edén musical.

Pero no hay tregua para los impíos en este reducido -solo ocho cortes contiene- pero exuberante trabajo, y por si fuera poca la presencia de la garganta del veterano intérprete , su banda de acompañamiento se transforma en un corifeo letal a la hora de amplificar su mensaje. Ataviados con un paso funk, su danza recatada durará poco tiempo en una "Holy Ghost Party" insuflada de contemporaneidad que desemboca en un frenesí eléctrico que mutará hacia  el expansivo y rítmico manejo, propio de The O'Jays, que caracteriza a "Helping Hand". El redoble de tambores que abre "Can't Take My Joy" es más bien la retreta que anticipa la tormenta imponente que se está fraguando y que enlazará con el arrollador blues lisérgico de "On The Battlefield", que parece directamente extraído de esa grabación histórica llamada "Electric Mud", firmada por Muddy Waters. Piezas que representan las cimas de un disco que a sus pies ha dejado el rastro del Apocalipsis, que también es palabra bíblica. 

 Conviene relativizar, aunque suponga desautorizar al propio autor, la exclusiva condición relacionada con el gospel que ha amamantado a este trabajo. No cabe duda de que sus cimientos están hechos de esos momentos en los que un joven Finley cantaba dichoso en la iglesia, pero artísticamente estas canciones son mucho más, significan todo un compendio de la música afroamericana, y no solo en su aspecto sonoro, sino en su su propia naturaleza, donde sus togas celestes llegan a confundirse con prendas entalladas de sugerente carnalidad. El veterano intérprete, quizás sin pretenderlo, ha hecho una magistral oda a la incertidumbre, a la que ha agraciado con un disco sin mácula que posiblemente funcione además como una perfecta analogía de los tiempos actuales, donde los mensajes de salvación acaban por compartir el ruidoso lenguaje del caos instaurado.

In-Edit, capturando en imágenes el alma musical


Por: Àlex Guimerà.

La edición número 23 del Festival In-Edit de Barcelona finalizó este domingo 2 de noviembre, nuevamente con gran éxito de asistencia en las salas y con varias proyecciones colgando el cartel de “sold out”. Y es que el arraigado festival de documentales musicales nuevamente ha ofrecido buenos y variados largometrajes para todos los gustos, tocando todo tipo de géneros como el rock, pop, metal, jazz, salsa, punk... 

Para esta edición, por destacar ante tanta oferta, sobresalían películas como “Ellis Park”, dedicada al músico australiano y compinche de Nick Cave Warren Ellis, “Depeche Mode: M”, sobre su masivo concierto de 2023 en Ciudad de México ante 200 mil espectadores, “Boy George & Culture Club”, “Lost Angel: The Genius Of Judee Sill”, “Sun Ra: Do The Impossible”, “Copeland” sobre quien fuera baterista de Police o el estreno esperado de “Spinal Tab. The End Continues”, con la que el director Rob Reiner nos cuenta las nuevas peripecias de los miembros de la legendaria (y ficticia) banda, quienes tras 15 años de separación vuelven a reunirse. 

En el plano nacional se han proyectado los estrenos de “Hombre Bala (Mikel Erentxun)” y “Hasta que me quede sin voz (Leiva)”, o ese interesante “Mètode Víctor Nubla d'interpretació de Víctor Nubla” sobre ese agitador contracultural de la Barcelona de los años setenta. Con participación de directores y protagonistas en las salas, pero también con la presencia de músicos y Djs amenizando musicalmente las proyecciones, el festival de nuevo ha regalado momentos inolvidables para demostrar que el evento es de parada obligatoria en los otoños de la Ciudad Condal. 

Para esta edición el premio al Mejor Largometraje Documental Internacional ha sido para “La 42”, del director José María Cabral, en donde nos retrata la vida de un barrio de Santo Domingo a través de sus bailarines y artistas. El Mejor Largometraje Documental Nacional ha ido a parar a manos de “Flores para Antonio”, de Isaki Lacuesta y Elena Molina, quienes han repasado la vida del gran Antonio Flores a través de la mirada de su hija la actriz Alba Flores. Mientras que el largometraje “El canto de las manos”, de María Valverde, ha sido reconocido con una mención especial del jurado, por ofrecer el testimonio de cómo se creó una versión adaptada al lenguaje de los signos de la ópera "Fidelio", de Bethoven.

