Los fabulosos y peludos Sex Museum Mature


Por: Juan Pardo. 

No tengo intención de casarme, pero se que mi mujer sería capaz de entrar a la ceremonia con el “Riff raff” de AC/DC en modo fanfarria. Soy afortunado, yo sí encontré a la chica por la que suspiraba Paul Collins. Bodas, bautizos y comuniones aparte, a ella le haría mucha ilusión ir juntos este año a un concierto de Sex Museum, si las obligaciones familiares lo permiten. Al comentarle que iba a escribir sobre ellos, con motivo del 40 aniversario del grupo, me adjudicó la culpabilidad de su militancia. No es fan vieja guardia, pues los conoció en los tiempos del “United” (2006), pero desde entonces son su banda española de rock and roll favorita. Todo empezó con uno de esos recopilatorios caseros, de los que los chicos y las chicas se regalaban para gustarse o, al menos, tolerarse. Ahí le colé “I enjoy the forbidden”. Lo mío venía ya de antes, aunque lo curioso es que mi primer recuerdo relacionado con los Sex Museum no es una canción, sino una polla.

A mayores del aluvión de fuzz dañino, Sex Museum me han dejado una huella visual indeleble. Primero fue la citada verga paseándose empalmada por el patio de los jesuitas de A Coruña, estampada en la camiseta de un bravo rockerito. Pocos se fijaron en el nombre de la banda, encabezado del falocrático diseño, y muchos menos sabían de qué iba eso. Sería 1991 o 1992, pues el privilegio de libre vestimenta estaba reservado al Bachillerato y a mí aún me quedaba algún año de gastar el triste y sufrido uniforme escolar. La inopia musical me duró bastante más, pero me consta que mientras la susodicha camiseta epataba a pijos, mojigatos y a un servidor, que no era ni lo uno ni lo otro pero sí un pardillo impresionable, Sex Museum presentaba el “Nature’s way” en la ciudad. Fue en el mítico Playa Club y con una formación mermada, ya que Fernando debía asumir guitarra y voz para suplir la baja de Miguel, viéndose superados por los teloneros, los Eskizos, héroes locales de entonces. 

A mí el “Nature’s way” (1991) y el “Independence” (1989) me llegaron regrabados en un CD, ya talludito. Era la época en que cerraban ciclo con el directo “Fly by night” (2004), cuyo DVD quemé a visionados. Escuchar “Two sisters” o “Last last” en estudio o en vivo generaba en mí reacciones encontradas. La tremenda musculatura sobre el escenario tapaba el carácter insolente de las versiones originales. Ya les había visto mostrar ese poderío in situ, con el cambio de siglo, y tengo una imagen vivísima de un festi, allá por 2003, en que teloneaban a Rosendo. Al lugar se desplazó todo lo que olía a barrio coruñés a ver al pope del rock estatal. La casualidad me situó junto a un gigantón de cuero y pelazo. Me centré en lo mío y él en lo suyo: la indiferencia al telonero. Mediado el bolo, en pleno clímax de “Street fight”, giré la cabeza y pude ver a mi par quebrando cervicales. Con el shock epifánico el hombretón acabó encaramado a una valla, amarrándose con una mano a una señal de tráfico para no caer. Desnudo de cintura para arriba, agitaba una camiseta con la mano libre, para recibir a pecho el “Whole lotta Rosie” en modo bola de demolición sonora. Tocada la fibra, en su éxtasis aquel demente neófito descubría a un grupo que manejaba sus mismos códigos, quemando gasolina a bidones.

