Por: Kepa Arbizu.
Nicolás Copérnico, antes de descifrar la coreografía planetaria que regía el universo, quiso estudiar y conocer la cultura griega clásica, con ello pretendía encontrar el idioma óptimo para acercarse lo más posible al entendimiento de aquello que anidaba en los cielos. Una vez más las palabras demostraron que no son entes inertes, sino que albergan la capacidad de comprender, y enunciar, de manera diferente la realidad. Y si el nombre de aquel astrónomo polaco ya ha sido heredado por esta banda cántabra, Copernicus Dreams, su legado parece nutrirles ahora también de dicha enseñanza lingüística, porque más allá de presentar su primer disco en castellano, el trasvase a dicho idioma no puede ser visto únicamente como una alteración de su diccionario, ya que bajo esa determinación se encuentra la búsqueda de un vínculo más carnal con el ánima que pretenden trasladar unas canciones que, agrupadas bajo el título de “El viaje”, un término lo suficientemente simbólico como para aglutinar a su alrededor múltiples significados, radiografían un momento de sobrevenido cambio personal y colectivo. Un paisaje que siempre se cierne incierto y que para sobrevolarlo se necesita un equipaje nutrido con palabras cercanas al alma.
Toda la literatura, y casi la mística, que rodea al hecho de salir reforzado de los flirteos con el abismo se transforman en palabrería cuando esos acontecimientos pasan de las hojas de un libro a la vida cotidiana, en este caso la de una banda, que ha tenido que lidiar siempre con la tozuda maledicencia del destino, desde aquella pérdida de su bajista, Luis Ruiz, hasta unos tiempos recientes donde la formación se desgajaba hasta quedar tan debilitada que sus únicos versos parecían apuntar a la despedida. Pero ese futuro que deambulaba sonado, acumuló las fuerzas necesarias para enderezar su figura hasta lograr componer un nuevo álbum. Un trabajo, musical y humano, que ha sido posible por esa fuerza que se esconde tras la necesidad biológica de latir al son de las canciones, tanto es así que la transformada alineación se ha confabulado con tanta intensidad entorno a un espíritu de superación que ha logrado conseguir incluso agrandar el concepto del grupo más allá del que se viste de largo para entrar al estudio de grabación. Y es que estos cántabros parecen no solo hermanados con la dicha copernicana, sino ejemplares aprendices de aquella frase de Norman Mailer en la que recomendaba dejar que todo se derrumbara para poder escribir nuestras propias ruinas. Escombros sobre los que han alumbrado un excelente ejercicio musical.
Se podría pensar que la reconstrucción de la banda y la adopción de un nuevo idioma, en este caso el castellano, podría reflejarse en un más que entendible cambio de rumbo, pero por el contrario el álbum asume las líneas maestras que han caracterizado la singladura de Copernicus Dreams, aceptando que su historia pervive y que renunciar a su personalidad sonora sería claudicar ante los tozudos envites dispuestos a quebrar su futuro artístico. Sin embargo, no conviene obviar que la recurrente presencia en sus textos de la orografía estadounidense, un detalle que probablemente no sea baladí en su fotografía vital, parecen haber contribuido a realzar el arraigo americano del grupo, que no solo posa sus palabras en localizaciones concretas de ese continente, sino que se imbuye de su atracción rítmica. En ese sentido la inaugural “Cruce de caminos”, que recoge toda la iconografía y leyendas de esa tierra de pantanos, sirve de particular excursión, arropada por una imponente sección de metales y en la que ejercen de guías desde Dan Penn a The Band pasando por Van Morrison, por una Nueva Orleans donde el diablo a veces se aparece sin necesidad de ser convocado.
La acostumbrada, por el ejemplo proporcionado por pasadas referencias, facultad del compositor principal de la banda, Chus González, de teñir con episodios biográficos sus creaciones se revela explícita aquí en títulos como “Tocando fondo”, un recorrido que desciende a los suburbios emocionales para tornarse en resurrección a lomos de rasgado boogie rock “stoniano”, o "Desde cero otra vez", impulsado por sus aulladores teclados que reclaman la presencia de Rod Stewart para resetear el cuentakilómetros. Estampas alimentadas de ese caminar trastabillado en el que sus pasos errantes parecen encarnados en la herida guitarra que dicta el ánimo sonámbulo de una "Ruleta Vudú" que rastrea la huella del Tom Petty más introspectivo. Instantánea sombría que sin embargo tiene su némesis en el power pop luminoso, no exento de melancolía, de "Flotando en el espacio", donde el curso inalterable de las manecillas del reloj son el mejor aliento para no eternizar las derrotas.
Puede que consecuencia de la nueva dicción necesaria para el estrenado idioma o simplemente por el lógico mayor entendimiento que generan sus palabras, la interpretación vocal a lo largo del disco asume y asimila a la perfección diversos colores. Desde el fraseo recitativo, inspirado en el Dylan "bluesero", de "Silencio", perfecta recreación de ese momento que incluso somos capaces de cerrar los ojos y aislarnos del ruido producido por el desmoronamiento a nuestro alrededor, al rasgado pero dulce tono que tiñe de un ecosistema sureño la traslación de viejas historias de amor a la pantalla de ordenador en "Tracy" , son exultantes rutas de trazo diverso con los que difundir un mensaje común. Y si de apertura de fronteras se trata, la pieza final, "Polos opuestos", se presenta con una majestuosa ambientación jazzística que se desarrolla como aquel estiloso baile con que Joaquin Phoenix en "Joker" descendía los escalones en lo que no era sino el reflejo de un hombre abatido.
Tomando como punto de partida la simbología asumida por la portada de este disco, Copernicus Dreams logra alzar el vuelo, atravesando tempestuosos océanos, invocando con talento el rock clásico. El trayecto que les ha llevado desde observarse entre ruinas a conquistar el horizonte se sostiene sobre una decena de temas que, fieles a su ya identificativo estilo, entroncan con la tradición americana para ser traducida al distintivo imaginario confeccionado por la banda cántabra. El viaje al que alude este trabajo no tiene principio ni tampoco fin, es un itinerario en constante evolución que inevitablemente cuenta también con etapas hechas de cicatrices y fracturas. Heridas cauterizadas en forma de excelentes composiciones que se sirven de un paisaje en ruinas como cimiento donde edificar una escalera al cielo.