Por: Kepa Arbizu.
En ese complemento al rito funerario que supone adentrarse entre los enseres personales del finado como intento por mantener intacto su recuerdo, el músico estadounidense encontró un dibujo dedicado a su progenitor, el reconocido escritor Larry McMurtry, fallecido en el 2021. Dicha ilustración, escogida como portada para su undécimo disco, fue realizada por Ken Kesey, escritor especialmente conocido por su libro “Alguien voló sobre el nido de cuco”, un habitual invitado, junto a esa banda itinerante de activistas hippies llamada Merry Pranksters, al hogar familiar. Ese perro negro con que Winston Churchill identificaba a la depresión, en el caso del aludido en el título de este trabajo, y representado en aquel boceto, remite a las alucinaciones que el padre del compositor sufrió durante sus últimos días de existencia. Estremecedor episodio volcado al formato pictórico que terminó por transformarse en la guía inspiracional para un repertorio convertido en un excepcional recorrido rítmico, y lírico, a través de los diversos recovecos en los que puede descansar la tradición estadounidense.
Desde finales de los años ochenta, el músico texano lleva construyendo su particular gran novela (sonora) norteamericana, lo que significa contar ya con un mapa nutrido de múltiples habitantes que en su conjunto configuran una emotiva y social radiografía de una nación que subvierte cualquier atisbo de localismo, más allá del punto de partida de su mirada, para enfrentarse a una fotografía universal. Pero ese legado, que no solo no deja de incrementar cuantitativamente sino en lo que respecta a su talento, parece no ser suficiente credencial para entronizar como se merece a un autor que compensa esa injusta proporción entre su talento y la repercusión popular con fervorosas alabanzas provenientes de actuales colegas de profesión. Un hecho laudatorio llamado a reproducirse gracias a unas composiciones en las que incluso dichos compañeros, una escueta muestra de ellos, tomarán presencia o incluso aparecerán citados en algunos pasajes de este majestuoso glosario de perfiles acentuados en su carácter tembloroso.
Asumiendo que existe en “The Black Dog and the Wandering Boy” una escenografía común -tanto en forma como en fondo- desplegada a lo largo del álbum que alude al concepto más arraigado del rock clásico, no es menos palpable la existencia de un cambio de atrezo recurrente. Valga como ejemplo de ese diverso ajuar que el inicio del trabajo recaiga en “Laredo (Small Dark Something)”, escrita para la ocasión por Jon Dee Graham e inyectada de un fiero nervio eléctrico moteado de psicodelia, mientras que el colofón venga entonado por el exquisito folk-country de “Broken Freedom Song”, que pese a tratarse de una adaptación de la original firmada por Kris Kristofferson parece entablar una mejor concordia con el perfil de Guy Clark. Dos extremos sonoros, menos alejados de lo que pudiera parecer a priori, de un recorrido literario que nos hace acompañantes, en este caso a modo de invisibles copilotos, de existencias erráticas que ya en su primer capítulo nos sumerge en la mente de un individuo asediado por las adicciones, truculenta atmósfera ilustrada sin embargo por una sutilidad lírica que será común en todos los desenfocados retratos alojados en el disco.
El zoom con capacidad para alumbrar el interior de sus personajes que utiliza James McMurtry no solo disecciona aquello que alcanza a observar su mirada, condición depositaria en una melancólica “The Color of Night” que recoge su particular interpretación de la distancia social en las relaciones afectivas, sino que existe también una inmersión en su propia biografía, que como es lógico conociendo la intrahistoria del disco, escoge el tema que le otorga el título para descorrer la cortina de su estancia familiar, por medio de esos pantanos sonoros vadeados por Tony Joe White o Gurf Morlix, y desvelar cómo la figura paterna se difuminaba al mismo tiempo que lo hacía el ánimo imperante a su alrededor. Valiéndose también de sus propias vivencias y bautizándose como narrador del tema, donde se cita expresamente su gira junto a Jason Isbell, convierte los escenarios en epicentro de una deriva e incertidumbre existencial en “Sailing Away”, instalada en ese terreno donde la tradición clásica de los “songwriters” se posa en un lenguaje rock, ocupando espacio común con autores como Robert Earl Keen o Ray Wylie Hubbard, y que en el caso de “Sons of the Second Sons” incide en su aspecto más cavernoso, agrupando entorno a él un dictado profundo y estremecedor, que caracteriza a Chris Knight o al Johnny Cash de los “American Recordings”, aplicable también a su rotunda diatriba contra esa lápida en la que se han convertido las barras y estrellas.
El uso del análisis político y/o social resultará todavía más estimulante cuando se mimetiza con el paisaje intimista, una afluencia trazada con absoluta maestría en una romántica “Annie”, con presencia de Sarah Jarosz, donde su costumbrismo discurre sobre el telón de fondo propiciado por los acontecimientos del once de septiembre. Un pliegue perfecto entre planos que alcanza otra de sus grandes cotas con “South Texas Lawman” gracias a la creación de ese fascinante retrato del viejo sheriff que ahoga en botellas la frustración generada por esa ya extinta violencia que ejercía al amparo de su placa, un novelado discurrir orientado por el cauteloso pero intenso paso, huellas que coinciden con el número gastado por Buffalo Springfield a Ted Russell Kamp, que no ilustra tanto el derrumbe individual como la metáfora de todo un identificable modo de actuación. Y si alguna de las piezas mencionadas ya serían suficiente para ceder un sitio al disco en un salón de elegidos, la presencia de “Pinocchio in Vegas” lo sitúa en una zona especialmente privilegiada. Se trata de una de esas escasas composiciones que logra aunar todas las virtudes anheladas, desde un majestuoso tono trovadoresco de folk a un despliegue poético que se vale de una irónica traslación contemporánea del mítico cuento infantil para realizar un desalentador reflejo existencial. Una canción que funciona como una suerte de palíndromo talentoso, siendo cualquiera el punto de vista elegido para analizarla sinónimo de una autoría soberbia.
Como aquellos dramáticos últimos días de su padre, los protagonistas de este excepcional álbum dejan tras de sí un rastro tembloroso, resbaladizo suelo hecho de lágrimas, cenizas o de las astillas liberadas por cualquier sueño imposibilitado. Todos ellos residen en “The Black Dog and the Wandering Boy”, pero perfectamente podrían tomar vida y trasladar su vagar a las paginas escritas por Chris Offutt o Donald Ray Pollock, porque tal es el “barro” literario con el que han sido creadas por el músico texano, quien sin embargo les ha dotado de un hogar ubicado entre pentagramas que aluden a las raíces más puras del rock, aquellas capaces de instigar el quebranto ruidoso como el suspiro nostálgico. Canciones que sirven de refugio a una población anónima olvidada por las páginas ilustres de la historia pero convertidas gracias a este trabajo en seres inmortales.