Por: Oky Aguirre
"Soy un fraude. Yo no era ese chico rockero con cochazo; nunca
he estado en una fábrica. Escribo sobre cosas que nunca he
vivido", son las palabras que Bruce Springsteen utiliza para
comenzar su presentación en Broadway, a través de un Residence
show organizado en el Walter Kerr Theatre de Nueva York -con
menos de mil butacas- consistente en varios conciertos de tono
intimista, con guitarra acústica, piano y voz, relatando anécdotas
ya recogidas en su autobiografía de 2016 "Born to Run". Y es
entonces cuando empieza el lío… ¿Mola o no mola? Y sobre todo
¿Hay sinceridad? Para ello hay que ponerse en situación. Si eres
un “enfermo” de Bruce; otra vez esto es lo tuyo. Pero si lo que te
va es la crítica constructiva y argumentada, quizá salgas algo
escaldado, como seguramente yo cuando termine estas líneas. No
sin antes reconocer que gracias a este "Springsteen on
Broadway" me he reconciliado, por fin, con "The Boss", con el
que irremediablemente he crecido y disfrutado, no ya tanto con su
actitud, sino con sus creaciones.
La cosa empieza preciosa, como su reluciente rostro de casi setenta años. Mostrando una cercanía que hemos visto siempre desde
lejos, en sus potentes conciertos para ochenta mil personas, aquí
reducido a la exquisita desnudez de los acordes, avalado por una
acertada selección de su repertorio, donde nos cuenta cómo en su
niñez, viendo la televisión, descubrió el rocanrol; o las artimañas
para ir a buscar a su padre al bar. Historias hermosamente
ensambladas con su guitarra casi inaudible o al piano
gloriosamente, junto a unas dotes comunicativas cercanas a las
que tenías con tu mejor amigo o hermano: "Growin' Up", "My
Hometown", "My Father's House", "The Wish", "Thunder
Road" y "The Promised Land" conforman la primera parte de un
documento lleno de sensibilidad y con buen ritmo, en el que casi
no te da tiempo a juzgar; solo admirar el poder que tienen las
canciones, además de sentir cercano a un "chaval" de New Jersey,
irreconocible con el detalle en su cristalino "slide" en "Born in
the U.S.A.", mezclando acordes y letras del "Black Dog" de los
Zeppelin. Momento trascendental de las más de dos horas que
dura el espectáculo, para mí plasmado en el maravilloso “speech”
que se suelta acerca de sus ídolos de la infancia, reclutados para
un Vietnam que evitó junto a Little Vinnie, exaltando la
verdadera esencia de lo que para él es la música: la complicidad
entre batería y cantante en himnos como "Wipe Out" de The
Surfaris o en su declaración de intenciones para lo que realmente
está aquí: "Fun; the real kind". Pasarlo bien.
Es una pena que con "Tougher Than The Rest" y "Brilliant
Disguise" no haya un cambio evidente en el desarrollo de esta
íntima propuesta, confundiendo la sensiblería fácil con las
emociones, lo que supone un lastre a la hora de avanzar. Con lo
cual, lo que podría haber supuesto un ejercicio de humildad
verdadera, apoyado y avalado por una plataforma como Netflix,
con capacidad de dejar huella más allá del lado oscuro de la luna,
se desvanece en lo que precisamente pretende: quitarse ese disfraz
que alguien (la industria) le ha impuesto sin quererlo, a la que ha
sobrevivido y triunfado, pero nunca renunciado. Sobrecoge hoy
más el vídeo de "Brillante disfraz", en blanco y negro, con la
cámara acercándose al gesto sincero, que esta versión junto a
Patty Scialfa, cuya voz e incómoda presencia bien la podría
haber sustituido un simple teclado o batería, despojando al
espectador de cualquier duda que tuviera respecto al carácter
impostado de un Bruce entre bambalinas, vestido de perdedor;
confundiendo trajes de Johnny Cash con pieles de Chuck Berry.
Parece que todavía sigue pidiendo permiso para ser una leyenda
del rock; esa que parece sólo se puede conseguir marchándose de
este mundo, como asumiendo que aún le falta por llegar a esa
categoría, contando apetitosas historias llenas de miserias, las
mismas que han dado realidad a las vivencias en sus canciones,
llenas de esperanza, amistad, soledad y sobre todo sufrimiento. Ese paso definitivo que se da sin quererlo y que va unido a la
trascendencia para comunicar en cualquier tipo de manifestación
cultural: la frontera existente entre artistas y Dioses del Olimpo;
la autenticidad innata no buscada, la que otorga el tesoro más
codiciado: el carisma. Ese achaque o dolencia que el autor
verdadero lleva implícito, en forma de racismo, infancias sin
cariño o visitando el infierno de las drogas, como una sombra que
inevitablemente le acompaña y que suele derivar en emoción. La
falta de amor que tuvo Janis Joplin o el rechazo que sintió Elvis
Presley en sus comienzos Gospel son sólo dos muestras, por no
hablar de la lista infinita de los que han nacido negros.
Es una pequeña diferencia, ínfima y a veces imperceptible, pero
que nos gusta y sí que hay en un impecable "The Rising", oliendo
aromas incluso de Van Morrison, que luego se hacen evidentes
en "Land of Hope and Dreams". Mientras, maltrata un "Dancing in the Dark" que no está hecho para pequeños escenarios. Pero lo
que ya roza el infortunio, y es lo que le da el carácter de melifluo,
es acabar "Born to Run", hablando de la carencia de su padre, con
un sonrojante "Padrenuestro que estás en los cielos…" Que es
como ponerse un brillante disfraz de sufridor.