Esos Sex Museum eran los del “Speedkings” (2001), álbum de aroma asfáltico que a mayores asimilaba depurado aquello que asustó al fan en “Sonic” (1999), su incomprendido precedente. Estoy entre esos a quienes esa amalgama de guitarreo pesadísimo y tintes ambient generó rechazo. Costó asumir que el “Flying high” que les vibraba en el culo a los más rudos se había estrenado antes en la carpa dance del Festimad madrileño. Hoy está clarísimo que “Red ones”, mi favorita del lote motoro, tiene más en común con “Let’s go out” que con algunos clásicos que aún resisten en su repertorio. Yo volví al redil gracias a la antes citada “Whole lotta Rosie”, versión de AC/DC grabada en single como pretexto para una gira invernal por Alemania. Lo de cruzar los Pirineos no pillaba al grupo de nuevas, pues en su currículum ya figuraban varias excursiones por Europa adelante. Miles de kilómetros en furgoneta, la medida de su talla como comando autónomo del rock patrio, para plantarse sobre escenarios más propios de intrépidos combos de rock combativo o calamidad costra. A ese público, más curioso que hostil y menos talibán incluso que el revivalista medio, se lo ganaron a base de sudor, decibelios y moratones varios.

ARRUGAS DEL PRESENTE 

Las canciones y, a veces, el corte de pelo son lo que capta nuestra atención y nos seduce en un grupo, pero su actitud es lo que nos hace regalarles el alma. Es cierto que antes una camiseta era una seña de identidad y ahora las de Iron Maiden te las vende H&M, pero siempre habrá mil y una formas de alardear militancia. El ave de la gira “Falling down” preside el cuarto de baño de un colega. Una lámina preciosa, edición numerada, mil veces más valiosa en nuestros corazones que ese Miró colgado sobre la bañera de cierto corrupto marbellí de medio pelo. Entre las rapaces nos reconocemos y cada guiño al futuro que hacen Sex Museum es una interpelación a las lealtades ganadas. Son aquellas que convierten “Again and again” (2011) en una piedra de toque, considerado uno de sus mejores álbumes pese al mal sabor de boca que su grabación dejó en parte de la banda. Que una criatura amenice viajes en coche gritando a pulmón “¡Seven days! ¡Seven days!” puede significar que el rock and roll ya no es peligroso, pero también que muchos no cejan en el empeño de hacerlo parte de sus vidas. Y ese disco puede sonar opaco cuando se pretendía añejo pero, por ejemplo, “Can’t stand my love” es perfectamente los Sex Museum que nos gustan y queremos.

Porque resulta que los Sex Museum "mature" son los mejores Sex Museum. Que sí, que usted estuvo allí, en los tiempos de "Thee fabulous furry" (1992), con el rock and roll como dogma, tirando el peine a una papelera. O igual viajaba asomando el culo en ese "monster truck" que finiquitaba los 90 sin control, recién salido del taller de Blackmore & Lord. Da igual, me reafirmo en lo dicho, pártame la cara. No veo contradictorio aceptar el canon y asimismo reconocer que desde ese "United" (2006), tan pop y a la vez tan oscuro, son su mejor versión como banda. Ya hablamos del pequeño hito que es "I enjoy the forbidden", lo más parecido a un single de éxito que han tenido fuera del circuito subterráneo, pero con este álbum querían decirnos muchas más cosas, todas buenas. Recurrir al “Unidos” de Parálisis Permanente es de las más importantes: es rendija abierta al castellano como herramienta futura, es reconocerse en sus ochentas en un ejercicio sanador continuado en la reciente "Bailaré sobre tu tumba". Otra decisión relevante es la de ubicarse en sus dosmiles, actualizando fórmulas sonoras de la mano de la alineación más seria y sobria jamás presentada, tras la incorporación definitiva de Javi Vacas y Loza con sus aportes: pulso constante y una mayor soltura rítmica que llena espacios, provoca pausas, desacelera.

