Por: J.J. Caballero.
El universo de McEnroe, o más específicamente el de su líder Ricardo Lezón, nunca tuvo mucho de intrincado y sí un poco de inasible. Como las cosas aparentemente difíciles de comprender o las canciones y libros tras cuya escucha y lectura nos cambian la perspectiva respecto a algunas cosas sin saber muy bien por qué. Si nos atenemos a la óptica y el concepto con que fueron compuestas estas nuevas once canciones, nada sorprende y a la vez todo abruma. La senda reabierta por “La distancia”, álbum grabado hace seis años, los vuelve a situar en pleno tránsito hacia ninguna parte, o al menos hacia el mismo lugar desconocido que sólo ellos saben dónde está. Dicen que los temas de “La vida libre” nacieron más de conversaciones y encuentros esporádicos que de ensayos y trabajo concienzudo, y algo de eso se puede respirar en el hálito de vida al borde del abismo, pura poesía de los sentimientos, y en el empeño permanente por dotarla de la trascendencia necesaria.
En su octava entrega la inspiración primera proviene de la lectura insistente de los poemas de José Corredor Matheos, a cuyos versos recurre Lezón en la letra de “El jardinero”. A ello habría que añadir el método que la banda ha adoptado como habitual cada vez que deciden meterse en faena, que no es otro que el de apartarse del mundanal ruido y concentrar energías y capacidades para que el resultado sea lo más intenso y honesto posible. En esta ocasión el maravilloso paraje cántabro de Arenas de Iguña, concretamente el estudio que allí posee su amigo Brian Hunt, fue testigo silencioso de un proceso de elaboración que culminó en Donosti con la producción austera de Jaime Arteche.
Por el camino, muchas horas de sosiego, cafés a media tarde, mares fríos y plazos por cumplir. De ahí que les saliera un álbum con amplias connotaciones geográficas, desde lo local e íntimo de la isla de Formentera en la que nació “Can Fernando” hasta lo europeo y bohemio de “Napoli”, sin que el aroma mediterráneo impregne demasiado un concepto sonoro ya fijado de antemano. Nada enturbia la calma tensa de temas como “La felicidad” o “El buscador”, donde las coordenadas habituales les sirven para tejer mapas de costumbrismo como refugio y punto de partida para todo lo que podamos imaginar después. Por ejemplo, las turbulencias que se adivinan en “Aguas termales” o el ruido malsano que nos puede acechar después de escuchar “Un trueno de verano”, sin ánimo de asustar a nadie ni deshacer el nudo emocional que supone la sorpresa de incluir a The Cure –en algún momento les tenía que salir algún sarpullido de admiración- en “Tumbados en el obelisco”, donde suena “Fire in Cairo” y acaban ardiendo en el fuego que los británicos prendieron en el corazón de varias generaciones.
Reconocemos muchas cosas, y casi todas bellas, en la música de McEnroe, por el mero hecho de que nos han acompañado en algunos momentos en los que era esa voz quebradiza y hastiada la que justamente debía contarnos lo que nos pasaba, aunque no ofreciera ninguna solución. Cuestión de empatía, o de que podrá haber muchos discos en los que refugiarnos cuando no queramos saber demasiado del mundo que nos rodea, pero muy pocos como los suyos.



