Por: Kepa Arbizu.
Si hacemos caso exclusivamente a las asépticas páginas del diccionario identificaríamos al vagabundo como simplemente un individuo errante y sin domicilio fijo, una imagen demasiado escueta y disecada para un espíritu señalado por el tino lírico del poeta León Felipe como portador de unas ropas donde duerme el polvo de todos los caminos y el sudor de muchas agonías. Una aproximación mucho más certera si pretendemos entender la naturaleza del músico Tyler Childers, quien recién alcanzado el ecuador de la treintena ha conseguido ya convertir, al entrar en contacto con sus manos, el country en un paseante nómada, capaz incluso de recolectar múltiples premios, que sin desprenderse de su silueta identificativa ha actuado de habitual visitante de otras latitudes, y no en el papel de turista necrófago, sino de observador ansioso por fagocitar todo aquello que agita su atención, buen sabedor de que su personalidad resulta imposible de reproducirse entre las rejas de la tradición pero tampoco sin su aprendizaje.
Una inquieta condición artística que se retroalimenta de su propia experiencia personal, porque quien por su currículum biográfico, nacido en plenos Apalaches de Kentucky, hijo de minero y conocedor del arte interpretativo en las escolanía de una la iglesia, podría estar abocado a actuar de más o menos talentoso compositor con calado sombrero vaquero y gestos clásicos, sin embargo ha sido capaz de engendrar un fascinante imaginario que tiene en su nuevo álbum, “Snipe Hunter”, la culminación más imponente. Un disco que sin desterrar su acervo, no es detalle menor que todavía siga residiendo en una cabaña con su mujer e hijos en esas paisajes que le vieron nacer, acumula de manera majestuosa e impredecible todos los saberes acunados en pasados trabajos, desde ensoñaciones lisérgicas a los vetustos violines identificativos de su tierra pasando por el emocionante canto eclesiástico. Ingredientes que le sitúan en este álbum como un pantocrátor perfectamente diestro para sujetar con una mano un desgastado ejemplar de “On the Road”, de Jack Kerouac, y en la otra sostener bajo un haz luminosa el Bhagavad Gita, texto sagrado de la religión hindú.
No es esta arriesgada expedición una empresa que el músico haya asumido en solitario, y a la ya consabida por habitual presencia de su banda de apoyo, Food Stamps, ha añadido el llamamiento a uno de esos productores que su nombre tiende a eclipsar al propio autor, Rick Rubin, en esta ocasión convertido en aliado y copartícipe de una experiencia que buscó su punto de partida en la infancia de Childers. Porque Kauai, en Hawái, lugar que visitó durante su infancia en un plácido viaje familiar, fue el destino de ambos para alquilar una vivienda y adecuarla a modo de estudio de grabación improvisado donde concebir una parte sustancial, pero no definitiva, del resultado, ya que todavía le quedaba una nueva intercesión, en este caso la de Nick Sanborn, mitad del dúo de electropop de Sylvan Esso, que aplicó su moldura más contemporánea a unas canciones en busca de su rumbo definitivo. Un logro desplegado sobre un paisaje que se puede considerar no tanto apátrida como reflejo de una inédita nacionalidad ensamblada por infinitas rutas inspiracionales.
Del mismo modo que resulta prácticamente imposible descifrar todo el ajuar decorativo que acompaña el noble retrato de su portada, los diversos ritmos e influencias, también un particular aspecto lírico que mezcla lo mundano, con lo metafísico y hasta lo paródico, que acogen estos temas se muestran casi inabarcables, lo que no impide traducir el álbum como un juego de antónimos que sin embargo no se sitúan distantes, sino en plena convivencia. Tanto es así que el concepto original de “Snipe Hunter”, destinado a ser una suma de relecturas de temas ya interpretados, acabó siendo desestimada por un inesperado torrente compositivo. De aquella inicial idea, solo se mantienen dos piezas, posiblemente, y propiciado por esa condición pretérita, las más vinculadas a un sonido ortodoxo, aceptando todas las salvedades que ese concepto adquiere en un trabajo como éste. Asumiendo el folk como lengua vehicular de ambas, mientras "Oneida" exhibe una elegantemente vestida delicadeza, "Nose on the Grindstone" arroja una estremecedora desnudez. Una dupla que se podría valer por sí sola para sustentar el reconocimiento global de un álbum pero que en este caso ejercen como hermosos capítulos de un conjunto que se desvela paulatinamente entre reiterados gestos de admiración.