Quizá por eso el sempiterno logo triposo ya no me remite a nada chamánico, sino a sincretismo. Es una suma de épocas con la mira en ese lema con el que celebraban uno de sus aniversarios: "rock and roll or die". El trío fundacional todavía se mueve entre la marejada y la alta tensión al tomar el control o pretenderlo, pero la viga maestra parece firme en el avispero. Miguel nunca ha cantado mejor. ¿Han escuchado "Fifteen hits that never were" (2008)? Ahí está la prueba: comparen con las originales. Casi veinte años después puedes afirmar lo mismo: un crecimiento inmenso como vocalista, seña adulta, menos aullidos y más registros, tan magnético como siempre a los ojos. O la sobredimensión acojonante con que el Fernando zen dota a su SG, deleitado en el penúltimo arreglo. Hay nostalgia por los zarpazos de esa Rickenbacker que se crecía, letal, o por esa Flying V cuyo ritual producía rayos, ruidos y truenos, pero ves las manos del hacha y no ves la rapidez del trilero sino la solvencia sobrada del oficio, aplicada también a la mesa del estudio. Y sobre todas las cosas está la inmensidad con que Marta ha revestido el cancionero. La timonel, “heart and soul” desde la sala de máquinas, es tejedora de la dirección musical más sólida que ha gozado la banda en cuatro décadas de vida. Rebátanlo si pueden.


Sería muy fácil refugiarse en el pasado. Yo podría tener en mi salón un póster rosa de los míticos, pero el elegido fue una promo del “Big city lies” (2014). ¿Por qué? Aparte de ser una preciosidad que refuerza la idea de la fuerza que tiene la faceta gráfica del grupo, este cartel es la convicción de que a Sex Museum merece la pena vivirles en tiempo presente. Acto de reafirmación y arte aparte, es un acierto hacerle justicia a este disco urbano que se aparta de la tentación del bucle revivalista. El simple hecho de armar rock and roll con la mira hacia delante será pedrada de realidad en su siguiente capítulo, pero por sí solo "Big city lies" excita sobremanera. Naturalizan el castellano en esa "Odio" de tempo punk, se retratan bajo su propio prisma en "Motherboard". Hay poesía, evocaciones, huella pop sobre aceras mojadas. Y su imaginería sobre papel preside mi “sancta sanctorum”. A mi mujer le pareció poco y cayó camiseta de la presentación en sociedad, que añadida a las de ”Musseexum” y el trigésimo aniversario refieren inevitablemente a la vida en carretera. Estos han sido, por empeño y riñones, años de quemar furgoneta para delicia del fan, que les ha visto empalmar presentaciones de álbumes, nuevos o compilados, con efemérides y reinvenciones varias para seguir sudando bajo el foco. 

Me veo allá por 2013, en la pequeña y exigente Rocksound de Barcelona, apretujándonos con ellos para esa experiencia "Back to the fuzz". No recuerdo si la intro era la bonita pieza de Mason Williams, pero sí que fue un gozo ser adoctrinado en las bondades del rock and roll “desatao”, ese con que barnizaban repescas de baúles largo tiempo cerrados, como el “Ya es tarde” del “Fuzz face” (1987) que los vio nacer. El debut de Sex Museum no está entre mis filias, lo admito, ni la cantera mod hispana, por extensión. Se que uno puede ser fiero y a la vez peinar flequillo, pero más allá del pretendido himno generacional que cada combo ponía en el escaparate veía poco que rascar en esa escena. Ahora estoy abierto a lo “sixties”, pero entonces no entendía porqué todos se obligaban a versionar el “I’m not like everybody else” de los Kinks, porqué no arañaban. Sin embargo a nuestros protas nunca los he considerado sospechosos ni aburridos. La culpa creo que la tiene saber que el mismo año de publicar ese largo ya habían optado por desatarse el corsé modernista. La senda del garage, la psicodelia turbadora, el extremismo fuzz. Yo sí estoy ahí. Y ese “You”, incluido en un compilado de Munster, con el que los Fuzztones se iban de cañas con el monstruo del pantano mola, es canela y es veneno.

