Robert Forster: “Strawberries”


Por: Kepa Arbizu. 

El filósofo Carl G. Jung interpretaba el anonimato, al que representaba de manera simbólica a través de la figura de una sombra, como una manera de esquivar las garras del control social, un mecanismo para atrincherar nuestra identidad particular a resguardo de la manipulación o de los intentos por juzgar nuestro comportamiento. Sin embargo, esa retaguardia, sobre todo cuando no es conquistada por decisión propia, en el caso de los creadores se convierte en un castigo, impidiendo que su labor, más allá de la inevitable y hasta cierto punto necesaria búsqueda del reconocimiento, alcance su principal reto: trascender artísticamente. Ni siquiera la cultura popular, proclive a la mitificación y a la celebración del ego, ha conseguido que uno de los realizadores de canciones más talentoso que nos ha entregado la música en los últimos años como es Robert Forster, ya sea en solitario o al amparo de la genial banda The Go-Betweens, se haya desprendido de un papel secundario en cuanto a repercusión que subestima un exquisito legado al que una vez más, y en esta ocasión de la mano de su nuevo álbum, “Strawberries”, añade otro puñado de composiciones que, en un mundo no sé si más justo pero desde luego distinto al que vivimos, deberían ser recibidas con una reverencia que actualmente solo manifiesta una nutrida minoría. 

Para entender la naturaleza, sobre todo conceptual más que musical, de este actual álbum conviene observar el contexto en el que ha brotado, siendo precedido de un trabajo, "The Candle And The Flame", que significaba un ejercicio de absoluta introspección emocional al ser concebido como respuesta a los graves problema de salud de su mujer, Karin Bäumler. Como si de una manera de aliviar esa implicación se tratase, las recientes canciones son depositadas en personajes ficticios, convirtiendo aquella sobrecogedora inmersión vital en fotografías que pretenden retratar un ecosistema externo. Pero sería un error categórico relacionar esa condición aparentemente más ligera con una falta de integridad narrativa y mucho menos de percibirla ausente de subjetividad; porque incluso cuando se escribe de aquello que merodea a nuestro alrededor, uno está imprimiendo su propia interpretación y trazando el paisaje con unos determinados colores escogidos. Puede que ninguno de los protagonistas que hacen andar este repertorio responda al nombre de Robert Forster, pero todos ellos hablan, andan y laten al son marcado por su firma.

En ese sentido -solo aparentemente- más frugal que adopta el disco, su grabación igualmente se enmarca en un ambiente distendido y sin mayores ínfulas, también porque no le son necesarias a quien sus facultades compositivas le bastan para entronizarse, trasladándose hasta Suecia para, bajo el mandato en las labores de producción de Peter Morén, integrante de Peter, Björn & John, rodearse de instrumentistas oriundos de esa zona. Una decisión que, conscientemente o no, extiende y afianza la percepción de que este material se origina más allá de las lindes que perimetran la figura de su autor. Como si de un anónimo transeúnte se tratase, el músico australiano se trasladó hasta dicha localización cargado con sus canciones, las registró y retomó plácidamente el camino de vuelta a casa. Un conciso y calmado itinerario que, sin embargo, había dejado a su paso otro nuevo ejemplo de la descomunal capacidad lírica -responsable del pronto alumbramiento de una novela- y sonora de ese individuo que llegó y abandonó el país nórdico con igual sigilo.

Todo disco tiene su germen, ya sea por medio de una idea, melodía o concepto, y en este caso, un conocimiento revelado por su propio autor, se encuentra en la anécdota que describe un tema homónimo, delicado y luminoso gracias al elegante paso cabaretero digno de The Lovin' Spoonful o Kinks, donde un plato de fresas de extraño sabor es devorado por quien no era su destinatario, rutinaria anécdota que Forster, acompañado de la voz de su mujer, lo que incrementa su proximidad emocional, sublima para enraizar todo un reclamo existencial acerca de esos momentos que, pese a su condición mundana, terminan por erguirse con hegemónica trascendencia. Un leitmotiv, el de ese territorio prohibido o alejado de nuestros hábitos que sin embargo emite un atractivo reclamo, al que se encomendarán todos los seres comunes que habitan el álbum. Un plantel que prescinde de dramatismos impostados o grandes focos iluminando su camino pero que, recogiendo enseñanzas de literatos como Chéjov, Alice Munro o Julian Barnes y compartiendo la destreza de colegas letristas que responden a los nombres, por ejemplo, de Willy Vlautin o Craig Finn, sabe encontrar en ese espacio a priori artísticamente anodino un néctar de admirable envergadura.

Dotado de hechuras dignas de un crepuscular contador de historias, sin embargo su sonido es capaz de aunar arpegios brillantes, no alejados de la tradición esgrimida por The Byrds, con una hondura recitativa que en “Tell It Back To Me” ilustra el encuentro romántico entre polos opuestos. Un tono de voz, hermanado en su madurez con el de otro ilustre retratista humano como Ray Davies, que propulsa su papel protagonista gracias al esqueleto instrumental minimalista que decora “Breakfast On The Train” y que asume un perfil crooner, perfectamente identificable en este episodio con cierto imaginario melódico asociado a Sinatra, para dirigir  “Such A Shame” hacia una contenida épica, donde la guitarra responde al manejo de su hijo Louis, que todavía resalta su irónico, pero no por ello escaso en profundidad, diagnóstico sobre el negocio musical, ambientación más propicia que ninguna para que biografía y ficción diluyan su frontera.

El más que apreciable concepto global elegante y sutil que gobierna el disco sin embargo no impide acoger acercamientos hacia terrenos sonoros más intempestivos que, como es norma común, recurren a una mayor presencia del ingrediente eléctrico. Riffs que si en “Good To Cry”, viñeta donde las lágrimas se presentan como inesperadas invitadas de la celebración, ceden su tutela a un trepidante galope percusivo que reclama la presencia de Lou Reed, ésta encontrará un más evidente comité de bienvenida en forma de rock and roll primitivo y orgánico en “All Of The Time”. Alteraciones en el cardiograma rítmico que, a modo de despedida, se reúnen y conviven en una “Diamonds” que alterna el recogimiento con detonaciones ruidosas, sinfonía convertida en un lírico pasaje de romanticismo existencial que ensalza a quienes son capaces de depositar piedras preciosas en la desconsolada mirada ajena. 

Robert Forster juega al despiste en un disco que en apariencia adopta un forma rectada y hasta cierto punto alejada de intimismos previos pero que sin embargo se despliega majestuoso. Al igual que en su portada, donde podemos observar la figura del músico australiano formada por un mosaico de pequeñas piezas de colores, su contenido cede la palabra a múltiples personajes que acaban por convertirse en un retrato global de la condición humana. Como en tantas ocasiones, los pequeños gestos o los actos cotidianos encapsulan un vehículo casi metafísico, un cometido, el de trasladar lo anecdótico a lo universal, para el que están llamados solo algunos privilegiados, y sin duda estamos ante uno de ellos que además se muestra con este cancionero en todo su esplendor. Tal y como enuncia una de las frases contenidas en este trabajo, no hay dos personas iguales, y por lo tanto ningún acontecimiento resulta mimético en su totalidad. Pero lo que sí existe, y aquí está radiografiado con exultante maestría, es esa tendencia común a caer seducidos por una fruta prohibida que confiere el incierto pero sugerente don de la humanidad.