Quiero estar donde la canción me encuentre: Lucinda Williams presenta libro y disco


Por: Guillermo García Domingo

Los lectores de El Giradiscos se merecen que uno lo oiga, lo vea y lo lea todo antes de escribir cualquier cosa. En un canal de vídeo me topé con un comentario que afirmaba que Lucinda Williams es un “tesoro americano”. La expresión me convenció aunque podría resultar imprecisa, pues el legado de la artista norteamericana no está definitivamente sellado, enterrado varios metros bajo el suelo. Lucinda tiene mucho que decir, no se ha detenido, sigue en la carretera, el hogar sobre ruedas del renegado estadounidense. Estuvo por aquí hace un mes, en Vitoria, donde tenía una cita con sus aficionados, unas semanas antes de que se publicaran, por un lado, sus memorias, bajo el título “No compartas con nadie los secretos que te conté” (traducidas por la escritora bilbaína Aixa de la Cruz para el nuevo sello editorial Liburuak, cuya llegada ya saludó en otra crónica Txema Mañeru), y por otro lado, su nuevo disco, “Stories from a Rock N Roll Heart”. Historias, en cualquier caso, suscitadas por un corazón roquero, aunque ahora esté lastimado. Los testigos de su actuación emocionante en el Azkena Rock se dieron cuenta de ello. El fatídico año 2020 comenzó para ella con un tornado que afectó a su residencia en Nashville y concluyó con un grave ictus que enturbió su hemisferio derecho. Entre un suceso y otro sobrevino un virus respiratorio que dejó en Estados Unidos un rastro de muerte mayor que en cualquier otro país del mundo, entre otras razones, por la actuación errática del presidente Trump, “A Man Without a Soul”, según el título de la canción que la artista de Louisiana le dedicó en su anterior disco de estudio “Good Souls Better than Angels”, que también salió a la luz el año del tornado. 

Sin conciertos a la vista, y la furgoneta en el garaje, una vez lanzado su propio disco, mencionado más arriba, que los críticos de El Giradiscos juzgaron de los más destacables del año en el apartado internacional, decidió encerrarse junto a su extraordinaria banda con la intención de reescribir el cancionero popular americano del último tercio del siglo XX. Se acababa el mundo y alguien tenía que dejar constancia de lo mejor que habíamos hecho los humanos. De aquel proyecto compuesto por ¡6 discos!, “Lus Jukebox”, que no ha sido valorado como se merece, mi volumen predilecto es el tributo que dedicó al asombroso repertorio de los Stones. Poco después de esta hazaña, el ictus la postró sin derrotarla. Lucinda no es tan vieja como el pescador de Hemingway, o tal vez sí, ya ha cumplido 70 años. De cualquier modo, sigue discutiendo con las secuelas de su dolencia al igual que el viejo luchaba agónicamente contra el escualo que pretendía pescar. De momento no puede tocar la guitarra sobre la que se apoya en la fotografía de la portada de su último LP, para ese cometido dispone de unos tipos experimentados que han descubierto lo hermoso que es cuidar de una mujer única. Ahora ellos hacen las veces de su hemisferio derecho. 

Nada de este torbellino reciente es objeto del “memoir” que ha publicado este año. Se detiene, antes de ofrecer unos apéndices que no hay que perderse, en el momento en que fallece de su padre en 2015 y ha aparecido en su vida Tom Overby, el marido de Lucinda Williams, quien tomó el relevo de aquella figura masculina tan decisiva y ha ejercido una influencia muy positiva en el rumbo reciente de la cantante. No todos los hombres que se han cruzado con ella han tenido un papel semejante. Lucinda se las ha arreglado para preservar su independencia de las consecuencias perturbadoras producidas por las relaciones conflictivas que ha mantenido con los hombres de su vida, que ella describe como “poetas en moto”. “Tipos que podían llegar a tener pensamientos y emociones muy profundas, pero en los que siempre apreciaba una cualidad salvaje y obrera”. 

