Rafael Berrio: Gourmet del mal trago existencial

Por: Kepa Arbizu 

Hay personas con las que te cruzas un breve instante, intercambias unas pocas palabras o simplemente las escuchas escasos instantes y ya detectas inmediatamente que estás frente a alguien especial. Para llegar a la conclusión de que Rafael Berrio (1963-2020) era único no hacía falta demasiado tiempo, era algo que se sabía, se veía, o se escuchaba con prontitud. No importa el momento en que uno se hubiera incorporado a la carrera del donostiarra, en cualquiera de sus etapas nos íbamos a encontrar con un perfil artístico inigualable, subyugante, de los que no importa tanto el vestido que lleve puesto para la ocasión como la esbelta silueta que se trasluce a través de él.

Como tantos coetáneos de su generación, sus primeros, y adolescentes, desfogues musicales llegan impulsados por el nervio de la new wave y el punk. Entre colegas, juergas e incipientes ganas de aprender pone en marcha UHF, el clásico pecado de juventud tan olvidable -pese a llegar a tocar en el Rock-Ola de Madrid- como necesario de vivir, y más sobre todo si se hace codo a codo junto a otras bandas que escondían entre sus filas a genios inclasificables, y amigos, de la talla de Poch; lógicamente nos referimos a Derribos Arias.

Será durante la primera mitad de los años ochenta, con la creación de Amor a traición, cuando tengamos las primeras noticias de Berrio bajo una condición ya identificativa. Una materialización en disco que no llegaría sin embargo, y tras varios fallidos intentos, hasta la década siguiente y de la mano de Warner. Un álbum homónimo, y su continuador “Una canción de mala muerte”, que ya enseñaba muchas de las constantes que posteriormente se iban a ir viendo y/o desarrollando a lo largo de su periplo. Porque ya resultaban evidentes sus admiraciones por Lou Reed o Bob Dylan, su característica acidez, la cuidadosa lírica, que remoloneaba igualmente por la poesía romántica clásica española, Baudelaire, Gil de Biedma o Pessoa, y en definitiva un sentido heterodoxo del rock and roll que por aquel entonces se desenvolvía fresco y bajo un fuerte componente melódico.

Asociada su carrera como ha estado a un cierto espíritu errante, marcada por, utilizando sus propios versos, la virtud de la desgana en cuanto al sentido más mercantil y promocional del negocio, aquella andadura acabaría precozmente, no sin antes buscar una continuidad en otra materialización de su arte, en este caso bajo el nombre de Deriva, apuesta más personal, en todos los sentidos, en la que le sigue acompañando Iñaki de Lucas. En su primera muestra de vida, “Planes de fuga”, lanza un trabajo donde se alterna un sonido más crudo y eléctrico con el uso de las programaciones, tentativas que abandona en un siguiente episodio, "Harresilandia", donde retoma la senda más tradicionalmente pop para confeccionar un artefacto de amoroso contexto, temática que de una manera u otra, y en no pocas veces de forma muy original, siempre ha estado presente.


Hasta aquí se trata de una parte de la trayectoria de Berrio que, con toda lógica, se ha ido recuperando paulatinamente en función de que sus sucesivos discos, y ya bajo su nombre, fueron calando en el público. En ese sentido la publicación de "1971", y su continuación natural "Diarios", supuso uno de esos hitos en el panorama patrio que suceden muy de vez en vez. El donostiarra se presenta en sendos álbumes ataviado en toda su inmensidad de crooner, donde su recitado se vuelve más evidente y al mismo tiempo profundo, lo mismo que sus textos, que afilan su carácter trágico mientras dejan un reguero de ironía. Amparado por Joserra Senperena a la producción, que funciona como un manto de detalles, a veces mínimo, otros grandiosos, el resultado son unas apabullantes canciones que van desde el folk minimalista de Leonard Cohen a la chanson francesa.

Podría haber sido fácil para él, dada la justamente alcanzada alta estima de su obra, mantenerse en esos parámetros que le habían encumbrado hasta esa posición. Pero su decisión se torna radicalmente opuesta, y a ese sonido barroco y atemporal le va seguir, a través de "Paradoja", uno que vuelve a izar la bandera del rock más crudo y eléctrico fechado en los noventa. Toda una artillería que no recela en mostrarse aliado con el grunge y sus más directos precedentes y al que acondiciona un cuerpo literario igualmente sublime. Consigue así, contra todo pronóstico, otra obra magna con la que encadena tres trabajos para la historia que sin embargo no tendrían continuidad con la que tristemente hay que señalar como su última obra, "El niño futuro", pese a su loable intención, y con destacados momentos, de imbricar de nuevo en su imaginario el concepto pop.

Nunca es fácil despedirse de alguien, pero mucho menos si es de la relevancia artística de Rafael Berrio. No solo perdemos a uno de esos músicos, o poetas -que cada uno elija la faceta en que prefiera detenerse- realmente único y talentoso, sino que con toda certeza perdemos a un creador irrepetible, por sus maneras, su halo y, evidentemente, su obra. Lo único que nos queda ya, y no es poco, más bien lo es todo, aunque todavía sea pronto para poder acercarse a ella con los ojos curados del maldito destino, lo mismo que cuesta imaginarse el desde ahora sitio vacío que habrá en esas tertulias literarias en las que departía con colegas. De todas formas, nos abrazaremos a su ácido verbo para escribir su obituario como a él le hubiera gustado, con sus propias palabras, y nos inventaremos, para poder sobrevivir, que Rafael Berrio murió un día borracho junto a una tapia.