Por: Kepa Arbizu.
Hawai, durante esa ya lejana época en la que convertirse en turista de cualquier rincón del planeta no se había transformado todavía en un hobby de interés nacional, representaba mucho más que unas coordenadas geográficas determinadas. De hecho, incluso podía llegar a no significar un destino concreto, sino toda una invocación casi mística con la que imaginar un espacio alejado de las limitadoras y asfixiantes rutinas. Sus envidiadas playas observadas desde las páginas de un catalogo se convertían así en el particular Shangri-La de la clase media, el paraíso con el que solo serían recompensados los más afortunados. Pero hoy en día, ese nombre ha quedado sepultado por un fervor viajero insaciable, donde el cuentakilómetros ha sido sustituido por las interminables horas de vuelo y no existe un solo agujero del globo terráqueo que no sea guarida de visitantes y no cuente con su propio Starbucks -o similar- listo para servir el rancho a masas de excursionistas codiciosos de deglutir “experiencias”. Un cambio de escenario que sin embargo sigue siendo el reflejo del mismo diagnóstico, los infructuosos intentos por convertir en postales coloreadas el lúgubre paisaje diario. Una decadente realidad a la que Rata Negra lleva poniendo una intensa banda sonora más diez años, cuatro de los cuales han transcurrido para dar continuidad a su anterior disco, “Una vida vulgar” (Humo Internacional). Un nuevo episodio que, efectivamente, lleva por nombre “Hawai”, y que, efectivamente, representa unas vacaciones infernales con vistas privilegiadas a los hábitos cotidianos.
Como herederos directos de Juanita y los Feos, condición ilustrada por el currículum de Violeta y Fadrique, dos de los tres componentes de la banda que se completa con Pablo, ligado por su árbol genealógico a La URSS y Nueva Autoridad Democrática, su propuesta rezuma acidez tanto en su verbo, afilado estilete costumbrista, como en el crepuscular nervio de sus ritmos. Un decálogo al que han rendido pleitesía desde su alumbramiento y del que, por supuesto, no se desprenden para sus más recientes composiciones, las mismas que vienen decoradas por una portada que es igual de impactante e ingeniosa que reveladora respecto al contenido que resguarda. A medio camino entre un lienzo de Caravaggio y esa deriva pintada por Théodore Géricault en “La balsa de la Medusa”, el trío disfruta de su merecido retiro estival en un particular resort que en realidad es un osario rodeado de su fauna y flora autóctona. Pero, ¿acaso no lo son todos a su manera?
Rata Negra pertenece a esa especie musical que mora entre composiciones suspendidas sobre la inmediatez brotada del crujido emitido por la aleación de punk y garage, un dogma de fe que, salvo excepciones muy contadas que no se llegan a dar en este nuevo disco, niega cualquier virtud a sobrepasar los tres minutos de duración. Una inspiración que ha alimentado una trayectoria que en su cuarto episodio recala por primera vez en el sello Sonido Muchacho, hogar predilecto para irredentos agitadores rítmicos. Un debut bajo dicho membrete que se bautiza con la inaugural “Pesadilla adulta”, compendio de unos valores que asumen el oscuro acervo entregado por Killing Joke, Kaka de Luxe o Parálisis Permanente pero que no rehúye un dibujo melódico que bajo el tono agudo de Violeta, más que armonioso, suena perturbador, casi tanto como los pasos que cada mañana, a modo de eterno retorno, repiten el monótono itinerario que va de casa al trabajo y viceversa. Un paisaje alienante en el que cotiza a la alta no pensar en nada, claudicación a la que se enfrenta “Sobrepensando” arengando las huestes clásicas de The Smiths o The Cure, o mantenerse callada, elección rechazada explícitamente por la dinámica y agitada “Mi opinión”, que a modo de sentencia propiciatoria para el devenir del disco dictamina: “Cerrar la boca no es una opción”.
Un verbo en constante ebullición que encuentra vehículos de lo más originales, porque ese, en apariencia imposible pero en sus manos factible y convincente, punto de encuentro entre los Cramps y alguna banda de Bubblegum pop es el suelo sobre el que se desploma “Antonio”, el protagonista de una biografía nacida torcida y reclutada entre paredes acolchadas. Muestrario de individuos asomados al abismo que, en la estremecedora intensidad de “Reza”, encuentran en las señales del cielo la forma de desatar el infierno mientras que “Ojos verdes” despierta una desgarradora tormenta como manera de ilustrar un episodio romántico y crepuscular. Y es que incluso cuando Rata Negra junta sus manos en forma de corazón, el reflejo ofrecido por esa figura se perfila sombrío, asumiendo con talento la tarea de ejercer como emisarios del ocaso que toda luz contiene.
Una labor desarrollada en el aspecto creativo con absoluta destreza y dinamismo, porque incluso en sus cielos encapotados existe espacio para una diversidad de tonalidades y reflejos. No por esperado es menos reseñable que sea el tema homónimo el que asuma su papel de representante del aspecto más pop de la banda. Su ensoñación encarnada en enclave turístico con el que escapar de la rutina, un destino que más parece abocado a la espera infinita, como aquel Godot, que a la consecución cercana, se postula como parte principal de esos desvíos formales. Senderos que resultan especialmente llamativos al tomar una salida hacia trazas casi arabescas o andaluces, domicilio, perfectamente compartido por los primeros Biznaga, de “Puro veneno”, explícita definición de la sustancia que alimenta su lengua, o de la mixtura conjurada entre insistentes bases rítmicas y estridentes distorsiones de guitarra para anunciar “Peligro”, ilustración de esas sombras que no tienen nombre, ni incluso forma, pero que todos sentimos amenazantes.
Validando su propio nombre, el trío madrileño vuelve a oficiar como representante de esos pequeños y peludos seres a los que nadie quiere mirar, negando incluso su existencia en los hogares, pero que conviven naturalmente a nuestro alrededor. La realidad es que se alimentan de la basura que lanzamos a hurtadillas cuando la noche se convierte en cómplice o se aparecen en nuestro camino durante esos insalubres amaneceres en los que comienza la jornada laboral. También se posan en ese folleto donde las palmeras de Hawai nos inducen a pensar que debe de haber algo mejor a lo que nos ofrece el otro lado del cristal, e incluso a veces son portadoras de un extraordinario y original sonido punk que nos advierte de que si las “ratas negras” existen, es porque nuestro modo de vida las alimenta.