Breis: “Viejos discos, antiguos mitos”


Por: Kepa Arbizu 

Tanto en la vida como en la música el anonimato -en sus diferentes grados de manifestación- es la norma común para la mayoría de individuos, siendo una excepcionalidad quien hace de su nombre o imagen un icono significativamente reconocible. Un desequilibrio de notoriedad que si en la existencia cotidiana puede llegar a generar frustraciones, mucho más en un ámbito tan particular como el creativo, donde su propia condición de herramienta comunicativa parece destinada, como única opción satisfactoria, a hospedarse en el mayor número posible de receptores. En esa injusta, y hasta cierto punto sádica, dictadura de lo cualitativo sobre cualquier otra consideración, el fracaso se convierte en un concepto asignado con displicente facilidad, adoptando la forma de un tentáculo más surgido del vocabulario de las leyes del mercado. En un ejercicio que urge ser abordado, el arte debería comportarse bajo una tutela distinta, asumiendo la capacidad de señalar, y si fuera necesario rescatar, aquello que aunque anide lejos del festivo reparto indiscriminado de elogios demanda ser destacado. En ese ámbito siempre solitario y desprovisto de focos donde alternan muchos artesanos de canciones se encuentra la morada de Manolo Breis, que hace de su actual disco la enésima oportunidad para acercarse y abrir la puerta de su guarida, de la que emanan deliciosas melodías con un reconocible aura vaporoso enraizado en los sonidos americanos.

Un título asignado a dicha grabación, “Viejos discos, antiguos mitos”, que si ya contiene en sí mismo un explicativo carácter nostálgico, las propias explicaciones ofrecidas por su autor, que lo cataloga como el colofón a un trayecto, por lo menos entendido bajo los parámetros hasta ahora escogidos, añaden un sentido de mirada en retrospectiva más contundente todavía. Un “adiós” que tampoco ha podido ser entonado de la manera pretendida por el murciano, aspirante a cerrar el ciclo recogiendo en vivo y escoltado por una banda un repertorio que finalmente se ha visto abocado a una representación en soledad bajo el calor de su propio estudio, “Sweet Song Records” . Contrariedad que, si bien no lastra el sobresaliente y particular resultado final, parece ser la última cuña de un camino que siempre ha sido transitado con las dificultades propias de quien elige unas veredas injustamente despobladas.

Lejos de convertir este disco en un llamamiento estandarizado a sus ya más que perceptibles y asentadas características, donde destaca esa forma de interpretar suspendiendo su voz en un plano indefinido desde el que deja caer sus palabras, el álbum adquiere un aspecto especialmente identificativo al mostrarse más oscuro, y por momentos brusco, que en ocasiones precedentes. Ese alma en retirada, a veces obligada otras escogida, se cuela igualmente en una textura sonora donde predomina casi en exclusividad un ánimo eléctrico que, si no fuera por su inequívoca vocación de elegante tejedor de armonías, alcanzaría espacios llamativamente ásperos. Connotaciones más virulentas que, aunque paliadas por ese apaciguado estado de ánimo, consiguen encararse a esa placidez a través de unos directos envites. Si “Siempre a mí” hace gala de contención, resultado de un power pop consecuencia de sumir en la bruma a Nacha Pop, el mayor nivel de crispación viene de la mano de la licántropa y ácrata “Hay luna llena”, transformación casi punk del rugido de sus cuerdas y tensos teclados, que parece reclamar al más soliviantado Ryan Adams, o la pegadiza línea melódica de un “Dímelo” que no tiene ningún complejo a la hora de asumir texturas ochenteras en su cohabitación entre voltaje y sintetizadores, elementos que formulan un paisaje oscuro y especialmente desalentador en la foto enmohecida de promesas y aspiraciones que se vislumbra en “¿Te acuerdas?”

Impulsivas composiciones que no son el único sustento de un trabajo que se alimenta también, por supuesto, de esa facilidad con que Breis hace del temblor emocional un lugar hogareño, aptitud expuesta de manera sobrecogedora, y entre pellizcos soul, en una “Estoy de más” que su ubicación como anfitriona le imprime mayor trascendencia a una declaración de principios extensible incluso a los referentes musicales esgrimidos, dispuestos a tender la mano de otros talentos invisibilizados como es Mark Eitzel. Un suculento viaje intimista que tomará un aspecto casi antagónico en “Todas tus noches”, un pantanoso y tribal paso de blues que en su crepitar eléctrico contiene el nervio de Neil Young para hacer un balance de daños del derrumbe. Hondura ambiental que escapará desde el subsuelo, pero todavía sin alcanzar la luz, para ser entonada en la sobria y minimalista “Quisiste”, donde su traje de "crooner" atmosférico lucirá con la misma refulgencia que cuando su estructura juguetea serpenteante bajo la batuta de un Jonathan Wilson en “No eres fácil (para mí)”, o la comunión junto a esa “Hoguera” en una sola figura del Eels más ecléctico y Quique González, invitados a una pira donde van a parar todos los subterfugios inventados para evitar la decepción. 

Sin caer en tópicos que se usan con los finados o con aquellos injustamente olvidados, Breis apaga la luz de una época de su vida, y de su carrera, con un disco excelente, capaz de hacer de sus vaporosas melodías fuente de rabia y violencia lírica. Él, como nosotros, sabe que los viejos discos se pueden guardar en cajones sellados pero que su huella permanece perenne, al igual que se puede silenciar a los mitos pero no invisibilizar la realidad que representan. Dónde y cuándo nos encontraremos de nuevo con el músico murciano no se sabe, lo que resulta incuestionable es que con este álbum ha dejado su marca grabada en lo más profundo. Y habrá otros escenarios, otros paisajes observados con renovadas miradas, pero quien se acerque a este cancionero comprenderá que está hecho de una sustancia resistente al paso del tiempo y de la modas, incluso más poderosa que las propias circunstancias que han propiciado su dolorosa firma.