Jorge Drexler en vivo en el Wizink: Lo que la pena no vio


Wizink Center, Madrid. Jueves, 28 de enero del 2023.

Texto y fotografía: Guillermo García Domingo

 En una entrevista realizada en Radio 3 la semana pasada Jorge Drexler declaró que tal vez iría andando hasta el Wizink Center desde su casa en el barrio de la Guindalera. El sábado por la tarde el frío mordía en Madrid y me pregunté si el cantante estaría en ese momento atravesando la plaza de Manuel Becerra, y esperé que llevara, por amor de dios, una buena bufanda.

La intención de acercarse andando revelaba demasiadas cosas como pasarla por alto. Que el artista es de Madrid, porque lleva tanto tiempo viviendo aquí (28 años) como en Montevideo, donde nació. Drexler es, verdaderamente, de todos lados, y de todos lados vinieron a oírle, como se reveló durante el concierto. Tampoco se considera a sí mismo como una estrella de limusina por más que ahora, el éxito, Elvis Costello, Ruben Blades y C. Tangana, del que después hablaremos, se hayan fijado en él.

El paseo se presta a veces a pensamientos sombríos. A fin de cuentas, la “plaza” que le esperaba no parecía fácil de antemano. Debido a su amplio aforo, es un lugar en absoluto propicio a la intimidad que él suele establecer con sus seguidores. Suponía “pisar un territorio nuevo”, como se encargó de decir más tarde durante el concierto, incluso para alguien como Jorge Drexler, que se asemeja a esos sabios de las leyendas hasídicas (que son sus antepasados), capaces de hacer que cada encuentro con otros seres humanos resulte sagrado. 

Otro motivo de inquietud para el cantante podría haber sido la cotización en alza del odio, que cada tanto ofrece los dividendos de la violencia. ¿Es imposible que el cantante no estuviera al tanto de la violencia desatada en Israel/Palestina? Los abuelos judíos de Drexler huyeron de Europa antes de que estallara la segunda guerra mundial, para refugiarse en Bolivia y Uruguay, sucesivamente. Quizá por los sucesos recientes acaecidos Oriente Medio incluyó en el repertorio la “Milonga del moro judío”.

Sea como fuere, nada de esto impidió que Jorge Drexler pisara exultante un escenario con el que pretendía inducirnos a que viéramos los los sonidos o escucháramos los colores. La pantalla, que antes de empezar parecía el folio en blanco que pacientemente espera que el cantautor reciba los dones de “Tinta y Tiempo”, cobró vida propia y parecía ser capaz de escuchar la música y reaccionar ante ella. En el plano horizontal, cada músico estaba situado en una isla, rodeado de la arena inmaculada, caribeña, a la que se refirió más tarde Jorge Drexler introdujo uno de los “bises”, “La Luna de Rasquí”. En un artículo reciente de Iñigo López Palacios, hay que prepararse bien los conciertos, leí que Drexler se quedó prendado del escenario de la gira “American Utopia” de David Byrne.

En los primeros compases el público mantuvo una actitud desconcertante. ¿No habían entrado en calor en una tarde tan desapacible? ¿Estaban embelesados por la atmósfera catedralicia de la música? Quien fue capaz de ajustar así el sonido no es de este mundo, aunque se haga llamar Sergio Benito. O en el peor de los casos, los asistentes desconocían la mayor parte de las canciones que interpretó Drexler y su banda al comienzo del show. La iniciativa de escuchar la propuesta integral de un álbum está siendo sustituida por un acercamiento fragmentario. ¿Era entonces un público de retazos que estaba a la expectativa?

Probablemente por esta razón, el músico intercaló “Deseo”, “Fusión”, “Me Haces Bien” entre “El Plan Maestro” (una de esas canciones río, discursivas, sembradas de ideas estimulantes con las que ha dado comienzo a sus tres últimos discos), “Corazón Impar”, y “Cinturón Blanco”, ese milagro funk, que, como las anteriores diserta sobre el amor en sus proteicas formas. Llamaba la atención la cadencia algo más lenta con que el formidable grupo interpretó estas primeras canciones, cada instrumento se hacía notar mientras los otros esperaban que les llegara su turno.