Interesantísimas propuestas de este festival que nuevamente termina con nota excelente, por programación, por organización y por éxito de público. Volveremos, seguro, pero antes dejamos impresiones de dos cintas que nos han gustado especialmente: 

 "LA GRAN BOGERIA (JOAN DAUSÀ)" 2025. Dir. Pol Fuentes 

No hace falta ser seguidor de la música de este cantautor de 46 años de Sant Feliu del Llobregat (Barcelona) para disfrutar del documental. Pues en él podemos gozar del momento álgido de una carrera musical atípica con dos hitos como fueron sus conciertos en el Palau Sant Jordi (Barcelona) y en el Palacio de Vistalegre (Madrid) del pasado año. El film repasa esos momentos y el perfil del personaje a través de imágenes de archivo, entrevistas al protagonista pero también a sus mas cercanos colaboradores o personajes de la cultura y de la sociedad como el entrenador de futbol Luís Enrique, el Mago Pop, Risto Mejide, Santi Balmes (Love Of Lesbian) o populares periodistas de la radio y televisión catalanas. 

De este modo nos adentramos en el perfil de un músico que es algo mas que eso, es un creador de gestas imposibles, un “showman” como pocos, un vendedor al que nadie se le resiste y un tipo que ha sido capaz de nadar a contracorriente en el actual panorama musical catalán y salir victorioso. Sorprende verle con veinte años agitando el Estadio Olímpico de Monjuic en la “Festa dels Súpers” ante miles de niños y sus familias, verle saltar al público en medio de un concierto y darse la “gran hostia” por la que se fracturó varias costillas, verle organizar conciertos de forma metódica, desplegar su don de gentes con otros músicos o verle llorar por haber alcanzado cotas que a priori parecían imposibles. 

Pero el documental se centra sobre todo en los dos macro eventos que tuvieron lugar el pasado 2024. Primero el concierto en el Palau Sant Jordi ante 16.000 personas, con todos los entresijos de la preparación, los ensayos, sus lágrimas al tocar la primera canción al piano, sus baños de gente llegando a hacer que dos desconocidos se dieran un beso y su salto al vacío (en este caso no físico) proponiendo repetir aquel concierto en San Sebastián, París o Madrid. Y esta última fue finalmente la ciudad que acogió su directo del sábado 26 de octubre de 2024 ante 11.000 fans, lo que supuso todo un hito teniendo en cuenta que todas las canciones de Joan Dausà son cantadas en catalán, y teniendo en cuenta que tuvo que competir con un Madrid-Barça en la misma hora. Pero él había salido a jugar y ganó, arrastró a su legión de fans a pasar el fin de semana a la capital y a disfrutar de su show que para la ocasión contó con un dueto con el mito de la canción de autor Victor Manuel y otro con la joven cantante Paula Koops, con conexiones con el Clásico y con una especie de concurso de parejas encima del escenario. Son partes de este interesante documental que nos muestran a un auténtico showman capaz de lograr lo inimaginable y que va mas allá de lo musical. 

"IT’S NEVER OVER, JEFF BUCKLEY", 2025. Dir.Amy Berg 

 Con el aperitivo de Dani Vega (Mishima y Sr. Canario) amenizando los prolegómenos con su guitarra para intentar rememorar los ambientes de las cuerdas del autor de “Grace”, la espera llegó a su fin con el arranque de este film muy bien dirigido que hace justicia al músico y sobre todo a la persona de Jeff Buckley. Un documental que mezcla en su justa medida imágenes de archivo, fotografías, paisajes y lugares, entrevistas, dibujos y video montajes para hacérnoslo dinámico e ilustrarnos una historia que muchos conocíamos pero que tras ver la película hemos llegado a profundizar hasta lo mas hondo. Pues “It’s Never Over” nos traslada directamente hacia las emociones de sus personajes y de sus vidas. Descubrimos el prematuro abandono de Jeff a manos del brillante cantautor Tim Buckley, y cómo su madre lo levantó a pesar de su juventud, como el refugio de la música llegó pronto para comenzar a nadar en una contracorriente artística y personal que nunca mas abandonaría su corta existencia. El descubrimiento del talento musical y de esa impresionante voz heredada, la sensibilidad que siempre reinó en sus días y cómo poco a poco fue cautivando a un público que acabó rendido con su arte. 

