Antonio Hernando: “Empiria y Laurel”


Por: Kepa Arbizu. 

Como habitantes de un presente obsesionado con sobredimensionar el alcance de cada uno de sus episodios, la pretensión por transformar toda actividad en una “experiencia” hace que ésta, desposeída de cualquier tipo de aprendizaje y posterior ensanchamiento del conocimiento, renuncie a su condición “quijotesca” de madre de la ciencia para situarse mucho más cerca de ser hija legítima de una vacua superficialidad. Frente a esa inconsistente naturaleza, la empiria a la que alude el nombre del nuevo disco de Antonio Hernando, señala hacia la observación del entorno propio como combustible esencial para activar la maquinaria creativa, haciendo de la vivencia el único lenguaje digno con el que hacer hablar a sus canciones. Composiciones que, completando el título de su actual álbum, encuentran su correa de transmisión sonora en ese “laurel” que no es sino la explicita alusión a la escena Laurel Canyon, bautizo de un enclave mitificado gracias a la presencia en su génesis de nombres tan ilustres como Joni Mitchell, Gram Parsons o The Byrds, ineludibles muescas en la historia del rock y, además, piezas esenciales en los cimientos del particular imaginario construido por el autor jiennense.

Casi un lustro después de su debut, “La liturgia eléctrica”, dicha ceremonia, otra vez oficiada desde los estudios asturianos ACME y bajo la supervisión técnica de un Miguel Herrero reseñable también en su tarea de multinstrumentista, adopta un segundo episodio que no esquiva su condición colaborativa, hermanamiento ligado a una reiterada y eficaz presencia de coros, convirtiendo su lista de créditos en el reflejo de otra no menos honrosa generación de músicos que, como nuestro protagonista, han hecho de las raíces brotadas en suelo americano su ruta sonora. Presencias, entra las que es imposible no mencionar a un estelar integrante que responde al nombre de Hendrik Röver, completadas por un casi infinito catálogo de citas y menciones liberadas entre los textos del disco. Alusiones que delatan a la música no como una agradable acompañante, sino como la simiente principal del camino vital del autor, uno en el que ahora ha brotado un pequeño ser, Simón, llamado a alterar con llantos y sonrisas sus prioridades, haciendo que su futuro todavía inédito sea el verbo que escriba este trabajo.

A modo de proceso de gestación natural, que el repertorio se inicie con “Estás en el menú” supone poner nombre, a ritmo de rock and roll flamígero, a esa apátrida lasciva, residente igual en Asturias que en San Francisco, necesaria para engendrar a un nuevo ser; y quizás no nos estemos refiriendo en exclusividad al nonato, sino igualmente a un orgulloso padre que no duda en mostrar que esa misma mano que sirve para acunar y dar paz al recién llegado también tiembla y se estremece ante un paisaje propio y global demasiado acostumbrado a conjugarse desde la incertidumbre. Tras ese vigor inicial, la sección de metales, digna decoración del mejor Van Morrison, ejercen de ángeles custodios de esa pequeña criatura, que da nombre al tema (“Simón”), capaz ya desde su alumbramiento de convertirse en la rima perfecta de cualquier gran canción, incluida ésta. Una presencia iluminadora que toma forma a través de “Todo nuevo bajo el sol”, un delicado y romántico folk-rock, con el que compartir horas de escuchas entre Quique González y Ron Sexsmith, con el que alabar esa vulnerable figura como antídoto infalible contra las tinieblas. Tal es su poder que logrará invertir el trágico cuadro de Goya, siendo el niño quien devore a Saturno, y lo hará con una banda sonora donde el violín en manos de Scarlet Rivera, la misma que lo portó en el “Desire” de Dylan, no será la única relación con el miembro honorífico de Duluth, porque su propio fraseo remite a un genio para glosar otro, aquel que está llamado a convertir el paso del tiempo en una celebración digna de ser respetada a cada instante.

Aunque “Empiria y Laurel” es, evidentemente, un recorrido por el hecho de la paternidad, su radio de acción contiene un alcance de mayor magnitud, incluso asumiendo el reto de atravesar parajes sombríos. Pero lo que sobre todo desvela este disco es la capacidad de ciertas situaciones excepcionales para devenir en una alteración de los, hasta ese momento, principios rectores de una vida. Y si Antonio Hernando asume en “Debe ser así” su encarnación en Guy Montag , aquel pirómano arrepentido de “Fahrenheit 451”, también empatiza, gracias a “La última carta de Jim Croce”, con el autor de "Bad, Bad Leroy Brown ", otorgándole una nueva vida -con la luminosidad melódica de Randy Newman como guía- que no se termine en aquel fatídico avión que le impidió cumplir el deseo de abandonar su carrera para acompañar a su familia. Pero no es necesario buscar reflejos en ídolos lejanos, porque aquel morador noctámbulo entre humo y decibelios ahora se presenta en “Caballero andante” igualmente trasnochador, insomnio inducido a base de un áspero blues-funk de ingrediente psicodélico que deviene en majestuoso paso, por los llantos de quien demanda arrullo. Incertidumbre cotidiana que abandona las fronteras del hogar hasta el punto de alcanzar, por intermediación instrumental de Víctor Cabello y Tino Di Geraldo, latitudes orientales en “Lisérgico Síndrome Disidente” (un acróstico fácil de resolver) para enfrentarse con idioma hipnótico al cinismo desmotivador, un sentimiento que el soplido de la sección de metales orientará “Material sensible” hacia la resiliencia. Incluso “El desastre”, interpretada junto a Gatoperro, bajo una forma de nana convertida en su particular “My Bonnie lies over the ocean”, se asoma al abismo para optar por dar un paso atrás a la hora de encarar el desfiladero, invocando el “don de existir” como clausula de objeción contra la derrota. 

Si el título de este álbum era desde el inicio una invitación a rastrear simbologías, una a la que se puede aludir tras disfrutar de su contenido es al justa merecimiento que supone vestir con una corona de laureles, al igual que eran galardonadoras en la antigua Grecia los más diestros personajes, a su autor en recompensa por el nivel alcanzado. Su sonido, un diálogo constante con la tradición americana, en esta segunda referencia se expresa con absoluta soltura pese a su naturaleza conceptual. Antonio Hernando ha construido un primoroso álbum -también fotográfico- que acompañe los primeros pasos de su hijo, pero no se trata solo de un bello homenaje, es sobre todo la aceptación de que esa “empiria”, a partir de ahora, será desarrollada también a través de los ojos de Simón. Porque los grandes milagros, para ser dignos de tal nombre, deben alterar nuestros principios y transformarnos en otra persona, recordándonos que no hay nada más humano que sentir en nuestra propia piel el estremecimiento ajeno.