Kafe Antzokia, Bilbao. Viernes, 19 de septiembre el 2025.
Texto: Kepa Arbizu.
Fotografías: Lore Mentxaka.
Entre el sofoco insoportable y el constante amago de tormenta se debatía el clima el pasado viernes en Bilbao. Un paisaje que, paradójica coincidencia, parecía la exacta traslación de la portada del segundo disco de Ezezez (una triple negación en euskera), “Katuzaldia”, donde nubarrones y soles conviven como representación de ese variado imaginario que define a una banda que llegaba al Kafe Antzokia para presentar su más reciente trabajo, “Kabakriba”. Tres álbumes les han sido suficientes a la banda vasca para congregar a una multitud sedienta, y en este caso acalorada, por recibir el trepidante mensaje en forma del iconoclasta post-punk que identifica a una formación que se ha convertido por méritos propios en uno de los ejemplos más arriesgados y talentosos de la escena local. Pero minimizar su alcance a fronteras, geográficas o idiomáticas, sería un error imperdonable, ya que si su propuesta en lo musical se presenta trasgresora y apabullante, su dominio de la escenografía refuerza todavía más la capacidad para subvertir tanto catalogaciones estilísticas como reduccionismos en cuanto a su expansión sonora.
Antes de su aparición sobre las tablas, el turno fue de Txopet, que de manera sorpresiva y prácticamente preservada como un secreto se sumaban a la velada. Procedentes del populoso barrio de Santutxu, ubicado en la capital bizkaina, estamos frente a otro destacado ejemplo de la incontrolable floración que en las últimas décadas están teniendo géneros hasta no hace mucho condenados casi al ostracismo o señalados como pintorescas excepciones. El trío demostró, ante una audiencia insultante y satisfactoriamente joven, que perfectamente se puede ser feroz herederos de los sonidos ochenteros firmados por Joy Division o The Smiths, legado demostrado en temas como “Urrunean”, y no abdicar de elementos contemporáneos como el autotune, protagonista absoluto de la atmosférica “Negua”. Lejos de relacionar este tipo de ritmos de sombría naturaleza con una materialización lúgubre o ensimismada, la voracidad del combo, que por momentos llevaba a su cantante a “ingerir” casi literalmente el micrófono o a bajar al público para participar de la algarabía conjunta, revelaba un nervio desbocado que prendía exultante gracias a la salvaje representación de “Zure bile”, digna de Mission of Burma. Escueta -como por desgracia es habitual en el papel ejercido por los teloneros- pero incendiaria exhibición de quienes se arrogan la tarea de mantener las ascuas ruidistas en combustión con un elogioso descaro que no renuncia a identificarse con su tiempo actual.
Una parte esencial de la idiosincrasia de Ezezez, protagonistas de la noche, y lo que les hace también tan particulares, es su constante juego de contrastes y una mirada paródica, y a ratos circense, de la realidad, también la que ataña al hábitat musical. Acidez que no les impide dotar a su verbo, que se maneja con soltura entre el costumbrismo y el surrealismo, de corrosiva pero nada obvia sustancia cuando es menester ni manejar tratados sonoros clásicos, ya sea en disco como en directo, en su propio beneficio. Elementos que son posibles gracias, en parte, a la figura de su frontman, Unai Madariaga, descomunal maestro de ceremonias ataviado de su ya identificativo rostro pintado, una síntesis entre Bowie y el personaje de Pierrot el loco encarnado por Jean-Paul Belmondo en la película del mismo nombre de Jean-Luc Godard , y un atuendo bañado en brillantina con una naif camiseta de agradecimiento. Todo un mapa irónico que incluso apunta al propio concepto de espectáculo supeditado a la ley del mercado, condición bajo la que hay que traducir posiblemente su interpretación de la mediática “Umbrella”, del que sin embargo supieron abastecerse, recurriendo a todos los elementos consustanciales al desenfreno eléctrico, desde pogos, cerveza surcando los aires, espontáneos trasladados por los brazos del público e incluso el espectacular salto desde las alturas de su cantante y guitarrista, para demostrar que la pirotecnia es rotundamente válida cuando está al servicio de lo más importante: las canciones. Un bien preciado del que Ezezez son poseedores en grandes cantidades.
De esa manera la actuación del quinteto bilbaíno, en el que la presencia poco habitual en estos formatos de la trompeta alimenta -pese a algún escarceo concreto en un crepuscular romanticismo- todavía más la agitación, transcurrió como una demoledora exaltación, donde su actitud resultó lo suficientemente expeditiva como para no necesitar recurrir a parlamentos, extensas presentaciones o autocomplacientes alardes técnicos. Una línea visceral y directa con el espectador que encontraba sus puentes más elocuentes haciendo de correa de transmisión del binomio Clash-Kortatu en “Dariokdio” o recurriendo a la sabiduría de los estribillos pegadizos, como el alojado en uno de los himnos más coreados, “Arrantzalemarinero”. Una encomendación al fervor colectivo que se nutría por igual de la luminosa y hasta delicada “Dutxita” como del envalentonado punk, al estilo de sus coetáneos Biznaga, blandido por “Laberinto club”. Dinámicos y diversos puntos de fuga abordados desde la madeja sónica desplegada por “Mutiko II” o recurriendo al arraigo noventero, propio de los Pixies, que late en “Ez da iristen”. Polos opuestos, y a la vez complementarios, de una poliédrica condición que el grupo no iba a dejar de desplegar hasta configurar una apoteósica presencia hecha de múltiples identidades.
De hecho ese sentido ácrata es uno de los puntales identificativos y que aúpan el valor artístico de la banda, haciendo una de sus piezas vehiculares ese post punk aparentemente arrítmico y abstracto, que tiene su denominación de origen más exacta en bandas como Pere Ubu, Wire o incluso los donostiarras Derribos Arias, dominante por ejemplo en la bailable “Static Txomin” o en una trepidante “Noraezean”, que busca sus vínculos en formaciones más cercanas como B.A.P.!! o Inoren ero ni. Si el funk disfuncional de Gang of Four parece ser la guía inspiracional de “No hay pescau”, los riffs y el fraseo rapeado de “Kalekume” remiten a Negu Gorriak mientras que el enunciado ágil de “Puntofinal” deriva en orgía eléctrica. Recovecos y sendas poco transitadas en nuestra escena que ahora son galopadas con inteligente vehemencia por una banda que cerró su actuación con la canción que les da nombre, y como tal, asumió la labor, gracias a su irreductible espíritu contagioso, de rubricar un concierto arrollador que prescindió de bises o protocolarias presentaciones, y es que su política de tierra quemada sonora no necesita fuegos de artificio.
Más allá de lo gratificante que resulta observar la exultante juventud que dominaba la sala, ya fuera sobre las tablas o a pie de pista, dicha constatación representa una necesidad vital si lo que se pretende es no convertir el rock en un vestigio nostálgico. Ambas bandas protagonistas de la noche tendieron su mano con intensidad para aceptar ese reto y lo hicieron, en este caso, utilizando el idioma del post-punk y las posibilidades que dicho género acumula en sus entrañas. Ezezez, plato principal de la velada, convirtieron la repetitiva negación que ilustra su nombre en una contundente y triple afirmación que alude a su destreza para asimilar el legado pasado; les fotografía como portadores de un encomiable presente y lo más importante les emplaza a escribir el futuro.