Durante el visionado escuchamos los testimonios de sus parejas, de su madre, de sus músicos y de otros músicos que lo conocieron como un simpático Ben Harper que nos contó alguna de sus locuras. Somos testigos de sus entrevistas en las que descubrimos sus preocupaciones, sus visiones sobre la vida y la música y sus ídolos musicales (Nina Simone, Led Zeppelin,…), todo mientras escuchamos su voz a capella o junto a su banda. Vemos imágenes de algunos de sus conciertos y damos fe de cómo degustó a su manera las mieles del éxito tras su único álbum publicado en vida “Grace” (1994), pero también del sufrimiento arrastrado desde su infancia por haber sido hijo de la leyenda ausente de Tim Buckley con las constantes comparaciones. Somos testigos de su vida dentro de la escena contracultural de Nueva York, de las dificultades para componer y publicar su segundo álbum y de sus últimos días apartado de todo en Memphis. Y, claro, rememoramos su fatal desenlace con su prematura muerte en el río Wolf. 

Son minutos cargados de sufrimiento pero también de belleza y de sensibilidad, minutos en los que se plantean misterios a la vez que relatan anécdotas terrenales, una historia llena de juventud pero también de eternidad. Un documental, a fin de cuentas, con mucha alma.

"El monte de los aullidos", próxima visita obligada para los amantes de Fito y los Fitipaldis


Por: Gemma Ruiz.

Cuatro años han sido los que hemos tenido que esperar los fans de Fito Cabrales para volver a escuchar su voz al frente de los Fitipaldis

Tan solo cuatro años que se han hecho eternos. Por fin, la espera ha terminado y el bilbaíno regresa para recordarnos que el rock sigue teniendo corazón. 

Fito nos soltaba a principios de verano pequeñas píldoras sobre el repertorio de su nuevo álbum, "El monte de los aullidos", en el que contaba que…

   

Fito nos tiene acostumbrados a hacer las cosas de manera diferente, a empezar "la casa por el tejado" y a encontrar en sus letras innumerables metáforas sobre sus sueños y luchas internas. Esta vez, en el single que lanza para dar a conocer su nuevo álbum, Los cuervos se lo pasan bien, no se ve diferente ni raro... "no, no, no...yo siempre me he sentido extraño".

   

Triste y afortunado por esa visión que siempre nos muestra de la vida, de caerse y volver a levantarse y continuar, de aceptar errores y seguir adelante, como en ese "me equivocaría otra vez", de Por la boca vive el pez. (Me equivocaría otra vez)

   

Y es que Fito “escribe igual que sangra porque sangra todo lo que escribe” mostrándonos en esta canción su mayor autenticidad. Una autenticidad con la que hemos ido caminando a través de toda su trayectoria, como aquel Soldadito marinero que caminaba despacito, aprendiendo “que las prisas no son buenas”. Una prudencia que nos acompaña ahora al escuchar y observar a los cuervos bailando a saltitos a su alrededor.

   

Y es aquí, donde Fito “sonríe por seguir en pie, sabiendo que el tiempo siempre está nublado”. Un paso del tiempo, de caídas y aciertos que se hacen eco de canciones anteriores como esa “ventaja de irse haciendo viejo” en Antes de que cuente diez.

   

Donde “puede escribir y no disimular” y donde mantiene no tener nada para impresionar pero lo cierto es que a nosotros nos sigue tocando el corazón y sigue representando nuestras emociones y recuerdos en cada uno de sus versos. Un Monte de los aullidos al que acudir siempre que queramos recordar, escuchar la vida, la nostalgia y la sinceridad que solo Fito y los Fitipaldis nos saben entregar.

Tame Impala: "Deadbeat". La reinvención controlada de Kevin Parker


Por: Begoña Serralvo. 

Cinco años después de "The Slow Rush", Tame Impala vuelve con "Deadbeat" (2025), un álbum que confirma su intención de seguir expandiendo los límites sonoros del artista australiano. El proyecto, que comenzó como un experimento de psicodelia casero, y terminó conquistando los festivales más grandes del mundo, vuelve a mutar, esta vez hacia un territorio más electrónico, minimalista y rítmico, enfrentándose desde el yo interior de Parker hacía el ruido exterior del éxito.

Parker, que en anteriores discos tendía al perfeccionismo obsesivo, opta aquí por un enfoque más directo, con menos capas y más textura, espontáneo y ecléctico. El resultado es un sonido menos denso, pero más físico, con una clara influencia del house, el acid y la cultura rave de las antípodas.