El libro, justo después de la dedicatoria, pone a disposición del lector una lista bien extensa de los lugares en los que ha habitado Lucinda Williams. No es un detalle sin importancia. La niña nació en el sur estadounidense, bajo el signo del tornado, el que se llevó sin avisar a Dorothy hacia el país de Oz. Su progenitor y su abuelo nacieron en Arkansas, territorio acostumbrado a los tornados. Este ejercicio literario le ha permitido a Lucinda recorrer la geografía sentimental de su vida. Con la ayuda inestimable del escritor Sam Stephenson, la cantante ha puesto orden en su casa familiar. En su decena de casas, diría yo. La movilidad geográfica, que forma parte de la idiosincrasia estadounidense, ha determinado la personalidad de Lucinda. Sin llegar a cumplir la mayoría de edad, siguiendo la estela de su padre, la cantante ya había vivido en varios estados, incluso en Chile, antes del sueño de Allende y la consiguiente pesadilla de Pinochet, y durante un año en México, donde realizó una gira folk junto a un amigo de su padre. ¿Y el Instituto? Sin noticias de él. En los sesenta, la “verdadera vida” que anhelaba Rimbaud, estaba ahí afuera. 

Lucinda es hija de las dos “américas”. Por parte de su abuelo paterno (metodista y progresista), “heredó” la influencia de la América social que emergió de la experiencia de la Gran Depresión y la injusticia racial. Miller Williams, su padre, era vilipendiado por los racistas como “amiguito de los negratas”. Lucille Fern Day, que era una notable pianista, con el fin de proteger a sus hijos, absorbió los golpes de la intransigencia religiosa y el abuso de poder de sus siniestros ascendientes. El peso de las violaciones sufridas a manos de su padre y alguno de sus hermanos la condenó de por vida al desequilibrio psicológico. No le falta razón a la propia Lucinda cuando afirma que “el gótico sureño era mi vida diaria”. De hecho, la escritora Flannery O´Connor fue mentora de su padre, quien tuvo la generosidad de evitar por todos los medios que Lucinda se limitara a ser la hija del profesor de literatura con aspecto de poeta beatnik. Es así como posa en la página 3. Las fotografías que han incluido los editores merecen nuestro aprecio detenido. 

Por aquella época la música irrumpió con fuerza en la vida de la chica sureña, “un rayo” que la galvanizó cuando un amigo llevó a su casa “Highway 61 Revisited”. “Oh, Dios mío, tenéis que escuchar esto”. Su estancia en New Orleans hizo el resto. “Con doce años supe que quería formar parte de ese mundo”. Disfrutó asimismo de la excitación que concitaban las fiestas sesenteras y literarias que organizaba su padre en Fayetteville. Se mantuvo alerta ante las trampas que algunos le tendían en los dormitorios y en las carreteras, donde, gracias a su aplomo, se libró de un intento de violación. “Las mujeres se ponían en situaciones incómodas en nombre de la libertad. Y yo sabía de lo que eran capaces los hombres”. Más adelante, no siempre vio venir los golpes y tuvo experiencias decepcionantes y peligrosas por culpa de hombres predispuestos a beber y a chutarse antes que a admitir lo vulnerables que eran ante sus propios traumas. 

No se me ocurre nadie mejor que Aixa de la Cruz para prestar sus palabras a la elocuente confesión de la roquera estadounidense. A la escritora vasca le debemos una de las lecturas feministas más importantes de los últimos años. “Cambiar de idea” (2019), que se coló en mi casa oculto en el interior de la editorial Caballo de Troya, por su valor literario y testimonial, “griparía” todos los motores de la actual y pujante IA que quisieran emular una empresa semejante. La autora se descubre a sí misma mientras cae en la cuenta del acoso normalizado del machismo, universal y cotidianamente insidioso. Que, en el caso de Williams, se manifestó en el sesgo sexista de la industria discográfica al que tuvo enfrentarse para hacer valer su criterio musical. A veces son aquellos que nos quieren anular los que, a su pesar, nos ayudan a definirnos mejor.

