Pabellón Príncipe Felipe, Zaragoza. Jueves 12 de junio de 2025
Texto y fotografías: Javier Capapé.
Sabía a lo que iba desde hacía meses. Él mismo ha querido llamar a esta gira "Hola y Adiós" y eso es lo que es. Ni más ni menos. Como el propio Sabina nos dijo, un “hola” que fue el grueso central del concierto, y un “adiós” representado en un bis emotivo y sobrecogedor. El jueves pasado fui a despedirme de un compañero que me ha llevado a multitud de destinos. Un compañero de viaje con el que he recorrido la vida desde mi temprana adolescencia hasta estos años en los que adviertes cómo se ha pasado ya la mitad del camino al menos y las canas tiñen con un halo de nostalgia el tiempo consumido.
Hay cosas que no llegamos nunca a decir los que escribimos crónicas de conciertos. Nunca confesamos que en muchas ocasiones nos informamos de los repertorios o de la escenografía de los mismos. Parece ser todo nuevo cuando lo contamos, pero no es así. Sin embargo, para esta ocasión, en la que sentía que iba más bien a ver a un amigo que a asistir a un evento multitudinario (como vienen siendo los conciertos del ubetense desde la última década) fui a pelo. Dispuesto a lo que él quisiera ofrecerme. Dispuesto a sorprenderme, si es que esto era posible cuando uno lleva asistiendo a todas sus giras desde que Joaquín entonase eso de “Esta boca es mía”. Y no, no hubo sorpresas. La escenografía fue una vez más excelsa (esta vez contando con una enorme pantalla cóncava delante de la cual se disponían en un semicírculo ordenado los siete músicos que acompañan al maestro) y contó con collages visuales creados por pinturas originales del propio músico, retazos de antiguos videoclips retocados o adecuadas referencias visuales emparentadas con los temas que se iban sucediendo, aunque similares a lo que ha mostrado en sus giras más recientes. Por su parte, el repertorio tampoco aportó grandes virajes con respecto a lo esperado. Y es que cuando tienes más de una treintena de canciones en el imaginario colectivo es difícil seleccionar alguna rareza que despunte y finalmente suele caerse del set para terminar cediendo su puesto frente a uno de sus considerados clásicos irrenunciables.
Aunque, ciertamente, no venía a buscar sorpresas. Venía a compartir y a celebrar mi vida junto al músico que quizá más ha acompañado mi camino. Ha estado siempre. Desde la retaguardia han asomado sus canciones en tantos momentos que, aunque suene a tópico, son mi banda sonora. Sus conciertos se han grabado de forma imborrable en mi memoria asociados a los amigos con los que siempre los he compartido, formando así una pequeña familia con Joaquín como nuestro hermano. A partir de ahora ya no le llamaré Sabina, como el personaje, prefiero quedarme, al menos por esta vez, con Joaquín.
Verle una vez más sentado en su taburete o en el lateral del escenario junto a su “mesa camilla” es encontrarse como en casa. Compartiendo canciones que son retazos de nuestra vida juntos. Una vida en forma del mejor repertorio imaginado. El más evidente, pero a la vez inevitable. Excelso. Nuestro repertorio. Porque es éste y no otro el que nos une y nos lleva de la mano. Claro que podría haber funcionado con alguna otra canción candidata, pero fueron éstas y nos emocionaron por ser justamente lo que necesitábamos en ese preciso momento, en el que sabíamos que, más pronto que tarde, llegaría ese adiós tantas veces postergado.
Creo que no he pasado tanto tiempo con la piel de gallina como en el concierto del pasado jueves en el Príncipe Felipe. Una plaza tantas veces toreada por Joaquín, de la que tantas veces ha salido a hombros, y que esta vez volvió a rendirse a sus siempre acertados piropos (sabemos que en todos sus conciertos confesará haber pasado una noche inolvidable por la complicidad de su público, pero nos encanta escucharlo igualmente), así como a sus sonetos, que ya desde el primer momento nos hicieron estallar a todos de un gozo inusitado. Porque empezar acordándose de esta tierra y de sus gentes vale más que cualquier vídeo introductorio (como el que sirve de intro con su más reciente canción “Un último vals”). “En Aragón hay tres cosas que no cambian de chaqueta: Buñuel, Francisco de Goya y la voz de Labordeta”. Primera ovación y primeras lágrimas, como las que arrasaron mis ojos al escuchar por su boca, después de tanto tiempo, “Calle Melancolía”. En su momento fue un tótem personal, y al comenzar a escuchar su reconocible arpegio a la guitarra quedé tocado y herido al instante. Totalmente conmovido, como también lo logró con “Ahora que…” (una de las menos esperadas o esperables, pero de las más cautivadoras), o con la que siempre ha sido postal de mis derroteros adolescentes impregnados de ese espíritu romántico apegado a los años del BUP, la siempre reivindicada “¿Quién me ha robado el mes de abril?”.
Cuando Joaquín abre su chaqueta para golpear su corazón blandiendo su micrófono cual estoque, mi semblante se quiebra. Lo ha hecho mil veces delante de mí, pero me vuelve a hacer sucumbir. Cuando agarra su guitarra, aunque apenas le den volumen desde el control, vuelvo a soñar con aquel trovador curtido en casas de squatters y mandrágoras, y el impulso rebelde que aún llevo dentro aflora con el puño en alto para entonar la reverencial “Peces de ciudad” o la quijotesca “19 días y 500 noches”.
Mara Barros, Jaime Asúa y Antonio García de Diego tuvieron su momento como “Benditos Malditos” y dejaron descansar al maestro, aunque todos sabíamos bien lo que queríamos: cabalgar a lomos de las rancheras de Chavela “Por el bulevar de los sueños rotos”, derretirnos con el fuego desprendido en “Y sin embargo” y su corazón de copla, o empañar nuestras miopes almas apelando a la nostalgia mientras nos daban las diez y las once. No más, que los años pesan y las horas intempestivas no se aconsejan.
Terminar por todo lo alto, con cierto derroche de gozosa juventud a lomos de la inconmensurable “Princesa”, es una muestra del espíritu vitalista de este poeta, que se despide, sí, pero se queda. Me mató de amor una vez más al sonar “Contigo”, como si fuera la primera vez que la escuché, cuando yo mismo gritaba bien alto ese “yo no quiero cortarme la coleta”, y me estremeció, recorriendo un escalofrío del sur al norte de mi cuerpo, cuando hice consciente que “Tan joven y tan viejo” la compuso exactamente con mi edad actual. Cuando la escuchaba entonces, simplemente me emocionaba y trataba de atacarla con mi guitarra, pero ahora entiendo de verdad. Es toda mía. Mi nuevo testamento particular.
Como bien me recuerda Joaquín, “al lugar donde he sido feliz no debiera tratar de volver”. En sus conciertos he sido siempre enteramente feliz. En este último quizá solo me dejé ir, sin tratar de racionalizar lo vivido. Pero sí, en sus conciertos fui feliz, y por eso mismo sé que no volveré. No volveré a los diecisiete ni él a los cuarenta y diez, pero me levantaré feliz tras la despedida, “Like a rolling stone”. Y volveré a su música, una y otra vez. A ese paraíso donde el tiempo queda detenido y el placer sostenido. Tan joven y tan viejo, contra todo pronóstico, lo negaremos todo y bailaremos un último vals juntos, como los fieles compañeros de viaje que siempre fuimos. Gracias, Joaquín. Gracias, amigo mío.