Por: Kepa Arbizu.
Si como enuncia el dicho popular la cara es el espejo del alma, otorgando al rostro el papel de severo e incorruptible diagnóstico sobre el estado anímico, para un músico la identidad que desprende su voz supone también un factor altamente revelador respecto a la materia emocional del que está construido su idioma artístico. Por eso que en la garganta de este veinteañero de tez blanca llamado Myron Elkins anide, gracias a su textura gruesa y nasal, todo el acervo interpretativo de veteranos representantes de los ritmos afroamericanos, más allá de la majestuosidad que representa esa cualidad, es el reflejo de toda una vocación por presentarse como un narrador sonoro de aquellos espíritus afligidos que extienden su sombra sobre noctámbulos y desvencijados rótulos luminosos. Un paisaje de anémicas esperanzas y brillos oxidados transformado sin embargo, tras atravesar el lenguaje de los ritmos clásicos estadounidenses, en un tapiz melódico estremecedor.
Siendo conscientes de que toda realidad es la consecuencia irradiada por la percepción particular, cuando en 2023 este compositor, catalogación necesitada de ser puesta en valor para las posibles definiciones que pretendan elogiar en exclusividad su virtud cantora, deslumbró con un álbum debut, “Factories, Farms & Amphetamines”, que recogía con identificativa presencia la herencia musical sureña, no esperábamos que su continuación, "Nostalgia for Sale", diseccionara precisamente las fatalidades sobrevenidas de aquel trabajo. Lo que en un principio, si nos regimos exclusivamente por su demostrada calidad, apuntaba a la pronta gestación de una firma llamada a sacudir la escena, sin embargo se fraguó como un cúmulo de decepciones, principalmente encarnadas en cuatros años de peregrinaje a través de unos escenarios escasamente ilustres negados a reconocer a esa precoz revelación y a la consiguiente retirada afectiva de manos amigas en las que poder sostener su tembloroso paso. Un abismo emocional del que huye, partiendo hacia la cuna de su tradición artística, Memphis, y contando con uno de los pocos apoyos todavía perceptibles, el productor Dave Cobb, para plasmar precisamente ese desasosiego existencial en un repertorio que asume su inevitable corte biográfico para hermanarse con esa legión de solitarios sentenciados por los hados del destino.
Un muestrario humano que es fácil adivinar morando tras la puerta de ese aislado edificio que recoge la portada del disco. Una reproducción en penumbra, reflejo del espíritu que acoge tras sus paredes, que pese a su aparente sencillez se muestra explícito en su simbología emocional, un resultado fraguado por lo que podría ser una entente compuesta por Edward Hopper, de haber tenido su propia “etapa azul”, y la ilustración escogida por Arthur Getz para anunciar en el New Yorker a sus lectores el ocaso de la esperanza. Y si un género musical está capacitado para trasladar a sus armonías esa paleta pictórica hecha de crepuscular romanticismo es el soul, un estilo claramente integrado en el ecosistema de este autor norteamericano en su álbum inaugural pero que en esta continuación asume un total liderazgo. Una dictadura del verbo desgarrado y melódicamente afligido que asume su condición de idioma vehicular para conceder voz al suspiro existencial.
Allí donde las palabras se muestran vulnerables a la hora de encapsular los sentimientos, la guitarra con la que se inicia el disco, apertura encomendada a "Red Ball", invoca toda el palpitar de un género. Una inicial desnudez que a modo de increscendo, tendido sobre un ambiente casi eclesiástico que extiende el gozo fraternal, en este caso como antídoto a episodios lacrimógenos, incorpora una compañía instrumental que sirve para trazar una genealogía que va desde el ancestral Josh White hasta otro “rastro pálido” contemporáneo de imponente voz como Anderson East pasando sobre todo por Van Morrison. Una figura que repite presencia en esa celebración de la lluvia que es "God Bless The Rain", metáfora climatológica instaurada desde el vetusto “The Sky Is Crying”, de Elmore James, aquí escenificada como esa infantil respuesta del chapoteo sobre unos charcos que inevitablemente tendrán cabida en nuestra narración vital. Herencias clásicas que no permiten caminar en solitario a un repertorio que tiene como inspiraciones, en distintas frecuencias y cantidades, a lo más ilustre de la biografía del soul, porque la concepción de la melancolía de contagiosa y majestuosa melodía que desprende el tema titular solo puede ser entendida y asumida si William Bell, Solomon Burke, James Carr o Clarence Carter han significado un ingrediente esencial en la dieta musical y anímica del autor.
Casi como delineada bajo una proporcional exactitud, el disco en su segunda parte decide, sin abandonar su inequívoco concepto, dirigirse a los cruces de caminos donde el soul encontró cobijo junto a otros géneros y tonalidades, situados eso sí, en la zona musical más austral. Eso significa que el recitar roquero de "Testimony" alude a Bob Seger y que la intensidad a la que se entrega "Givin Up And Givin In" sigue las pautas de unos Allman Brothers de sosegado ensimismamiento eléctrico. Contundencia que se conjuga en "Livin And Learnin" con el rock and roll para un tenaz y dinámico cierre que manda su carta de amor a la Creedence Clearwater Revival. Ejemplos, y despliegue de virtudes, alineados con una querencia más potente que incluso cuando amansa su voltaje no extraña un nervio que aflora en el folk acústico de "Easy Target", entonado en los bancos traseros de alguna iglesia remota, o cuando el intérprete se rasga la camisa para, hermanado con otro corazón roto de imponente presencia como Chris Stapleton, afrontar en "Get Home" ese aprendizaje que significa la vida, incluso cuando ésta se anuncia sobre renglones torcidos.
La nostalgia, igual que la energía, no se destruye, simplemente se transforma; siempre permanece apostada, a veces maniatada por el espíritu luminoso, otras agazapada royendo con delicadeza nuestro alma y en ocasiones desplegando su manto incierto para entorpecer el paso al futuro. Myron Elkins entona, con un disco absolutamente sublime, dicha disputa convirtiendo su imponente voz en mascarón de popa de un repertorio que dialoga con postales existenciales en penumbra. El joven compositor transforma su congoja en un emocionante clamor musical, añadiendo a la más estremecedora y genial historia del llanto sonoro una nueva bitácora que se enfrenta a un paisaje entre tinieblas.