Por: J.J. Caballero.
La música de un outsider vocacional como Cass McCombs es necesaria en un mundo con demasiados estímulos en el que cuesta poner el foco en lo realmente importante mientras llenamos nuestras vidas de falsos deseos y demasiado ruido vacío. No se trata de reivindicar nada que no esté ya suficientemente reivindicado ni de hacer de adalides del buen gusto obviando cuestiones mucho más trascendentes, pero sí de advertir sobre esa frase tan repetida de que la música puede salvar almas, porque cada vez parece más cierta. Doce discos después, una personalidad bien marcada y unos parámetros sonoros bien radicados sobre los que seguir edificando monumentos de belleza probada, el caso del californiano no es sino uno de tantos que reflejan la incapacidad humana para apreciar el talento y la constancia.
La vitola de indie de autor o de folk especiado que oídos poco avezados podrían asignarle es demasiado corta e injusta para una obra, esta magnífica colección de canciones titulada “Interior Live Oak”, que se asimila en toda su dimensión a largo plazo –no en vano vuelve a entregarnos un disco doble, como ya hiciera en el no menos interesante “Big wheels and others” de 2013)- y con la escucha intensiva de canciones inmensas e incluso kilométricas, como es el caso de “Lola Montez danced the spider dance”, la antítesis de otras más directas del corte de “Juvenile”, con su sintetizados juguetón en primer plano.
La riqueza y amplitud de red se despliega en las carreteras paralelas que abren las guitarras eléctricas de “A girl named Dogie”, el power pop sorpresivo de “Miss Mabee”, en la que nos cuenta la historia de una mujer con nombre al azar que parece haber dejado huella en sus sueños, la baladística “I’m not ashamed” y la majestuosa “Priestess”, una especie de elegía escrita en honor a una amiga fallecida que suena a música clásica contemporánea. El amor en toda su extensión y expresión, cubriendo todo lo que se deba y pueda amar, planea sobre el corazón de un disco que también exhibe pulmones (“Missionary bell”, una delicia minimalista donde la nostalgia deja paso a la esperanza), páncreas (“Home at last” mira de reojo a The Cure en un bonito entramado acústico) y cerebro (“Diamonds in the mine” podría haber sido la canción de cuna perfecta firmada por los Beatles).
Una apuesta global alejada de pretensiones pero repleta de momentos estelares, como el que protagoniza el aroma fronterizo de “Who removed the cellar door?”, que tambien podría rememorar al Dylan recién electrificado, o la vía pop inyectada en vena en “Peace”, con el camuflaje de su coetáneo Josh Rouse luciendo en primer plano. Lejos de conformarse con redactar un catálogo de tales dimensiones, lo amplía a la visión rock de “Asphodel” y asume pérdidas por el camino en el piano de “I never dreamt about trains”, la canción más triste del lote y a la vez la más apasionada. No en vano ha vuelto a llamar a filas a los primeros músicos que supieron apreciar su gigantesco perfil bajo: Jason Quever (Papercuts), Matt Sweeney y Chris Cohen. Y no han perdido ni un gramo de pasión.
“Interior live oak” es un tratado de identidad y certidumbres, un resumen ajustado de lo que ha sido la carrera de un músico callado y elocuente, sentimental e introspectivo, un artista capaz de grabar un disco de música infantil sin que nadie se diese por aludido y que cuenta historias de pesadumbre y redención con sus instrumentos celestiales. Una manera de tocar el cielo y alejar el averno al que parecen condenarnos las circunstancias. Bendito sea.