El disco abre con “End of Summer”, un tema de casi siete minutos que marca el tono: sintetizadores brillantes, bajos pulsantes y un groove hipnótico que se construye lentamente. Es Parker canalizando su obsesión por el loop y la repetición, pero con un sentido rítmico más pronunciado. En “Loser”, uno de los sencillos más accesibles, combina melodías pop con una base más seca, casi techno, mientras que “Dracula” introduce un tono oscuro y meditativo, más cercano al ambient.

A nivel lírico, Deadbeat mantiene la mirada introspectiva que siempre ha caracterizado a Impala. Las canciones giran en torno a la autoexigencia, la frustración creativa y el paso del tiempo. La sensación de “fracaso funcional” —seguir moviéndose pese al cansancio emocional— se convierte en el hilo conductor. “I’ve been chasing the echo of myself,” canta en uno de los temas, resumiendo una batalla interna que resuena con honestidad, aunque a veces con menor impacto emocional que en discos anteriores.

Musicalmente, "Deadbeat" es un ejercicio de control, jugando con frecuencias, panoramas y texturas que hacen que cada pista respire. Sin embargo, ese mismo control impide que el álbum alcance los picos de euforia de "Currents" o la calidez expansiva de T"he Slow Rush". Aquí todo está medido, pensado para funcionar más en el cuerpo que en la mente.

Esa contención puede leerse como madurez —la aceptación de un sonido más sobrio— o como un síntoma de agotamiento creativo. En cualquier caso, "Deadbeat" no busca complacer ni repetir fórmulas: su mérito está en reconfigurar la identidad de Tame Impala hacia un terreno más electrónico sin perder coherencia estética.

"Deadbeat" no es un disco de ruptura ni de consagración, sino de tránsito. Representa a un artista que, tras una década de aclamación y reinvención, decide bajar la velocidad y explorar su propio pulso interno. Puede que no emocione con la misma intensidad que sus predecesores, pero ofrece una experiencia sonora rica, detallada y, sobre todo, honesta.

Matthew Collin: “Máquinas de sueños. La música electrónica en Gran Bretaña desde el BBC Radiophonic Workshop hasta el Acid House”


Por: Raúl Julián. 

Maravillosamente abrumador. Así cabría definirse el volumen firmado por Matthew Collin en torno al universo de la música electrónica que publica en nuestro país la editorial catalana Contra. “Máquinas de sueños. La música electrónica en Gran Bretaña desde el BBC Radiophonic Workshop hasta el acid house” es una tesis enciclopédica acera de la materia, capaz de apuntar en todas las direcciones posibles y diseccionarlas con claridad meridiana, tras incidir en cada uno de los capítulos en cuestión apostando por un afán titánico. 

El resultado de tal odisea es un estudio en profundidad, tan capaz de apuntar hacia tótems imprescindibles en la materia como de sacar a la luz un sinfín de curiosidades, muchas de ellas en torno a nombres o escenarios que a priori cabría situar bastante más alejados de la electrónica. Un trazado plagado de conexiones que, en conjunto, van haciendo base primero, para a continuación ir argumentando y desarrollando ese espacio concreto (y, en manos de Collin, casi inabarcable) en el que se centra el tomo en cuestión. 

El longevo periodista británico se despacha a lo largo y ancho de casi quinientas páginas plagadas de datos, artistas, situaciones, bandas… y subgéneros: del house al rock progresivo, pasando por el ambient o el dub. Todo, absolutamente todo, queda recogido bajo el yugo obsesivo y completista del escritor inglés, quien tampoco oculta su pasión por el mismo hilo argumental y sus infinitas posibilidades, dotando al libro de una humanidad favorecedora y que hace de contrapunto para con la parte más empírica. 

“Máquinas de sueños. La música electrónica en Gran Bretaña desde el BBC Radiophonic Workshop hasta el acid house” no es sino la consecuencia directa (e imbatible) de aquella sagaz investigación –que fija su punto de partida década de los cincuenta– llevada a cabo a lo largo de los años por Collin. Una conclusión impagable para cualquier obeso de la electrónica en sus diferentes manifestaciones, pero también recomendable para curiosos incorregibles y cualquier advenedizo que quiera, al fin, adentrarse en la materia.