Otro de los mejores hallazgos que ofrece el libro de Aixa de la Cruz y de la cantante es la capacidad que ambas tienen de evocar, con naturalidad y sin intermediarios masculinos, el desconocido deseo sexual femenino. Hablar de la “sangre caliente” (“Hot Blood” es el nombre de una canción de la artista) de las mujeres es, según la opinión de Lucinda Williams, una de “esas cosas que se supone que no debemos hacer las mujeres a pesar de que se podría contar toda la historia del rock a través de hombres que han escrito sobre ello”. 

No me gustaría cerrar el libro sin apuntar antes algo más sobre la búsqueda musical que Williams encaró cuando era una preadolescente. A tenor de lo que cuenta, ha debido de ser muy ardua y larga, porque, en palabras de ella misma, “quise (quiso) hacer rock mucho a antes de poder hacerlo…aspiraba a ser una artista literaria del rock”. A lo largo del libro queda demostrado en las canciones que se incluyen (versión bilingüe) de lo que es capaz la estadounidense a la hora de decantar sus complejas experiencias vitales en canciones de 30 versos y 5 minutos de duración. Música que se lee y literatura que se escucha.

La aparición del rock es la señal de que ha llegado el momento de evaluar el disco que la cantante nos ha entregado recientemente. Después de escuchar “Stories from a Rock N Roll Heart”, nadie puede albergar ninguna duda de que Lucinda ha conseguido ser aquello que soñó, “antes de estar preparada para serlo”, cuando escuchó al bluesman callejero Blind Pearly Brown en una excursión familiar al centro de Macon (Georgia). Era ciego. Tampoco Lucinda podía ver su futuro con claridad, sin embargo, vislumbró en la oscuridad que acabaría grabando un blues como el que inaugura el reciente trabajo, “Let´s Get the Band Back Together”. Efectivamente, después de conocerse la noticia en el panorama musical de que la roquera estaba herida, pero le quedaba mucho aliento, los fieles de siempre y los viejos camaradas (Doug Pettibone y Tommy Stinson) se pusieron en camino hacia Nashville. Hasta 11 músicos (una orquesta, en definitiva), intervienen en este catártico blues.  

Acudieron de todos los lados al rescate, también de la bohemia de New York, ¿sabías que Lucinda vivió en el East Village? Es el mundo al que pertenece el gran Jesse Malin. El guitarrista ha compuesto varios temas del disco al alimón con la cantante y Tom Overby. Por desgracia, el artista ha pasado recientemente por un trance similar al de la cantante. Una extraña afección en la médula espinal le ha incapacitado las piernas. Una de estas canciones, en las que concurre el genio de Malin, no podía ser otra, es el segundo corte, (My) “New York Comeback”. Fuera del contexto de este disco cualquier aficionado se la atribuiría a la E Street Band, y no se equivocaría del todo, los que corean el estribillo son “The Boss” y Patti Scialfa, quienes también la empujan en “Rock N Roll Heart”, otra hermosísima canción del sello Springsteen, que te hace vibrar no solamente por el efecto los vientos atlánticos de New Jersey, sino por la historia que cuenta: un chaval de la clase trabajadora que un día pone la radio y escucha esa canción que lo cambiará todo y para siempre.  No es fácil olvidar la inabarcable ciudad de New York, un género musical en sí misma, donde han tenido lugar encuentros tan decisivos para el devenir de la música popular. “Stolen Moments” es nostalgia de las calles de New York y de lo que allí nos aconteció, aunque no hayamos estado nunca allí, pero hemos visto “Hannah y sus hermanas” o “Smoke” o hemos alucinado al escuchar “Transformer” de Lou Reed. 