Treinta años después esos repertorios, remozados, son un mapa de cicatrices fiel. Petardazos como "Where I belong" o "Get lost" suenan como si Rockatansky siguiese con el nervio de reventar la autopista. Pero hoy el "desperado" pisa sabedor de que el cementerio de automóviles no es fin deseable. Así llega "Musseexum" (2018). Nace porque Miguel exige parar, llenarse las manos de grasa y priorizar un mañana para la banda. La dinámica explota tras tres años de tour continuo. La inercia de directo se agota, exige una visita apurada al taller. Y funciona. Fernando ya no rige la patrulla ruidosa "manu militari", relaja la toma de decisiones a un grado más coral. Se exigen pluralidad compositiva y Loza y Vacas dan el paso al frente. Hay aura de momento, casi de grito reaccionario, actual, y llega con un envoltorio de arte mayúsculo. Y donde antes espejaban su raíz más profunda o se imponían inmediatez sonora, aquí confluyen todos esos Sex Museum. De ahí la paleta multicolor, capas de arreglos para que la distancia entre un "Breaking the robots" que huele a rabia alternativa y un "Horizons" que rezuma boogie tóxico setentero se transforme en un "ahora Sex Museum". La dirección musical que asume Marta insufla vida y una textura final casi espacial. Y el esfuerzo colectivo lo orquesta el Fernando más a la sombra: a más guitarra y menos dictado, misma presencia. "Musseexum" fluye, es auténtico. 

PELOS LARGOS DEL PASADO

¿Y qué es ser auténtico? Auténtico es Sex Museum. ¿Hubieran imaginado los madrileños que su repertorio clásico podría prevalecer? Durante ese “continuum" de giras cualquier edad pudo asombrarse del poderío del grupo. Y de su setlist. Recuerdo el cosquilleo que sentía en cuanto el riff de teclado de "Black mummy" inundaba la sala. Un poso de anfeta que tiene su explicación: "Sparks" (1994) es mi disco generacional de Sex Museum y la fantasía fílmica oriental que lo abre mi tema fetiche. A mediados de los 90 ya eran esa misteriosa banda que se colaba en las conversaciones, recién agotado el filón de rock radical o de gamberrismo ochentero. Si esto va de impacto visual a mí el envoltorio me provocó un “stendhalazo”. Esa trama vegetal de la contraportada, seis rosas floreciendo, en contraste con el trueno Marshall que desata el llanto infantil en la frontal me pegó muy fuerte. Me pareció algo muy bello, quizás porque entonces estaba muy necesitado de esa belleza. A la pana gris escolar la habían sustituido los vaqueros de saldo del Continente, hoy Carrefour. Pronto llegarían una parka verde y el pelazo suficiente como para tapar una faz salteada de granos. ¡Qué jodido es ser joven!

"Sparks" era el disco que necesitaba. Corte granítico, como un puto bloque. ¿Cómo no va a molar un grupo que tiene un batería llamado Kiki Tornado? El mismísimo Vulcano en su fragua golpeando yunque y su compinche de las cuatro cuerdas, Pablo Rodas, azuzando fuelle. Este disco es el todo: el órgano como arma secreta, la danza de latigazos de esa Rickenbacker recalentada, la suficiencia vocal pese al uso del inglés. Un juicio actual le achacaría minutaje excesivo, pero no hay relleno en este muestrario sonoro, la cumbre de la banda. Uno siempre encuentra su momento: en los ritmos apisonadora, véase "Sink pisser", en los pasajes musicales con sabor a humo como la dupla que forman "Time killers..." / "Find Mecca", en la didáctica de las versiones escogidas. "Sparks" es la obra maestra, la que vende decenas de miles de copias cuando eso importaba, pelos largos y lenguas fuera. La consecuencia en el caso de los Sex Museum de la segunda mitad de los 90 fue un largo crestear, tres años de tour continuo, hasta que atisbar el ocaso y el dolor en nudillos y dientes recomendaron reposo. Supernova por colapso nervioso. 

