Por: Kepa Arbizu.
Los primeros episodios biográficos de Robert Finley riman casi a la perfección con los vividos por muchos de sus coetáneos, descubriendo las artes musicales por medio de invocaciones religiosas entre las paredes de la iglesia y convirtiendo posteriormente las calles, y su audiencia de viandantes, en centro neurálgico de su expresividad. Es en este punto, donde ya se han intercalado un buen número de trabajos realizados para subsistir, cuando este relato toma su propio, e incluso pintoresco, camino, postergando hasta pasadas seis décadas de existencia su inaugural incursión profesional en un estudio de grabación. El resultado se trataba de un debut, “Age Don't Mean a Thing “, que despertó ese radar arqueológico que Dan Auerbach orienta dispuesto a revitalizar y descubrir viejas glorias, convirtiéndose desde ese instante y hasta la actualidad en su potentado artístico. Una alianza que llega hasta su cuarta referencia conjunta, un álbum, “Hallelujah! Don't Let The Devil Fool Ya “, que muestra al veterano compositor en una suerte de regreso a su primeriza pasión, recuperando aquellos ritmos y melodías dedicadas a glosar la gracia divina.
Del mismo modo que la primigenia música popular estadounidense tiende sus lazos tan cerca del diablo como de Dios, no es menos evidente, y hasta cierto punto identificativo, la vigencia de ese binomio en la propia idiosincrasia cultural del país, que con una mano extiende la Biblia como salvación humanista mientras que con la otra introduce más balas en su revólver. Un encuentro de contrastes que hace que el blues y el gospel lleguen a compartir muchos más lugares de encuentro que de disenso. Un paisaje de antagonismos aparentes que sin embargo son la sustancia esencial de todo un legado que, el ahora ya septuagenario autor de este álbum, decide volcar hacia esa orilla desde la que clamar por la vida eterna y la comunión entre hermanos. Una capacidad laudatoria nunca esquiva a escribirse sobre esos renglones torcidos en los que, por mor de aquel pecado original, nos hemos convertidos los seres humanos.
Reflejo de ese espíritu enarbolado por el buen feligrés que emana del disco, el vínculo familiar cobra especial trascendencia, y no solo en el verbo declamado, sino porque una parte sustancial del acompañamiento vocal recae sobre su hija, Christy Johnson, quien no ejerce de mera corista, siendo su presencia la escenificación del contrapunto vocal al rasgado y hosco timbre de su progenitor, un diálogo constante entre el rugoso predicador y la emisión de un canto dulce. Ingredientes de un modus operandi global en la confección del trabajo más cercano a una lúdica congregación de fieles que a la pautada rigidez profesional, peregrinando los músicos al estudio de grabación para escoltar a la desatada improvisación de Robert Finley, al que dos sesiones le bastaron para hacer de interlocutor de la palabra santa. Espontaneidad que sin embargo no acabó de llenar de gozo al miembro de The Black Keys, a su manera "postiza" también perteneciente a la prole del veterano músico, de hecho basta una palabra suya para abrirle las puertas de su casa, el estudio Easy Eye Sound, quien aplicó una tarea más “humana” para revestir y agrandar el recorrido de las canciones. La línea directa con el altísimo no está exenta de retoques terrenales cuando de hacer más profundo su mensaje se trata.
El hecho de que este álbum no ejerza de mimesis respecto a clásicos mandamientos y adopte un clima turbio, donde la hibridación de géneros es expuesta sobre un tensionado escenario, propicia una condición mucho más atractiva que, pese a su vetusta ascendencia, se relaciona directamente con el presente. “Hallelujah! Don't Let The Devil Fool Ya” genera, de esta manera, un abrazo sonoro de tremenda envergadura, ofreciendo cobijo a adeptos de ritmos que fluyen desde Mahalia Jackson a Black Pumas. Una heterodoxia aplicable también al bienvenido protagonismo compartido con la arrolladora banda, que no dudará en tomar durante varios momentos la batuta de mando. Un paso adelante que no siempre es fácil formular cuando se cuenta con una voz, rasgada hasta el sufrimiento, colmada de sentimiento y dotada de una capacitad de transmisión capaz de convertir en beato al ateo más irredento. Encarnando más el legado de Al Green, Otis Clay o Bobby Womack que el representado por Reverend Gary Davis, las insinuantes trazas sureñas de "I Wanna Thank You" respaldan un casi omnipresente sentido épico, sin presencia de impostación alguna, que disimula, pero no disipa, su huella entre la envolvente elegancia de "Praise Him". Como si de un orador repleto de fuego al que cuesta controlar se tratase, la esbelta sutilidad de "I Am A Witness" o ese etéreo ambiente, cincelado a medio camino por Isaac Hayes y Charles Bradley, que exhibe "His Love", son el aliento necesario inhalado desde un púlpito que, ya se cuando atruena o se anuncia comedido, se manifiesta cual Edén musical.
Pero no hay tregua para los impíos en este reducido -solo ocho cortes contiene- pero exuberante trabajo, y por si fuera poca la presencia de la garganta del veterano intérprete , su banda de acompañamiento se transforma en un corifeo letal a la hora de amplificar su mensaje. Ataviados con un paso funk, su danza recatada durará poco tiempo en una "Holy Ghost Party" insuflada de contemporaneidad que desemboca en un frenesí eléctrico que mutará hacia el expansivo y rítmico manejo, propio de The O'Jays, que caracteriza a "Helping Hand". El redoble de tambores que abre "Can't Take My Joy" es más bien la retreta que anticipa la tormenta imponente que se está fraguando y que enlazará con el arrollador blues lisérgico de "On The Battlefield", que parece directamente extraído de esa grabación histórica llamada "Electric Mud", firmada por Muddy Waters. Piezas que representan las cimas de un disco que a sus pies ha dejado el rastro del Apocalipsis, que también es palabra bíblica.
Conviene relativizar, aunque suponga desautorizar al propio autor, la exclusiva condición relacionada con el gospel que ha amamantado a este trabajo. No cabe duda de que sus cimientos están hechos de esos momentos en los que un joven Finley cantaba dichoso en la iglesia, pero artísticamente estas canciones son mucho más, significan todo un compendio de la música afroamericana, y no solo en su aspecto sonoro, sino en su su propia naturaleza, donde sus togas celestes llegan a confundirse con prendas entalladas de sugerente carnalidad. El veterano intérprete, quizás sin pretenderlo, ha hecho una magistral oda a la incertidumbre, a la que ha agraciado con un disco sin mácula que posiblemente funcione además como una perfecta analogía de los tiempos actuales, donde los mensajes de salvación acaban por compartir el ruidoso lenguaje del caos instaurado.



