Por: Kepa Arbizu
Lo primero de todo sería conveniente hacer un breve ejercicio histórico para situar a Dani Llamas y de paso descubrir el recorrido que le ha llevado a elaborar un disco tan especial como éste, de revelador título y sorprendente contenido, llamado “La verdad”. Encuadrado desde finales del siglo pasado en uno de los combos más representativos del punk-rock-hardcore hecho en nuestras fronteras, G.A.S. Drummers, sin embargo en los últimos años han sido constantes sus publicaciones en solitario e incluso poniendo en marcha algunos proyectos como los powerpoperos The Ships, junto a Paco Loco y Juan Ewan. Cada uno de esos álbumes editados bajo su propio nombre se han convertido en el reflejo del buen manejo que este andaluz sabe hacer del sonido americano de raíces, tesituras de las que no se desprende en este último lanzamiento pero donde se adaptan a un entorno totalmente inesperado como son los ritmos flamencos y todo el imaginario que les acompaña. Un llamativo viraje que al margen del obvio nuevo cariz musical instaurado también se manifiesta como un reencuentro con su “yo” más íntimo.
Es cierto que la identidad forjada por un individuo puede estar más ligada al lugar donde pace -pudiendo ser en lo artístico totalmente simbólico- que al de nacimiento; sin embargo, existe con este segundo un tipo de unión de la que es difícil deshacerse, siendo sus huellas más profundas e imborrables que las de ningún otro vínculo. Precisamente de desenterrar ese rastro, de alguna forma perdido premeditadamente a lo largo de su carrera, tratan estas canciones, y de hacerlo tanto en relación a su perfil personal como a uno colectivo. En la búsqueda de ese apego a su tierra, el primer cambio sustancial, y más llamativo, al que asistimos es a la adopción por primera vez del idioma castellano como lengua interpretativa, algo totalmente lógico si tenemos en cuanta que estamos frente a composiciones basadas en cánticos tradicionales heredados de generación en generación y que tienden a detenerse en lugares, episodios y personajes de su Jerez de la Frontera natal.
En este trayecto ideado por el gaditano no hay renuncia alguna a ese “otro yo” que ha crecido y se ha desarrollado a través de una música en la que ha lucido con honor el bagaje anglosajón. Unas credenciales de las que ha ido dejando constancia en su ya dilatada biografía y que no ha querido olvidar a la hora de mostrarnos el reflejo producido por la cancela que se ha decidido a abrir. De ahí que los versos de Antonio Machado que dan título al tema inaugural (“Se canta a lo que se pierde”), y la crónica negra que sale a relucir por medio de un paisaje sonoro sombrío, regado de envites eléctricos que nos recuerdan a fantasmagóricos songwriters como Vic Chesnutt o David Eugene Edwards, se conviertan en conceptos esenciales en la idiosincrasia del trabajo. Tormentosas recreaciones de las que no se libra una inquietante “Con el viento y con el agua”, de tribal y desértico escenario, o el mapa salpicado de sangre hacia el que nos dirige “Pozo de la Víbora”, que pese a tener un desarrollo más melódico y una segunda parte alimentada de epopeya indie, no puede ocultar su cruda naturaleza, en la que interviene decisivamente la presencia de Ramón Rodríguez de The New Raemon.
La doble mirada referencial que el disco ejercita hacia las mencionadas dos orillas, una práctica de la que por suerte ya se acumulan diversos ejemplos, desde Triana a Exquirla pasando por Pony Bravo o Lagartija Nick, encontrará su más elevado punto de fusión en apariciones como “Fandangos de la libertad”, donde el dibujo vocal flamenco es acompañado por un soleado folk-rock sesentero, o la inmersión de "las alegrías” en un decorado plagado de tensión roquera y teclados serpenteantes. Mixtura de acentos que todavía persistirá, pese al dominio de un tono pop, en "Fui piedra", que remite a los grupos españoles de décadas pasadas como Los Brincos, o bajo una vocación más envolvente y psicodélica en “Un vergel”. Será con la llegada del tramo final cuando se observe un relativo desprendimiento de esos ropajes sureños, destapándonos a un Dani Llamas más reconocible en cuanto a la escenificación que de él estábamos acostumbrados. El sobrecogedor y épico rock de “Caulina”, que hace de banda sonora del ajusticiamiento al que fue sometida una revuelta campesina, es solo un primer paso al que le seguirán el vigoroso pero melancólico acercamiento al power pop de “Ay amor” o uno más luminoso de exquisita y clásica ejecución en el tema homónimo.
Como si de un hijo pródigo se tratara, el gaditano reaparece con un nuevo disco bajo el brazo con la intención de contar desde su propia expresividad esas historias que se han querido olvidar pero que siguen latiendo en los rincones de su tierra. Como siempre sucede en este país, silenciado por voluntad propia, desenterrar la verdad es una tarea dolorosa -repleta de víctimas anónimas y gritos que recuerdan el pasado traicionado- pero necesaria para construir una verdadera y justa identidad, tanto individual como colectiva. De ahí que la importancia de este disco no solo resida en su excelencia artística, sino en funcionar como pieza en ese retrato que aún está por hacer y que debería en algún momento ofrecernos la imagen sin distorsiones de lo que en realidad fuimos, somos y queremos ser.