Antes de caer exhaustos, de entrar en ese ralentí o barbecho del que los sacarían Marta y el ya comentado "Sonic", entregaron otro disco fundamental para quien esto escribe. Es visto como un trabajo menor, por los kilates de su predecesor, y carga con el estigma de enfilarles al descarrilamiento. “Sum” (1996) no lo concibo sin “Sparks”. Van de la mano, son el mismo proceso orgánico, diferente sonido y concepto, pero misma sangre, misma ebullición. En mi tránsito de aulas y edades la urgencia de "It's no easy" o el hiperventilar de "Strange ways" tenían unos cuantos adeptos. Es su disco indie, que cayó y bebió de su tiempo, de ahí su continua presencia en compilados de prensa especializada y distris que se aupaban a la explosión independiente. 

Contenido taquicárdico, velocidad de crucero, golosinas y plata en todas sus acepciones, al que completa un epé de versiones de altura. No me importa si usted lo desdeña, atrapa sólo si pides a la vida malevaje, noche y viajar sin carnet. En frío asusta su mala vibra y el exceso de pulsaciones, reconocido por ellos mismos, pero en esa etapa vital que es el desafío juvenil uno necesita una banda sonora así. Lo malo es que no sospechábamos que nuestro grupo favorito, los Sex Museum, rock and roll desde Malasaña, estaba tan próximo a la combustión espontánea.

CORAZONES DEL FUTURO 

No fue así. A los hechos y a la turra escrita que les he dejado me remito. Cuando la carretera es tu "modus vivendi" hay que asumir que pasa factura y que hay que madurar. El hoy tampoco es confortable, pandemia aparte, ese hándicap de banda de nicho, de tirar de minoría fiel, es irreversible. Aún así no hay rasguños visibles, cada paso, cada gira, cada disco pretende ser mejor que el anterior. Sex Museum sigue sometido a sus vaivenes existenciales, inevitable combustible, pero ahora acepta más elementos para alimentar el "feedback" direccional. Siguen los vaciles, las posturas extremas, pero la hoja de ruta les dicta seguir. Si lo importante es estar, Sex Museum están. Me parece mágica la anécdota que cuenta Fernando sobre su adquisición del pedal de fuzz. Me recuerda, por contraste, cuando siendo chorbito quise comprar un pie de micro durante mi única y efímera aventura musical. Mi apostura de rockerito debió impresionar tanto al vendedor que lo primero que me ofreció fue un soporte para micrófono… ¡de mesa! Moraleja: el que vale, vale. Mi sitio está abajo, hipnotizado por el animalismo sobre las tablas de Miguel. Y ellos arriba, explotando la fórmula magistral, si existe, la de seguir buscándose a sí mismos, "una vez y otra vez".

Por eso tienen nuevo álbum a puntito de salir. Guinda a este cuarenta aniversario que los tiene pateándose, de nuevo, el país. Es una más de esas pequeñas victorias que se van anotando: desde aparecer en portadas “ruteras” a tener voz en sesudas crónicas del rock y el pop patrios, como es su valiosísima contribución al “Pequeño circo” de Nando Cruz. Y no parar de tocar. Lo que en otras latitudes equivale a un grupo respetable, posición ganada peleando su modo de vida, sea a la luz o a la sombra. En fin, si usted ha llegado a este punto de la lectura sepa que está celebrando cuatro décadas de guerrilla musical. Desde aquel Madrid de mediados de los 80 no tan colorista, tribal, propenso a la navaja y al cruce de puños macarra. Esto en el fondo es como cuando mi suegra se pone su jersey Fred Perry. Ni sabe qué era el Agapo ni fuma Camel, pero tiene un carácter que aún podría patearle el culo a la Momia Negra. Las mismas arrugas, el mismo aguante, la misma tozudez, la misma mala hostia. Sex Museum y mi suegra.