Excepto las dos canciones de “Eco”, “Era de Amar”, que Drexler dedicó a Gustavo Cerati a su manera (“me faltaba Cerati) y “Todo Se Transforma” hacia la conclusión, no hubo más concesiones hacia discos anteriores a la década de 2010. Drexler ha rechazado “vivir de las rentas” y sacarle partido a la maldita nostalgia, que cuestiona el progreso social y está neutralizando la creatividad musical, aunque el concierto se celebrara en el corazón del barrio de Salamanca en Madrid, que es un bastión de los valores conservadores, cuando no reaccionarios, desde el S.XIX, cuando vivió su hacedor, el Marqués de Salamanca, inversionista profesional (o especulador, según se mire). El credo de este músico es el experimento. Desde que se hizo acompañar por el productor Carles “Campi” Campón en el LP “Bailar en la cueva” (2014) no ha hecho otra cosa que mirar hacia adelante.

Mientras el público se decidía a apostar más fuerte, sonó “Bendito Desconcierto”, “Inoportuna”, en la que brilló el teclado de Meritxel Neddermann, y “Oh Algoritmo”, una genialidad de Drexler, que animó a participar al público, que parecía entrar el calor. En esta como en otras tantas canciones estuvo especialmente compenetrado con Javier Calequi, de Argentina, con el peinado a lo Ziggy Stardust, cuya guitarra solista, que toca con el mástil en diagonal, fue más que elocuente a lo largo de toda la velada. Tiene mérito que la guitarra sepa decir lo suyo, pues la base rítmica y de percusión electrónica ha ganado muchísimo peso desde que Drexler se alió con “Campi”, quien otorgó a una versión hermosísima de “Salvapantallas” le dio una textura de no creerlo con no sé qué aparato maravilloso que sacó a escena. Llegó el turno de Miryam Latrece, una de las dos voces femeninas formidables (la otra es de Alana Sinkëy, de Guinea Bissau) que acompañan al cantante en la gira, para cantar canciones tan bellas como “Asilo. La obertura del baterista Borja Barrueta estuvo a la altura de la asombrosa “Tinta y Tiempo”, que vino después. 

El grupo se había ganado un descanso, durante el cual Drexler regresó a Libertad, 8, cuando era lampiño y joven, como si estuviera ante unos cuantos. La voz del cantante llegó hasta nosotros procesada por el sintetizador de Neddermann en “El día que estrenaste el mundo”. Nunca pensé que un robot pudiera sonar tan tierno. No faltaron las canciones “sabineras” que Drexler debía a todos sabemos quién, antes de que llegara de improviso C. Tangana. 

Era lo que le faltaba al público, lo que pedía el recital. Este tipo dispone del desparpajo de los grandes personajes que han salido de las calles madrileñas. “El Nominao” resultó grandiosa, tanto que “Pucho” Tangana le sonsacó “La Edad del Cielo” al uruguayo. A Drexler le costó un poco poner las cosas en su sitio después de que se fuera el invitado. “Duermevela” tuvo un aire extraterrestre, en el buen sentido de la palabra. Nada hacía pensar lo que iba a ocurrir de nuevo a propósito de “Movimiento”, otra disertación en torno a la naturaleza inquieta de nuestra especie. Al mismo tiempo que ella llegaron los tambores de candombe de La Melaza (Uruguay), casi una veintena de mujeres que dieron una nueva vida a “Tocarte”, la sensualísima propuesta, que hizo salir de nuevo del camerino a Tangana. La comparsa, ya que estaba, se quedó para “La Guerrilla de la Concordia”, y es que Drexler sus canciones son el mejor antídoto para el odio, desde luego.

El concierto se alargó bajo el influjo de la “Luna de Rasquí”, que, como el uruguayo madrileño explicó en el largo parlamento previo a la canción, cuando te ilumina es un punto ciego para el ojo omnisciente de la pena, que todo lo ve. Jorge Drexler y compañía se despidieron con la catarsis propiciada por “Bailar en La Cueva” y La Melaza de nuevo. Antes habían interpretado “Silencio”, con performance incluida, con sus magistrales interrupciones, “Amor al Arte” en versión acústica, en la que aparece la afirmación de Juan de Mairena, heterónimo de poeta Antonio Machado, pero transmutada: “solo el necio confunde valor y precio”, que, visto lo visto, los que presenciamos el concierto adoptamos sin discusión, puesto que pagamos un precio muy inferior a la experiencia artística que Drexler y los demás nos brindaron. En realidad, el concierto nunca llegó a terminar. Mientras desalojábamos el antiguo Palacio de los deportes veíamos en las pantallas que, entre bastidores, los músicos estaban reunidos, una amalgama de pura felicidad, cantando, bailando y tocando. Cuando salimos a la gélida madrugada, los timbales todavía se oían en la lejanía de los camerinos. Nada de lo acontecido pudo verlo la pena.