Rictus elogioso al que hay que conjugar el de la sorpresa, porque como los buenos equilibristas, Tyler Childers hace pasar por suelo firme un continuo ejercicio de funambulismo. Riesgos sobre todo asumidos al acometer ese atrevimiento tantas veces convertido en despropósito que significa retar a cualquier marco temporal. Eso no significa que el clasicismo no arraigue de manera firme en este disco, porque aunque canciones como "Cuttin' Teeth" sea un exquisito emplazamiento en Nashville, con Willie Nelson como factótum, esa es solo una parada de un recorrido que toma rumbo hacia el siglo XXI, incluso haciendo del honky tonk ruta sonora para un imaginario viaje hacia los lugares sagrados de la India acometido en "Tirtha Yatra". Reflexiones espirituales que abolen “apellidos” concretos y limitadores para entonar un llamamiento a su esencia común invocando sus diferentes ritmos característicos, del gospel a la música oriental, matrimonio divino oficiado en "Tomcat And a Dandy", una celebración de lo poco significativa que supone, en el ámbito creativo y humano, la distancia geográfica entre hemisferios aparentemente opuestos.
Un carácter religioso, en su acepción metafísica y nada dogmática, que en este baile de contrastes escenificado a lo largo del repertorio es capaz de alternarse con los aspectos más mundanos, desde el vitriólico despliegue de afrentas que circula en el ágil bluegrass de "Bitin' List" hasta el groove con denominación de origen de la Creedence que en "Eatin' Big Time" guía un puzle donde se asocia la confraternización y el desmedido apetito capitalista. Incluso el caricaturesco retrato de la fauna australiana dominada por el nervio libidinoso de los koalas sirve para demostrar en "Down Under" que la épica indie puede ser manejada con excelencia, una condición que en el tema homónimo se arremolina entre ruidismo salvaje. Caleidoscópico y fielmente representativo reflejo sonoro de la anarquía por la que circula el hecho cotidiano, espacio igualmente acondicionado para lo sublime o lo grotesco.
Dentro de ese constante desfile de identidades que acogen estas canciones, donde las cuerdas vocales de su autor se exhiben con rotunda profundidad o tocadas por una rasgada sutilidad, dos piezas son las que podrían ejemplificar a la perfección esa tierra compartida por incontables acentos que es este disco. Porque si "Watch Out", que esconde bajo esos habituales retratos costumbrista del mundo de la caza un acto preventivo contra los desmanes políticos actuales, construye un descomunal escenario donde las melodías de los Apalaches descansan en el momento presente previo paso de la electricidad setentera, la magistral "Poachers", hogar abierto por igual a su amigo Dylan, la homosexualidad o la clase obrara, elige una estructura tribalista alimentada de las frondosas costas irlandesas o la sobrecogedora majestuosidad de las montañas rocosas. Bocanadas que no sienten como ajeno ningún rincón del planeta a la hora de abducir su singular enunciación.
Tyler Childers ha logrado con este disco, casi a modo de epifanía musical, convertir el country tradicional en un género dispuesto a conquistar también el porvenir. “Snipe Hunter” suena irreverente cuando lo necesita, metafísico si el ruido ambiental lo permite o cabalga su montura para no dejar en el olvido la ceniza de la historia. De esa forma consigue surgir sublime e inmortal desde su mismo alumbramiento, sabedor de que el tiempo y sus obstáculos solo pueden ser esquivados asumiendo que pasado, presente y futuro son partes de un mismo lenguaje.