El camarada Ray Kennedy está a los mandos de la producción, además de la pareja de Lucinda, como en los discos precedentes, por eso es sorprendente que resulte tan distinto del anterior. “Good Souls…” era más oscuro, de acuerdo con los tiempos extremistas que corrían en EE. UU., con un sonido industrial, oxidado, al estilo de “Time Out of Mind”, el disco de Dylan que produjo Lanois, y que, según declara en sus memorias, Lucinda Williams admira sobremanera. Este reciente disco es igual de excelso, y ya es decir. Las decisiones que han tomado son distintas respecto a aquel de 2020. Los instrumentos suenan menos ensimismados, han sufrido una transformación menor. Respiran de otra forma. La producción los ha limpiado y les ha sacado brillo, se hacen notar en los pasajes musicales que apostillan la salmodia redentora de las palabras de Williams. Miller, su padre, le dijo con toda la razón que se había graduado, ya era una poeta como él. Pero los veteranos músicos se echan a un lado cuando notan el aliento de Lucinda. Su voz es autoridad, es una patriarca de la biblia del Rock, y si ella canta, las aguas, las guitarras, se apartan. El milagro sucede en el salmo roquero “Last Call for the Truth”, “dame una canción más que pueda cantar/ déjame probar una vez más mi juventud perdida”, y, sobre todo, en la inefable “Hum´s Liquor”, que recibe el nombre del local de bebidas espirituosas de Minneapolis, y está dedicada a la memoria de Bob Stinson, miembro de “The Replacements”, que falleció en 1995. Su hermano Tommy también presta su voz al homenaje. Cualquiera de estas dos canciones, incluso alguna más, como “Jukebox” pueden estar entre las mejores de LW, y compartir ese honor junto a “Fruits of My Labour”, “Sweet Old World”, “Those Three Days” o “Drunken Angel”.

En el libreto del disco anterior de Lucinda aparece un texto firmado por Sam Stephenson, el narrador que ha colaborado con Lucinda a la hora de escribir su libro, donde se hace eco de un comentario del guitarrista Steve Gunn (¿no has escuchado todavía “Vagabond”?) después de asistir a un concierto de LW., en New York, precisamente: “En su voz puedes escuchar todas las vicisitudes de su vida, toda la trayectoria de su vida está contenida en ella”. Cuando lo leí, me acordé del verso de Walt Whitman, que ha dado pie a una de las últimas canciones del otro gran bardo de América, Bob Dylan, “(I) Contain multitudes”. La voz de la cantante de Louisiana “contiene multitudes”. Todo lo que le ha pasado desde su crianza en una familia disfuncional, una adolescencia fuera de lo común, la gloria de las canciones y la sordidez de los moteles, los tipos a los que ha amado y odiado, los poemas de su padre y el dolor de su madre.

La muerte de los amigos, y el temor ante la decadencia propia aflora en las canciones, especialmente en las dos últimas del disco. Lucinda “quiere estar donde las canciones la encuentren”. “Where the Song Will Find Me” es una súplica atendida al momento, porque, como dice el periodista Scott Stroud, es, paradójicamente, una canción extraordinaria. No tienes nada que temer, Lucinda. Tú misma lo dices en tu canción de despedida, antes del próximo álbum, “aunque las palabras no rimen, y no pueda encontrar una línea”, “I´m Never Gonna Fade Away” (“nunca voy a desaparecer”). Sea como fuere, LW no será la última roquera. Si alguien lo duda, que haga caso a la propia Lucinda al señalar a Margo Price y a Angel Olsen. Ambas artistas han puesto su talento al servicio de las canciones del disco. Darán qué hablar en los próximos años, al igual que lo hizo, contra todo pronóstico, aquella niña sureña, a la que reprochaban que lo que componía “era demasiado country para ser rock, y demasiado rock para ser country”.

Y las que están por venir. Estoy convencido de que ahora mismo en algún dormitorio a las afueras de Sheffield, en Getafe, o en un suburbio de L.A. o en México D.F., hay una chica valiente que está intentando recrear con su guitarra una canción de Lucinda. Ten por seguro que el rock las encontrará allá donde estén.