Chuck Prophet: “The Land That Time Forgot”



Por: Kepa Arbizu 

Uno podría pensar, visto lo visto, que junto a aquel mítico “contrato” por el que el Diablo otorgaba al músico de turno todo el talento artístico imaginable como contraprestación a la entrega de su alma, existía otro en el que tal gracia creativa era entregada a cambio de no alcanzar nunca las cotas más altas de éxito y reconocimiento. Solo así se puede entender que la banda Green on Red, encuadrada también en una corriente, el Paisley Underground, con mucho más talento que pedigrí popular,  y sobre todo la posterior carrera en solitario de su líder Chuck Prophet, se haya desarrollado envuelta en tanto sigilo y sin despertar la -demasiada veces dispersa- atención de las masas. De ahí que poco importe, a ese respecto, insistir una vez más en el alumbramiento de otro excelente disco por parte del californiano. Un trabajo en el que además el autor esquiva cierta ortodoxia, lo que no significa ningún descabalgamiento del género ni arrebatos visionarios, pero sí que sitúa a “The Land That Time Forgot” en un plano mucho más melancólico, con una dominante presencia acústica y sobre todo comandado por un ánimo de jugar con las capas instrumentales y generar texturas algo más densas. Táctica con la que demuestra de forma palmaria que este invento del rock and roll no se rige únicamente por la fuerza, o mejor dicho, que esa fuerza no tiene que brotar necesariamente del impulso primitivo, que su verdadero y único motor reside en el sentimiento. 

Probablemente no hubieran sido necesarios los dramáticos últimos acontecimientos, y en los que todavía estamos inmersos, y quién sabe hasta cuando, para poder determinar que este siglo XXI ya estaba marcado por el desasosiego. Una centuria, y su espíritu, a la que Chuck Prophet dedica una docena de composiciones -coescritas en buena parte junto a su aliado habitual klipschutz- por las que circula un ánimo cargado de nostalgia que baña tanto la esfera más íntima como la concerniente al estado de su nación, Estados Unidos. Un caótico tiempo que quién sabe si incluso consiguió filtrarse de alguna manera en el proceso del propio disco, que ha paseado entre la incertidumbre de los estudios de grabación y el desfile inesperado de músicos colaboradores de todo tipo y pelaje. Un aparente desbarajuste que sin embargo ha propiciado una jugosa espontaneidad y desinhibición en la sonoridad resultante. 

Definitivamente Chuck Prophet se ha empeñado en realizar un disco con el que hacernos llorar.  Y por supuesto, lo ha conseguido, al igual que otras veces había logrado insuflar tal energía que nos había hecho creer en la inmortalidad de las ruidosas noches. Así que, aparcados esta vez los zapatos de baile, toca prepararse para asumir una congoja que, aunque materializada a veces con ironía o acertados juegos de palabras, acabará imponiendo su naturaleza abatida. Quizás por eso, y para poderle hacer frente con entereza, lo más idóneo es presentarse a tal cita vistiendo las mejores galas, incluso ponernos nuestra camisa especial, esa que nos hace sentir aptos para cualquier envite, tal y como nos incita “Best Shirt On”, un medio tiempo épico y melódica -hecho en el que resulta trascendental los recurrentes coros de Stephanie Finch, mujer del compositor- donde conviven el pop, el soul, y, por supuesto, el rock. Punto de origen de toda una línea invisible, pero repleta de significados, que recoge un buen muestrario de ese planeta musical constituido por nombres como Tom Petty, Lou Reed, Elliot Murphy, Alejando Escovedo, o Willie DeVille, y que han sabido convertir la tradición en el contexto donde desarrollarse como versos libres y únicos. 

Quizás lo más fácil a la hora de aproximarse al tono dominante del álbum sea presentar primero las (relativas y escasas) excepciones que en él conviven, ya sea el fantasioso power pop de “Marathon”, vindicación para danzar como malditos, aunque sea en blanco y negro, o la electricidad ochentera a lo Springsteen en “Fast Kid”. Al margen de ambas piezas, poco espacio libre quedará fuera de una mirada introspectiva, de largo y amplio angular pero siempre enfundada en un manto sombrío que para estas canciones resulta el vestido más bello imaginable. Ropajes que acogen una proliferación de historias sobre cenicientas y amores comunes que al mismo tiempo se convierten en el mapa del atribulado momento actual. Relaciones como las que se cocinan, bajo una sigilosa narrativa de pegadiza dulzura, tras las ventanas de esos grandes bloques de pisos anónimos (“Willie and Nilli”), o esas citas fugaces sucedidas en cualquier esquina, o rotonda, mientras la ciudad se descubre entre una atmósfera delicada y detallista (“Meet Me at the Roundabout”). Pero hasta el sentimiento más noble tiene su némesis, ya sea nacer en un reino devoto de las armas de fuego, representada en la cosmopolita “Love Doesn't Come From the Barrel of a Gun”, o en el empeño por transformar la siempre sana atracción física en un vicio furtivo que desarrollar lejos del hogar, consideración que evidentemente solo puede ser canalizada a través de una majestuosa banda sonora empapada de lágrimas (“Waving Goodbye”). 

Historias aparentemente mínimas que aquí son tratadas, en forma y fondo, con la misma trascendencia que aquellos escenarios más globales y reflexivos, como el enfrentamiento producido entre lo idílico y la frustrante realidad en “High as Johnny Thunders”, con su aguacero de nombres ilustres, o la portentosa lírica recubierta del afligido  romanticismo que sostiene “Paying My Respects to the Train” . Y por si todavía alguien no se había percatado de que este es un disco en su esencia eminentemente político, pocas dudas van a quedar ya tras observar al repaso que realiza a las entrañas del imperio americano en la oscura “Nixonland” o asistiendo a la irónica, pero lanzada con el sigilo y la precisión de una cerbatana, “Get Off the Stage”, dirigida por un trote cadencioso pero de regusto airado. 

 Chuck Prophet, y otros muchos, llevan años descubriéndonos que el rock and roll es un idioma que va mucho más allá de la dictadura de los tatuajes, los coches y la testosterona lanzada a granel, y que de su mano se puede conquistar el más puro reflejo de nuestra vapuleada condición humana. “The Land That Time Forgot”, concretamente, es la preciosista y apesadumbrada recreación de un tiempo que niega al individuo cotidiano cualquier oportunidad para ejercer de héroe frente a los villanos. Toda una masa anónima que sin embargo alberga en su interior la infinita capacidad para generar historias con las que descifrar la complejidad humana, un combustible con el que Prophet es capaz de delinear en este álbum un maravilloso retrato sobre el desvelo vital con el que nos aflige esta época.